Suplemento Laberinto
En A noite (Caminho, 1979) la obra de teatro de José Saramago, que se desarrolla en la madrugada del 24 al 25 de abril de 1974, los trabajadores del periódico van cobrando conciencia de que no pueden estar al servicio del fascismo y al final de la obra, en contra de la dirección del diario, hacen andar la rotativa que va a imprimir la noticia del golpe de Estado (la similitud con Sostiene Pereira de Tabucchi —1994— es tan grande que la idea de plagio se asoma). Esa conciencia social acompañó, a veces para bien y otras para mal, la literatura de José Saramago.
En Cuadernos de Lanzarote (en su edición en español, que incluye sólo los tres primeros tomos), Saramago nos cuenta: “Lo imposible continúa aconteciendo. En la novela Jazz de Toni Morrison hay un personaje que mata a la mujer a quien amaba. Por amarla demasiado, explicó. Parece absurdo, pero los novelistas son así, ya no saben qué más inventar para captar la fatigada atención de los lectores. Esas cosas, en la vida, no suceden”.
Los dos comentarios anteriores vienen a cuento para el análisis de la obra del escritor portugués. La conciencia social es buena en términos políticos, por supuesto; en términos literarios puede ayudar a la obra o lo contrario. Por ejemplo, Capitanes de arena de Jorge Amado es una buena novela sobre la condición marginal de los jóvenes de la playa, libro prohibido que se convirtió en un estandarte, pero Los subterráneos de la libertad, del propio Amado, no pasó de ser un panfleto ilegible. No pretendo cuestionar la ideología política del escritor portugués —con quien comparto algunas de sus causas—, sino preguntarnos si esa conciencia social atenta contra sus obras literarias.
La dura crítica que hace Saramago sobre Toni Morrison no la aplicó a muchas de sus obras, especialmente las escritas en sus últimos años, que se convirtieron en grandes alegorías, a costa de la verosimilitud literaria.
En cambio, sus mejores novelas, El año de la muerte de Ricardo Reis y Memorial del convento, están ancladas en la realidad. En la primera, en una realidad literaria. La fantasía que mantiene con vida a los heterónimos después de la muerte de Fernando Pessoa se fundamenta en el brillante juego literario que propuso el gran poeta portugués. Y cada página de Memorial del convento parece reconstruir la difícil edificación del convento de Mafra, con personajes memorables como Bartolomeu de Gusmão —precursor de la aeronáutica, y Blimunda Sietesoles, la vidente (basada en el personaje real de la Senhora Pedegache, médium portuguesa del siglo XVIII). Por su parte, El evangelio según Jesucristo humaniza su figura —uniéndose a Cristo de nuevo crucificado de Nikos Katzantzakis y a El maestro y Margarita, de Mijail Bulgakov, que también describen a Jesús con las virtudes y defectos de cualquier ser humano—. Son novelas excelentes, a las que agregaría Historia del cerco de Lisboa y el Manual de pintura y caligrafía.
Sin embargo, en otras novelas la verosimilitud literaria no le importa al autor portugués. En ellas, Saramago crea alegorías que le permiten exponer su visión del mundo y de la vida, al tiempo que alecciona a sus lectores sobre la ceguera de nuestra civilización, los daños de la globalización, la importancia del voto, etc. Para hacerlo, el narrador/autor interviene a cada rato. Milán Kundera lo hace para plantear preguntas que no responde porque no conoce las respuestas. Saramago, en cambio, se interroga para abrir la posibilidad de darnos una respuesta que termina por convertirse en una homilía.
La figura del intelectual que opina sobre la realidad política de su tiempo comenzó con Voltaire, quien desde Ferney, en la frontera de Francia y Suiza, blandía su libertad de expresión como una espada florentina pero estaba listo para traspasar la frontera si veía venir represalias. Pero fue Emilio Zola quien se convirtió en el primer novelista cuyas opiniones en defensa de causas públicas desde la tribuna y no desde la obra literaria fueron tomadas en cuenta por toda la sociedad, al escribir su famoso ensayo “Yo acuso”, denunciando la injusticia contra el teniente Dreyfus. Por supuesto, no estoy en contra de la participación en los foros públicos de los escritores; bienvenida sea, pero es conveniente detectar cuándo las posiciones políticas del escritor comprometido quedan por encima de sus obras.
Como verá el lector, mi posición ante la obra de Saramago es ambivalente, porque así es su obra. Me queda claro que no es posible separar la figura pública y al luchador social del novelista. Es evidente que su defensa de ciertas causas políticas en todo el mundo, incluyendo nuestro país, crearon para él una tribuna que potenció el valor de su obra y lo llevó a obtener el Premio Nobel de Literatura. Creo que su literatura es digna de ese premio, aunque valdría la pena preguntarse si no lo merecía más Antonio Lobo Antunes.
Memorial del convento, Historia del cerco de Lisboa, El evangelio según Jesucristo y El año de la muerte de Ricardo Reis cumplen con lo que decía Kundera: son novelas más inteligentes que su autor. Otras, sin embargo, son novelas menos inteligentes que Saramago, que las construye con la intención evidente de difundir un mensaje. Y como decía Bioy, en su libro sobre Borges, citando a Hemingway: “Cuando tengo que dar un mensaje, voy al correo”.
En suma, esta necesidad de que la literatura no rompa sus vínculos con lo real y por tanto no amenace la verosimilitud —que tanto defendió Saramago en su comentario sobre Morrison— fue hecha a un lado por el novelista portugués como consecuencia de su irresistible impulso vital de crear conciencia, a partir de la profunda convicción de que su visión era la verdadera. En el prólogo a su libro Folhas políticas (Caminho, 1999), Saramago escribe: “Creo que estas Hojas políticas, de cuya honradez cívica no reconozco a nadie el derecho de dudar, llevan dentro verdades suficientes para que sean capaces de defenderse solas, sin ayuda. Ni siquiera la mía”. El escritor que en sus novelas critica a aquellos que hablan desde la certidumbre, asume sus palabras políticas como verdad y no acepta el derecho a la duda.
La voluntad de aleccionarnos moralmente es un lastre que pesa mucho en las últimas obras de Saramago, en las que nos trata de convencer. Convencer es tarea de predicadores no de novelistas. La novela, como afirma Milán Kundera en su discurso al recibir el Premio Jerusalén, es el espacio donde se muestra la pluralidad de lo humano: “Es precisamente al perder la certidumbre de la verdad cuando el hombre se convierte en individuo. La novela es el paraíso imaginario de los individuos. Es el territorio en el que nadie es poseedor de la verdad, ni Ana ni Karenin, pero en el que todos tienen derecho a ser comprendidos, tanto Ana como Karenin”.
El problema es que en buena parte de las obras de Saramago esa “pluralidad” tiene los dados cargados y nos muestra un universo de buenos y malos. Ese maniqueísmo es un veneno corrosivo para la calidad literaria de una novela y no tiene antídoto. Si bien reconozco que es autor de algunas novelas memorables, creo que, que en el caso de José Saramago, el predicador terminó por ganarle la partida al novelista.
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