Laberinto
Alí Chumacero tenía mirada y conversación ortotipográfica; bastaba mostrarle un texto —ya en original o bien, ya impreso— y el Maestro señalaba al vuelo cualesquier gazapos, imprecisiones o erratas, incluso imaginando cómo se mediría en cuadratines un exabrupto o pensando en la mejor tipografía para el posible imperio de un párrafo válido. Le bastaba un solo ojo para otear el paisaje de una página mecanografiada para determinar pleonasmos, cacofonías o ridículos abusos de adjetivos inútiles como quien sacudía el papel para escuchar los sonidos de la prosa y le bastaba detener la mirada sobre alguna prueba de imprenta —de aquello que antes se llamaban galeras o capillas— para detectar errores en los cortes silábicos de cada renglón o esos huecos que serpentean la página impresa que llaman carriles o esas tristes líneas que quedan sueltas al final de un párrafo y página, que se vuelven viudas al inaugurar otra hoja.
Obrero de las letras, Alí fue orfebre de sus propios versos y se le veía absorto, leyendo con las manos apoyadas al filo del escritorio —la uña larga, las yemas percibiendo lo telúrico de un párrafo, o bien el tedio irremediable de otros— y de pronto, invariablemente alzaba la vista con una sonrisa. Destilaba el sano ejercicio del sarcasmo, transpiraba sin agresiones la virtud sutil de la ironía, era además un erudito sin pedantería y un Caballero andante que enamoraba con el habla, a veces incluso ceceando o izando la palma de la mano, como quien marca un alto para advertirle a cualquier interlocutor un tropiezo. Aunque hiciera constantes esfuerzos por aparentar sequedad, Alí fue un hombre bueno, cariñoso con los empeños ajenos, apoyo constante para los afanes de todo escritor que empieza, de entre los cuales no pocos memorizaron la indispensable humildad que irradian los verdaderos Maestros, con mayúscula, como Alí.
Otros lectores de su poesía, y escritores más autorizados, pueden ahora opinar y conmemorar con mejores argumentos el valor de sus versos intemporales; yo sólo diré que ya me resultaba inevitable —desde la primera vez que lo leí— escuchar cada palabra y cada metáfora con el ritmo marcado de su voz, esa lectura que parece cinematográfica al colarse en el fondo de las páginas el eco marcado, que va al paso de la vista, de las palabras y su música. Páramo de sueños, Imágenes desterradas y Palabras en reposo son más que simples títulos a los libros que conforman su breve obra inagotable: son palabras que —como los versos que contienen— se entrelazan con murmullos propios de cada lector, formando en prosa invisible una conversación de sentimientos donde la emoción que el poeta convierte en metáfora se conjuga con las propias imágenes que se van fabricando con la lectura; lector en complicidad con el Poeta Alí, formando un palimpsesto cambiante que oscila al ritmo de una voz ya compartida. Al menos, así se intentó honrar su poesía y celebrar su oficio en el prólogo a una enésima edición de Páramo de sueños (Fondo 2000, FCE, 1997) y en una de estas aguas del azar, que desde hace años no aspira más que a ser digno aprendizaje de su clara sombra.
Supongo también que no faltarán ahora profesionales de la crítica literaria y escritores más avezados que conmemoren los ensayos y reseñas que escribiera Chumacero, pero no quiero dejar pasar la oportunidad de celebrar que Alí tuviese las agallas de nunca retractarse o mandar corregir en sucesivas ediciones de sus reseñas reunidas bajo el título de Los momentos críticos sus opiniones o ponderaciones sobre las obras de las que escribió en su preciso momento: siendo amigo cercano de Juan Rulfo, Alí Chumacero no tuvo empacho ni vergüenza en decirle o dejar publicado que su novela Pedro Páramo no sería libro fácil ni comprensible, más bien enredado y fantasmal, y que no se debería esperar un éxito multieditado por el mundo... y quizá tenía razón, a pesar del éxito incuestionable de esa obra inmortal, traducida a todos los idiomas y releída cada año por devotos lectores de Rulfo que, bien a bien, no sabemos descifrar todos sus sortilegios... y a pesar de que el propio Alí siguió siendo amigo de Rulfo hasta el final y que, como con todos y cualquiera, divas de las letras o escritores en ciernes, mantuvo el sano recurso del humor y la ligereza de alargar las sobremesas con carcajadas y anécdotas que quedan a la espera de una edición.
Se me llenan de lágrimas los ojos. He perdido a otro maestro entre tantos profesores que da la vida y anduve retrasando con necedad y desidia la última oportunidad para visitarlo en vida. Lamento haber estado lejos y me pregunto si alguien le alcanzó a gritar ¡Torero! en el Palacio de Bellas Artes, porque Alí Chumacero se fue por la Puerta Grande como Figura del Toreo, de los pocos que sabían cómo caminarle a las embestidas de la prosa, embarcar con temple y ritmo la marea de los versos, lidiar por la cara los enredos de la trama y detectar desde el burladero a los escritores que sólo torean para el tendido y no se juegan la vida en cada tanda de páginas como naturales y en redondo, sabiendo rematar a tiempo con un punto y aparte, como larga cordobesa, así como se va Alí para que nadie olvide que la eternidad cabe en un verso.
Tambien lloro por la muerte de Antonio Alatorre, también Maestro en cada una de sus páginas y sobre todo en los muy revisitados párrafos de sus Mil y un años de la lengua española, que legó como iluminación para el lenguaje, memoria del habla en este mundo que cada vez habla más español y tanta jerigonza mancillada. También lloro por la deuda de sus estudios sobre Sor Juana Inés de la Cruz o su recopilación de sonetos inmortales o el inmenso honor de que me presentó mi primer libro en público, hipnotizando al auditorio con una anécdota de los Ejercicios Espirituales del Santuario de Atotonilco que prometo incluir en una próxima edición. Quiero respetar el deseo de Alatorre de irse de este mundo en la mayor discreción posible y por ello no alargo más párrafos sobre su valioso magisterio... pero permítaseme llorar un vacío inmenso, geográfico y generacional: con la ausencia de Juan Rulfo, Juan José Arreola, Luis González y González, José Luis Martínez y ahora, Alí Chumacero y Antonio Alatorre, el alma de quienes los conocimos en persona —discípulos, alumnos y lectores— se adolece justo en el Occidente del pecho, allí donde el corazón late en murmullos de silencio, versos intangibles y el ánimo busca sin cesar un arriero que indique caminos, un sabio que fabule encima de las desgracias, esa voz que se llama memoria y un pastor que resguarde el rebaño de las palabras, hoy que llueve tanta nube de lágrimas.
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