Nexos
Eliseo Alberto
Una ventana. Necesito tener delante una ventana para sentarme a escribir. Prefiero hacerlo temprano, aún a oscuras —sobre todo si estoy trabajando en una nueva novela. Los amaneceres me tientan más que los crepúsculos. Suelo llegar cansado al atardecer, con la mirada fastidiada por las malas noticias del día y con un saco de palabras vagas al hombro: voces de piedra, vocablos rocosos, adverbios derretidos. A la noche, sólo tengo fuerzas para decir sí. “No tomes decisiones por las noches”, me aconsejaba mi abuela paterna, que era una anciana sabia y sorda. Cada ventana es, para mí, como una pantalla de cine donde voy proyectando obsesiones, una a una. Hay algo en el paisaje citadino que me seduce, me tranquiliza. Tal vez sean las otras ventanas, siempre cerradas a esa hora. ¿Quiénes viven detrás de aquella persiana? ¿Estarán dormidos o desvelados? ¿Se aman? ¿Qué desayunan? ¿Verán mi lamparita encendida en el cuarto piso del edifico azul, el de los balcones largos? ¿Mi silueta encorvada, a contraluz, la candelilla del cigarro, mis bostezos? Jamás pienso en las respuestas: sólo formulo las preguntas —que se van disolviendo en el ascendente humo del tabaco. Hago café negro, caliente. Me abriga el silencio de mis vecinos. Repaso los titulares de los periódicos, gracias a internet. Las frívolas crónicas de la farándula van acomodándome, preparándome de atrás hacia delante, de la risa a la mueca, hasta que comienzan a estallar los bombazos de primera plana (en El Edén y en mi terraza) y ruedan los cráneos humanos por los boliches de Michoacán (rebotando entre mis macetas de flores) y se desprenden tajadas de Polo Norte en la descongelada nevera del Planeta y salta, corre, vuela, huye, deserta, escapa el último o penúltimo o antepenúltimo guepardo de la Humanidad, perseguido por un cazador desconocido que acabo siendo yo mismo —al apagar mi tercer cigarro de sobrevida. Sólo entonces me siento a escribir.
Escribo. Mis personajes acuden al llamado: son altivos y obedientes. Algunos vienen desnudos, temblando de frío; otros se atornillan sus cabezas en las tuercas del cuello o mascan panes viejos: también son criaturas en peligro de extinción, como el veloz y mudo guepardo, que nunca aprendió a rugir. Han pasado la noche en el disco duro de mi computadora o en el borrador de su novela, que ya no es tan mía o sólo mía sino también de ellos, que me dictan la historia. Yo no entiendo una novela sin personajes memorables, singulares, lo cual no quiere decir que no disfrute con la lectura de libros herméticos, difíciles, de erudita hondura, donde la palabra misma es la protagonista principal de la trama, de tal manera que el autor acaba atrapándonos en sus redes de oraciones bien tejidas: insecto en telaraña. Los disfruto como lector pero no los redacto. Yo necesito tener a mi lado una tropa de seres malolientes gozadores dadivosos atomistas intrigantes virulentos pitonisas mercenarios panteístas aprendices presumidos caraduras altaneros botarates criticones lechuguinos alfeñiques proxenetas vitalicios prestamistas gillipollas litigantes anarquistas comunistas vocalistas papanatas holgazanes perspicaces delirantes cometrapos atorrantes remolones nauseabundos dictadores cabecillas asesinos ventajistas vergonzosos casasolas pelagatos adivinos vendepatrias ermitaños mandamases meretrices prostitutas vivarachos mataperros fatalistas vacilantes clericales demagogos miserables circunspectos testarudos cascarrabias buscavidas burlamuertes compañeros compatriotas ¿ciudadanos o animales? Ellos, mi manada, van conmigo a todas partes. Me acompañan durante un tramo del camino: me cuentan sus vidas en intensas y no siempre amenas confesiones. Les creo verdades y mentiras, sin distingos —que a fin de cuentas, todo cuenta: la realidad y la fantasía, lo evidente y lo oculto, lo legal y lo prohibido, el resplandor y lo sombrío, el valor y el miedo, la bilis y los suspiros. Antes, hace siete novelas atrás, todos eran cubanos, habaneros y habaneras. Será acaso que yo también lo era. Con el tiempo, y el exilio, fueron tirando las banderolas y (despeinados, hambrientos) tocaron a mi puerta rusas pianistas e italianos tenores, españoles marineros, mexicanos extraviados, un búlgaro con su contrabajo, gringos pacifistas, mendigos bolivianos, y puestos a hablar nos entendimos por señas, en extraño lenguaje de mudos. Me gusta escucharlos con atención, seguir el hilo de sus aventuras. Y si se dejan, si me dejan, prestarles mi silencio o mi discurso. En verdad, todo sucede mientras sueño: desde allí los voy conociendo. Luego desaparecen, se van a lo suyo, a sus guaridas —cementerios de elefantes. Agujero negro en el cosmos de una página en blanco: una salpicadura de tinta. Sombras risueñas, en retirada. Me dejan molido, vacío, más solo que nunca. Los extraño. Los busco desde mi ventana y sólo encuentro a mis vecinos, que se van avivando, recién se despabila la mañana. Se encienden las claraboyas de los baños, las luciérnagas de los tragaluces. Las noticias. Por el cristal cruza el destello de un guepardo. Así escribo: me cazo.
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