domingo, 24 de octubre de 2010

Un novelista total/ y 3

24/Octubre/2010
Milenio
José de la Colina

En la última década del siglo XIX hubo una gran rebelión y una guerra en los sertones del desértico nordeste brasileño. Reuniéndose en torno a un iluminado “Conselheiro”, enfebrecido santón predicador y profetizador del Fin del Mundo y del Juicio Final, los fanatizados campesinos pobres, los sertaneros, se volvieron yagunzos (“alzados”) y fundaron en la región de Canudos una “ciudad de Dios” inspirada en un arcaico espíritu comunitario, religioso y patriarcal. En respuesta y en nombre de la Razón y el Progreso, la joven República del Brasil lanzó el ejército contra los rebeldes, los cercó y finalmente los derrotó en una cruenta batalla.

A partir de ese episodio, el periodista Euclides da Cunha narró su experiencia de la “guerra de Canudos” en un libro: Os Sertões, que conjuntaba el ensayo histórico, el estudio antroposociológico y la narración épica; y a partir de ese libro, de otras fuentes documentales y de una larga visita a las tierras de Canudos, Mario Vargas Llosa revivió la rebelión de los sertaneros en su tercera novela: La guerra del fin del mundo, publicada en 1980, cuando ya el autor, desencantado de las quimeras revolucionarias, se afirmaba como un liberal, era combatido por el fanatismo izquierdista y resultaba ser el “eterno” candidato fallido al premio Nobel porque, considerado desde la tozudamente romántica visión europea de las revoluciones latinoamericanas, no estaba en el “lado correcto” de la política.

Novela de aventuras, narración que inteligentemente acata las tradicionales exigencias del género: acción constante, personajes definidos por sus actos, situaciones-límite que deciden destinos individuales y colectivos, La guerra del fin del mundo sostiene su alta tensión y despliega sus historias paralelas gracias a su bien tramada narratividad y al implícito (no descrito) espesor psicológico y moral de sus personajes, tanto los que son bigger than life o simpáticos como los que serían pequeños o antipáticos, y contribuye a la impresión de embriaguez épica que comunica el autor a los lectores. La ficción, de acuerdo a la ambición vargasllosiana de la “novela total”, se ciñe a una global “representación de la vida” al que se incorpora la stendhaliana “mirada de Fabrizio del Dongo” (las batallas vividas desde algún personaje y vistas desde el “punto de vista general), más los no siempre marginales elementos de tipo romántico, aunque sólo sea por el lado de lo enorme y lo grotesco: personajes bigger than life, enanos, seres deformes, monstruos físicos y morales de un pintoresquismo casi delirante. A veces la narración deja ver una feliz apetencia de la dimensión fantástica, y, por ejemplo, todo el segmento del ataque final a Canudos evoca un fin del mundo pintado por Hyeronimus Bosch.

La guerra del fin del mundo, ¿novela histórica? Según y cómo. Al autor le importaba que el itinerario plural de los personajes fuese como un caleidoscópico romance en prosa. En su primera “novela total” se confrontan dos colectivas quimeras con sus respectivos fanáticos: mientras la República busca la perfecta ciudad social, otros sueñan instituir la perfecta Ciudad de Dios. Personajes emblemáticos, el libertario Galileo Gall y el iluminado Conselheiro encarnan esos enfrentados ideales. Y en medio del ruido y la furia colectivos, la campesina Jurema y el periodista miope, formando una pareja marginal y “ahistórica”, conocerán el amor y la terrenal comunión de los cuerpos entre la turbulencia y la sangre de la guerra de Canudos, mientras los combatientes irán al cielo de los mártires o al olimpo de la civil leyenda popular. Canudos es en cierto modo la sede de una tragedia universal: allí combate y muere —sospechablemente para renacer en otra parte— un mito o un sueño colectivo. Allí la aspiración sagrada y el ideal político han combatido por el poder sobre la muchedumbre humana.

La guerra del fin del mundo
es un épico romance en prosa, y a la vez es una fábula “amoral”, porque a final de cuentas el relato no genera ninguna moraleja, o al menos una moraleja que sirva a la Historia. Pero habría que preguntarse para qué sirve la Historia misma y si alguna lección a la medida de lo humano puede deducirse de su discurso de divergentes utopías frecuentemente resuelto en guerra de ideales. Hacia el final de la novela un personaje ultracivilizado, un aristócrata escéptico (que se diría pariente novelesco del Gatopardo de Lampedusa), llega a una certidumbre individual encontrando en un cuerpo y en el banquete erótico el modo de evasión de la Historia, mientras el periodista miope (bien individualizado, pero sin nombre ni apellido) y la campesina Jurema no habrán sufrido todas sus penalidades y llegado al infierno final de Canudos sino para sobrevivir amándose “desvergonzadamente”, copulando indefensos en medio del ajeno y enorme combate de dos absolutos: el de la Fe y el de la Razón, o la utopía de la Fe y la del Estado. Así, la historia plural y tumultuosa de la guerra de Canudos insinúa una fábula que a su vez susurra una antimoraleja: no hay certidumbre moral sobre la cual fundar la ciudad de Dios o la república de los hombres, y éstos siempre enfrentados en alguna forma de guerra moral y/o concreta descubren que siempre estarán guerreando en la Historia… y que ésta les agradecerá el sacrificio triturándolos y devorándolos.

Paradójica y afortunadamente, La guerra del fin del mundo, para mí la novela cumbre de Vargas Llosa, es una robusta y bella, victorhuguesca ficción novelesca que basa su fuerza narrativa en una guerra de ideales fanatizados y de febriles esperanzas en la inalcanzable, pero siempre tentadora y frenética, utopía que, como incendiaria ilusión y al final como pesadilla, recorre e incendia o entenebrece la Historia.

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