jueves, 5 de agosto de 2010

Montaña entrañable

5/Agosto/2010
Milenio
Jorge F. Hernández

Quienes tienen la fortuna de no limitar su querencia a la cuadrícula cerrada de las ciudades llevan en el paisaje íntimo de la memoria los contornos y la silueta que se filtra en el atardecer de los cerros o montañas inolvidables, inamovibles, incandescentes… que parecen marcadores inalcanzables de ese territorio biográfico donde nacimos. No niego el santuario intocable de los barrios, ni la salada melancolía que baña las calles de la infancia: hablo de montaña recortada entre nubes o bajo el tenue telar de las lluvias, montaña que se subió alguna única vez en la vida, montaña entrañable.

Michel de Montaigne vivió entre 1533 y 1592. Se le considera el padre del ensayo moderno y su nombre se podría traducir como el hombre-montaña. Tengo para bien todas las ocasiones en que lo recuerdo y el pretexto de estos párrafos es la reciente biografía, firmada por Sarah Bakewell y publicada en Londres bajo el sello de Chatto & Windus, bajo el título Cómo vivir: Vida de Montaigne en una sola pregunta y veinte intentos para encontrarle respuesta. En tanto se traduzca este retrato reciente, recomiendo cualesquiera de los muchos prólogos, retratos biográficos, homenajes y deudas de gratitud que existen impresos en español y, en particular, el precioso texto con el que Juan José Arreola inauguró las obras de Montaigne para la vieja editorial Porrúa. De Montaigne han escrito, en todos los idiomas, todos aquellos autores que han escalado sus párrafos como quien sale a andar por la ribera de una montaña entrañable: sin prisas, sin necesariamente ubicar la cima y mucho menos, alcanzarla. En este breve espacio hablo de él porque a menudo encuentro la pregunta entre ramilletes de dudas: “¿Qué es el ensayo?” me dicen e incluso, “¿Para qué sirve?” y “¿Porqué se llama así”?

El ensayo es el género literario que se llama precisamente así porque a Montaigne así le dio por llamar al conjunto de no pocas páginas donde, encerrado en una torre circular, virtió y convirtió en tinta sus más íntimos pensamientos, dudas, críticas, observaciones, deducciones y sentencias. Desde el principio el hombre Montaigne nos advierte que la materia de su libro es nada menos que él mismo y entre líneas, cada lector va descubriendo que la pregunta a la que responde por encima de todas se escucha en el silencio, así pasen los siglos: ¿Cómo se vive?

Los ensayos de Montaigne no son sistemáticos, sino más bien azarosos; se bifurcan en digresiones y no necesariamente tienen que seguir un plan cuadriculado de redacción mecánica. Los Ensayos de Montaigne son aleatorios, letras unidas en afán de exploración, donde la prosa divagante sigue el rumbo de humo de sus propios pensamientos. No son ensayos escritos en la penumbra del sonambulismo, sino párrafos legibles de pensamiento andante. Algo que destaca en la nueva biografía de Montaigne firmada por Sarah Bakewell es considerar al hombre Montaigne no como un escritor perdido en la noche de los tiempos, sino como un contemporáneo que dialoga lo mismo con Voltaire que con Robert Louis Stevenson o Jorge Luis Borges o cualesquiera de los lectores que hoy mismo, aprovechando la madrugada, tengamos a bien visitarlo en medio de una reflexión ya sobre la educación de los hijos o sobre el universo que se encierra en el pulgar de nuestra mano derecha. Será Montaigne, como dijo William Hazlitt, “el primero que tuvo el valor de firmar como autor lo que pensaba y sentía como hombre” y quizá la clave-guía para entender ese valiente ejercicio que leemos intacto el día de hoy –en medio de tantos escritores que firman hipócritamente párrafos en los que no creen y páginas que no profesan—se debe a la sana perogrullada de enarbolar un íntimo escepticismo.

Montaigne el que duda y porque duda, escribe. Montaigne el estoico que no toma partido, pura acatalepsia convencida de que ante una disyuntiva tanto los argumentos a favor como la argumentación en contra pueden tener el mismo peso y valor; por ende, mejor apartarse y contemplar el hecho, describirlo sin tener que tomar partido. Por ende, Montaigne ajeno a la vociferación o la ponderación pontificada que tanta saliva destila entre los que creen que siempre tienen la razón. “Otros forman al Hombre”, escribió Montaigne, “Yo rindo doy cuenta de un Hombre y trazo un retrato particular de uno entre muchos, bastante malformado, y que (de poder) intentaría realmente hacerse diferente a quién es”. Habla de él mismo y quien lo lee descubre que las valiosas páginas de sus ensayos no son más que la ardua reconciliación consigo mismo, trazando bajo el lema “¿Qué sé yo?” un sendero abierto de caminos siempre por recorrer, incluso cuando las vías parecen ya conocidas por instinto.

Sirvan estos párrafos para una ascensión: que todo lector que ya conoce o cree conocer las páginas de Montaigne recuerde con una nueva lectura los confines y perfiles de esa prosa entrañable; que todo lector que aún no recorre esa ribera de pensamiento y memoria, asuma la tranquila caminata de leerlo. Se confirmará que cada vez que se lee algún ensayo de Montaigne parecería que se lee por vez primera; se filtrará en la memoria la imagen intacta del paisaje más callado de nuestro propio pensamiento y aparecerá en algún momento del silencio el susurro de una conciencia que mantenemos hipnotizada, ocupada en tantos menesteres y muchos ruidos: la voz que nos recuerda que no tenemos por qué creerle a todo el mundo todo lo que nos dicen o dictan, sino volver a confiar en lo que sentimos y pensamos nosotros mismos; la voz que nos divide a las claras una primera tajada entre lo bueno y lo malo, lo bello y lo horrendo, lo verdadero y lo falso; la voz que puede reconfortarnos en medio de tantas desgracias, decisiones pendientes y vidas que se postergan como si fuesen pendientes en una oficina de sellos burocráticos. Esa voz es la que cada escritor escucha en sí mismo al leer los ensayos de Montaigne: la voz que escuchan los demás cuando hablamos, la que evocamos en los sueños cuando parece que nos habla el Otro… la voz que acompaña los pasos al subir de vez en cuando una montaña entrañable.

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