El Universal
A 90 años exactos de la llegada de José Vasconcelos a la Rectoría de la Universidad Nacional, la preocupación central de los editores, los escritores, los profesores, los funcionarios encargados de gestionar asuntos de educación y cultura en México, sigue siendo que haya más lectores.
Esta semana estuve en una presentación de libro en la que el Secretario de Educación Pública comenzó su participación reconociendo, con sorpresivo realismo, que es en ese empeño en el que más rumbosamente han fallado las sucesivas administraciones del Estado nacional moderno.
Los 90 años de experiencia y conocimiento acumulados desde el momento en que Vasconcelos se propuso un primer gesto de colonización masiva de la forma de pasar el tiempo libre de los mexicanos, mediante la edición masiva de clásicos griegos y latinos, ha modificado hasta cierto punto -aunque no el deseable- los hábitos de entretenimiento de los ciudadanos de a pie: no leemos como alemanes o ingleses, pero nuestro mercado de libros es correspondiente por primera vez a nuestra aportación demográfica a la lengua. Los que nos dedicamos a cosas editoriales seguimos teniendo pesadillas con el promedio fatídico de 2.5 libros al año por lector, pero la encuesta Nacional de Lectura en que basamos ese mal sueño ha envejecido: García Canclini ha hecho notar, por ejemplo, que, por el año en que fue hecha, no midió los hábitos de lectura en Internet, que tal vez supongan hoy el mayor porcentaje de lectoría en el país.
Y hay otros signos: la industria editorial mexicana ha dejado de ser artesanal y empírica; ya no depende de los cerebros fugados de países que sufrieron el maltrato de la Historia; representa un ecosistema muy saludable en el sentido de que es diversa a pesar de las desdichas que supone el problema de distribuir libros en México: la Feria del Libro Independiente de este año aglutinó a 50 editoriales, muchas de las cuales compiten en su campo de especialidad honrosamente contra los grupos trasnacionales que tanto temíamos hasta hace pocos años. Y es esa industria editorial independiente la que trae al canon por el cuello: los escritores y los lectores duros hace años que abandonaron, en general, a los trasatlánticos del libro para buscar sus lecturas entre sellos -locales y extranjeros- que se mueven a vela: Yuri Herrera publica en Periférica, Emiliano Monge en Sexto Piso, los libros de Gonzalo M. Tavares o Rodrigo Rey Rosa nos llegan a través de Almadía -para señalar poquísimos ejemplos.
Pero la pregunta persiste: ¿Todo esto para qué? ¿De qué nos va a salvar leer? El poder de la lectura, desde la masificación de la industria editorial a principios del siglo XIX, es discreto pero preciso: leer no hace millonario a nadie, pero sí reivindica a una clase media que es el garante de estabilidad en los países; nadie se ha vuelto mejor porque leía, pero una visión crítica de la realidad sí aumenta los puntos de vista a partir de los cuales se pueden administrar los recursos morales propios de una manera más inteligente; la lectura no garantiza la civilidad, pero sí gramaticaliza al mundo: le impone jerarquías útiles; la lectura no nos hace más libres, pero sí afirma los valores ilustrados que fortalecen la sensación de ciudadanía del que emana nuestra voluntad de ser soberanos en lo privado y tolerantes en lo público. La lectura, en fin, no desemboca en una persona buena, pero sí en un buen ciudadano.
Leer novelas -si debería yo ser específico sobre mi oficio- es importantente porque por la vía positiva o por la negativa, una ficción es siempre un relato moral: una historia en que existe un correlato entre acto y responsabilidad. Lo que se cuenta está ordenado y eso implica la puesta en el centro de los valores liberales -tan de bajada en un país que, como el nuestro, libra una sorda guerra civil-: el que las lee reconoce la importancia de la igualdad de oportunidades, de la libertad cívica o del sostenimiento de un régimen legal vigoroso, porque de lo que se tratan las novelas es de lo humano a pesar de la variedad y la diferencia.
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