Milenio
Acostumbrados a los deslices, caprichos y aun extravagancias de la Academia Sueca, nadie apostaba ya por Mario Vargas Llosa para ganar el codiciado Premio Nobel de Literatura. Sonaban, claro, escritores de primera línea del tipo del norteamericano Cormac McCarthy o el japonés Haruki Murakami; también los poco conocidos, muy de especialistas, como el keniano Ngugi wa Thiong’o; y en el campo de la poesía todo parecía posible (conocidos y desconocidos por los grandes públicos, de nombre imposible la mayoría).
En fin, que por apuestas no paramos. De ahí la grata sorpresa de que la Academia se anotara esta vez uno de esos tantos que son irrefutables, reconocibles aquí y en China, y reivindicadores además de una condición integral que hoy sólo unos cuantos escritores ostentan.
Con esto último quiero decir que Vargas Llosa es uno de esos autores completos desde la perspectiva intelectual: presente no sólo en el terreno de las letras por la excelencia artística de sus obras, sino por la profundidad de éstas, lo que al mismo tiempo él ha sabido vincular a un ensayismo comprometido con las libertades y el orden democrático.
En el panorama estético sus novelas y cuentos han descollado por su estructura y desarrollo formales, pero adicionalmente se han convertido en verdaderos referentes analíticos de diversos momentos históricos, sociales y políticos de América Latina. La locura, el mesianismo y los proyectos utópicos han quedado para siempre retratados magistralmente en La guerra del fin del mundo; La tía Julia y el escribidor nos colocará siempre ante la resistencia que se puede establecer contra las buenas conciencias, tan omnipresentes en todas las épocas; Historia de Mayta nos abrió a muchos los ojos acerca del reverso que siempre tienen las luchas radicales de la izquierda; La fiesta del chivo vuelve a mirar de cerca a nuestros dictadores latinoamericanos; Conversación en la Catedral es el gran inicio de muchos otros recuentos de la novelística regional que se han preguntado en qué momento nuestros países se arruinaron y qué tanto esto ha sido responsabilidad colectiva.
En toda su novelística, Vargas Llosa cumple, como pocos, las metas de trascendencia que toda gran obra se impone en lo artístico y conceptual. Es ostensible el abismo que separa su trabajo más descuidado con el más logrado de nuestros autores de libros de entretenimiento (tan banales que no encontramos ninguna idea perdurable en ellos, sólo el sabor edulcorado de lo que suponen es “contar una buena historia”, como si una buena novela pudiera ser la extensión de una aceptable crónica periodística).
Y por lo que hace a su perfil como ensayista —con todas las ramificaciones que evidentemente tiene en la columna que semanalmente elabora y en otros textos “menores”— tenemos a un pensador que tuvo la capacidad de ser de los primeros en disentir del rumbo dictatorial que fue tomando la revolución cubana. En un ambiente donde la mayoría de los intelectuales de la región renunciaron tempranamente a cualquier género de crítica hacia el proceso cubano y su líder omnipotente, Mario Vargas Llosa formó parte de esa pequeña franja que supo salvaguardar conceptos como libertad de expresión, pluralidad, tolerancia, derechos humanos y democracia.
Hoy, todos estos términos forman parte de la jerga política de casi cualquier partido u organización (aunque frecuentemente se los vacíe de significado o se los anule en los hechos), pero hace treinta o cuarenta años eran vistos como meros formalismos por las derechas y las izquierdas latinoamericanas. Cuando un dictador como Augusto Pinochet salvaba a la patria de la amenaza comunista no podía tener ningún valor la voluntad del pueblo expresada en las urnas; y tampoco podía tener mayor importancia la proscripción de diversas libertades individuales cuando la revolución peligraba ante las garras de imperialismo.
En ese punto, Vargas Llosa ha sido un activo militante de las ideas liberales y del análisis riguroso de la realidad de América Latina y el mundo. No es gratuita su devoción por personajes como Isaiah Berlin, ni su claridad frente a los dilemas y debates que separaron a Jean Paul Sartre y a Albert Camus. Tampoco es de extrañar que se muestre consternado por las crecientes prohibiciones (la más reciente, las corridas de toros, en Cataluña) que unos cuantos deciden para protegernos u obligarnos a lo correcto.
Por último, lo que en Vargas Llosa hace completo su ejercicio como artista e intelectual, es la defensa sin concesiones de los principios y valores más sólidos de la cultura versus la cultura del espectáculo en todas sus manifestaciones, incluidas aquellas que cuya engañosa presentación gana —desde los medios de comunicación— cada vez más espacio y reconocimiento.
Por eso me alegra el Premio Nobel de Literatura para Mario Vargas Llosa. Porque si sigue haciendo, pensando y escribiendo como hasta hoy, tendremos un Nobel más vivo y memorable que aquellos otros (y no son pocos) que ya hemos olvidado o nunca conocimos.
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