Suplemento Laberinto
Dilemas de la lectura, disyuntivas de la vida
Leer es tan sólo una posibilidad, entre muchas otras, de conseguir el gozo. Y leer libros es una experiencia aún más específica y, de algún modo, restringida, porque la lectura de libros puede llegar a ser excluyente de otro tipo de placeres.
En cuestión de placeres y necesidades, hay quienes, al margen de la cultura libresca, “alimentan otro amor y lo viven de una manera absolutamente exclusiva”, como atinadamente sostiene Daniel Pennac en Como una novela.
En sus Crónicas de la ultramodernidad, José Antonio Marina nos recuerda algo que escribió Gracián: “De nada vale que el entendimiento se adelante, si el corazón se queda”, lo cual le da oportunidad a Marina para la siguiente reflexión: “La idea de inteligencia que nuestra cultura está manejando desde hace siglos nos está pasando la factura. Pensar que resolver ecuaciones diferenciales es una demostración más clara de inteligencia que organizar una familia feliz, es una insensatez, y además una insensatez peligrosa”.
Para el caso que nos ocupa, el de los libros y la lectura, siguiendo la reflexión de Marina yo añadiría que pensar que leer muchos libros y convertirnos en eruditos y aun en bibliotecas ambulantes, pero sin que ello se refleje en humanidad, humildad, comprensión, tolerancia, respeto hacia los demás y armonía con el medio, no nos confiere ninguna ventaja sobre los que no leen y, por el contrario, puede constituir una insensatez más dentro del gran catálogo de nuestras insensateces. Y lo peor es que, en este caso, tal insensatez sería generada por nuestro pobre concepto de cultura que con frecuencia consideramos infalible e inatacable.
Los muy leídos pueden ser también, y con frecuencia, muy pedantes y muy despectivos, por lo mismo, muy brutos, pero con un agravante escandaloso: todos los libros que han leído no les han servido en absoluto para hacerse más humanos, sino más ajenos a la humanidad, pues mientras más anatematicemos y animalicemos a los que no leen, más nos apartamos no de la manada (como, cándidamente, suponemos), sino de la sensibilidad y de la inteligencia.
Pongo un ejemplo específico: cierto lector, de Aguascalientes, me envía un correo electrónico y me refiere que, en el condominio donde habita, padece a un vecino egoísta, pendenciero, malhablado, agresivo y ofensivo en muchos sentidos, pero asiduo lector de grandes autores. Conoce a Pessoa y a Joyce. Ha leído a Homero y a Dante. No le son ajenos ni Platón ni Sartre, y desgrana continuamente citas y referencias de Walter Benjamin, George Steiner, Francis Bacon, Theodor W. Adorno, Jacques Derrida y Jürgen Habermas. ¿De qué le ha servido leer? La fácil ironía nos dice que Habermas no le ha enseñado a ver más y que Adorno tan sólo le ha servido de adorno.
¿En qué se nota que este cultivado patán sea mejor persona, comparado con los patanes que no leen? No podemos afirmar que sea más inteligente, porque la inteligencia no le sirve para comprender y distinguir mejor. No podemos decir tampoco que, gracias a los libros, haya conseguido refinar su espíritu, pues un espíritu refinado no se permitiría —encaramado en el pedestal de la arrogancia letrada— el desprecio y la ofensa a los que juzga inferiores por no haber leído lo mismo que él.
¿En qué se nota la mejoría de este lector irascible y presuntuoso? No se nota, y no se puede notar porque el asunto de la mejoría humana no tiene que ver únicamente con la acumulación de libros y letra impresa, sino con la forma inteligente en la que integramos la información y el conocimiento en nuestras vidas. La lectura de libros, por sí misma, no puede garantizarnos una mejor ciudadanía; lo que es más, nunca nos lo garantiza. Y, pese a todo, bajo una lógica culturalista, el patán analfabeto tiene al menos, en su ignorancia, una ligera disculpa que no podemos conceder fácilmente al patán cultivado.
Harold Bloom ya lo había dicho, de modo extraordinario, y José Antonio Marina lo reitera: “Acierta Harold Bloom cuando en El canon occidental se encrespa contra los que creen que la buena literatura mejora a alguien. Ni la buena poesía ni la buena matemática hacen mejor a la humanidad”. La ética, desgraciadamente, no siempre acompaña a la estética. Y, en los centros escolares, podemos sacar las más altas calificaciones en Civismo y ser, al mismo tiempo, personas sin asomo de civilidad.
Al entrar a este sendero, todas las cosas se vuelven más difíciles de comunicar y entender, porque hacen acto de aparición no sólo las dudas, sino también (¡y con qué frecuencia!), los dogmas, las creencias, las ideas recibidas y nunca examinadas, los fundamentalismos con ropaje democrático y, por supuesto, los prejuicios y las certidumbres morales.
He ahí que no faltan los que aseguran que es mejor un criminal culto que uno inculto; un asesino refinado que uno extremadamente bruto. Y este es el preciso punto en el que los desacuerdos llevan incluso al ejercicio de la gritería, el manotazo en la mesa, la descalificación y el insulto, porque a todo el mundo le parece que es bonito tener la razón; o dicho de otro modo: casi todo el mundo cree que estar equivocado es algo horrible y humillante, y por ello todos nos esforzamos en ganar una discusión, echando mano de cualquier tipo de argumento que esté a nuestro alcance, aun si en nuestro fuero interno no estamos del todo convencidos de lo que afirmamos con obstinación.
Dice Bloom: “Leer a fondo el canon no nos hará mejores o peores personas, ciudadanos más útiles o dañinos. El diálogo de la mente consigo misma no es primordialmente una realidad social. Lo único que el canon occidental puede provocar es que utilicemos adecuadamente nuestra soledad, esa soledad que, en su forma última, no es sino la confrontación con nuestra propia mortalidad”. En otras palabras y, con un ejemplo preciso, “Shakespeare no nos hará mejores, tampoco nos hará peores, pero puede que nos enseñe a oírnos cuando hablamos con nosotros mismos. De manera consiguiente, puede que nos enseñe a aceptar el cambio, en nosotros y en los demás”.
Para un optimista escéptico, leer libros puede notarse, pero, por lo general, el que lo nota es el mismo que lee, y sólo lo puede notar respecto de su propia intimidad. Y ello puede ser para bien o para mal: para sentirse integrado a la humanidad o para saberse disgregado del mundo. Otra vez, cito a Pennac: “¿La lectura, acto de comunicación? ¡Otra graciosa broma de los comentaristas! Lo que leemos, lo callamos. Las más de las veces conservamos el placer del libro leído en el secreto de nuestra celosía”.
Por todo ello, tenemos derecho a desconfiar de los que todo el tiempo están parloteando sobre lo leído tratando de apantallar al respetable con el cada vez más ubicuo jueguito de las opiniones sabias.
Vivir fuera de la página, leer al margen de los libros
El asunto de la lectura es algo que nos interesa a algunos desde diversas perspectivas y no hay una sola vía exclusiva y excluyente para decir algo sobre el tema. A mi juicio, lo peor que puede haber en este ámbito es el dogma y el fundamentalismo, que también los hay cultos disfrazados de entendimiento, cuando en realidad son tenacidades irracionales que no osan decir su nombre: son los “fundamentalismos democráticos” a los que se refiere, tan atinadamente, Juan Luis Cebrián y que, en el caso de la lectura, tienen que ver con el imperativo de leer y la utilización de determinados métodos, técnicas y adiestramientos.
El concepto de lectura ha cambiado radicalmente y tenemos que ser abiertos a esta circunstancia. Leer ya no es sólo asunto de leer libros en soporte tradicional. Hay tantas lecturas como medios y soportes, y hay tantas formas de leer como lectores existen. Los lectores de hoy, sobre todo los adolescentes y jóvenes del chat, el blog, el iPod, el twitter, etcétera, se parecen tanto a los lectores de los siglos XIX y XX como se podrían parecer el automóvil Ford T 1908 (que, para arrancarlo, había que darle cran con manivela) y el reciente Ferrari aerodinámico y computarizado.
Los lectores y las lecturas han cambiado. Y esto ni es malo ni es bueno. Es sólo un hecho real. Si los dinosaurios desaparecieron es porque ya no podían vivir más. Entonces, no lo lamentemos: las especies se transforman, se adaptan o se extinguen. Es una ley natural. Y la nueva especie de lector está adaptada a su medio y a su condición, y esto no quiere decir que sea inferior a la especie de lector desaparecida o en vías de extinción, porque en tal caso tendríamos que concluir que el Ford 1908 era mejor que el Ferrari F430 y que el megalosaurus era mejor que el cocodrilo. Si alguien pensara así, ¿podría realmente explicar en qué eran mejores? Lo cierto es que el Ford 1908 está en los museos y el nuevo Ferrari en las calles y autopistas, y que del megalosaurus sólo quedan sus huesos en los museos de historia natural, mientras que el cocodrilo sigue feliz de la vida en los ríos y pantanos.
Sólo hay una realidad: la que vivimos todos los días, y lo demás es información que sólo es útil y relevante si sabemos cómo usarla para transformarla en conocimiento que nos ayude a vivir mejor y, quizá, a ser un poco menos aburridos, más satisfechos. Montaigne dijo: “Podemos lamentar no vivir en tiempos mejores, pero no podemos huir del presente”.
En la historia natural, hubo un periodo en el que los mamíferos coexistieron con los grandes reptiles que habían sobrevivido a los cambios climatológicos, así también hoy coexistimos los lectodinosaurios con los nuevos lectores del mundo electrónico. Y no sólo esto: para no perecer, las viejas especies deben adaptarse, transformarse y adecuarse al medio: muchos de nosotros ya somos lectores híbridos (del libro tradicional y de la computadora), porque sabemos que lo importante no es el soporte sino lo que soporta; no el libro como objeto, sino su contenido.
Y, como dicen los sabios japoneses: si algo desaparece es porque a cambio surge algo mejor. Esta anécdota, que me encanta, la refiere el bibliotecario, ensayista e investigador francés Michel Melot, quien fuera presidente del Consejo Superior de Bibliotecas de Francia entre 1993 y 1996, así como director de la famosa Biblioteca Pública de Información del Centro Georges Pompidou, en París. Explica:
Al discutir de la muerte del libro con historiadores japoneses, tuve la sorpresa de verlos sonreír, y, cuando les pregunté si este miedo también se manifestaba entre ellos, me contestaron que esa era una curiosidad occidental. El libro, para ellos, no tenía ningún carácter obligatorio, y si algún día acabara por desaparecer, eso sería porque se habría descubierto algo mejor.
En un exceso de “irracionalismo inteligente”, distorsionamos el concepto de lectura atribuyéndole valores positivos sólo si está vinculado al libro tradicional (sea en papel o escaneado en la pantalla). Nulificamos la universalidad del verbo leer si sólo aplicamos su acción a este tipo de bibliografía canónica. Bajo este falso criterio, todo lo que no sea Libro es basura.
Sin embargo, nadie que aplique la racionalidad inteligente hace abuso de la terminología cuando llama libro al texto digital y al documento electrónico. Lo importante de una botella es su contenido, no la botella o, para decirlo más claramente, si el contenido de una botella no es algo útil o grato, lo único que nos queda es una botella vacía. Lo mismo ocurre con el libro, ya sea en papel o en otro soporte. Si bien los códex y los rollos, los pergaminos y las tablillas sumerias no eran exactamente libros, cumplían la misma función de los libros: transmitir el pensamiento y la emoción. El medio no es el fin; es sólo un instrumento.
Así como, a lo largo de los años y con el descubrimiento de nuevas tecnologías, el objeto libro ha cambiado en su forma, aunque no en su esencia, asimismo los lectores y las formas de leer se han ido modificando hasta dejar atrás las imágenes y los arquetipos de los antiguos lectores y las formas primarias de leer.
Hoy, un lector no es únicamente el que lee libros en papel o, solamente, el que frecuenta la bibliografía canónica. El canon no es más el canon, o bien, para decirlo con otro fácil juego de palabras, el canon occidental se ha convertido en el canon accidental: lo que cada quien defiende como su presente y su porvenir en la lectura. Para decirlo con Armando Petrucci, una gran cantidad de lectores rechaza el intervencionismo estatal y el autoritarismo cultural y lee lo que se le pega la gana, sin que esto signifique realmente un peligro para la lectura, pues “hasta que dure la actividad de producir textos a través de la escritura (en cualquiera de sus formas), seguirá existiendo la actividad de leerlos, al menos en alguna proporción (sea máxima o mínima) de la población mundial”.
Petrucci nos recuerda lo que alguna vez escribió Hans Magnus Enzensberger y que, con bastante frecuencia, suelen pasar por alto los proselitistas coercitivos del libro: “El lector tiene siempre razón y nadie le puede arrebatar la libertad de hacer de un texto el uso que quiera”, incluidos, entre estos usos, el de la reelaboración y el rechazo.
El discurso omnipresente que tiene como ejes únicos al libro en papel y al canon literario, ha fracasado en su obstinado proselitismo, más político que educativo y cultural, porque, contra toda evidencia, se ha propuesto ignorar que fuera de los libros también hay lectores. En resumidas cuentas su fracaso se debe a que ha confundido el fin con el medio; el valor instrumental con el valor final. Lo mismo activistas independientes que promotores institucionales, convencidos de la importancia de la lectura, siguen hoy sin saber que lo fundamental no es el libro sino lo que contienen y suscitan los libros y los textos en general, sean estos en papel o en cualquier otro soporte.
¿Puede cambiar nuestro destino algo que no sea un libro? Puede, ciertamente. ¿Por qué, entonces, insistimos tanto en que lo importante es el libro y no lo que suscita? Porque no hemos comprendido una cosa simplísima que, de no ser por nuestra necedad, tendría que ser evidente: que lo mejor de una botella de vino es el vino y no la botella, y porque hay algo aún más absurdo en nuestra arrogancia revestida de inteligencia culta: que, como lo dijo Pennac, un libro puede alterar profundamente nuestra conciencia, y sin embargo ello no impedir que “el mundo siga de mal en peor”, dejándonos, literalmente, sin palabras. Y, en tal caso, el silencio es bueno o, por lo menos, necesario, “salvo, claro está, para los fabricantes de frases del poder cultural”; esos que son capaces de decir que sólo con el libro se es libre. En tal caso, más vale guardar silencio.
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