jueves, 7 de enero de 2010

Así escribo (Francisco Hinojosa)

Enero del 2009
Revista Nexos
Francisco Hinojosa
De cualquier manera

En total desorden. En el caos absoluto. Saltando de un texto al otro. Con fastidio cuando las musas me abandonan y con furor cuando me visitan. Todos los días. Por las mañanas, por las tardes, por las noches y, con la ayuda no infrecuente del insomnio, por las madrugadas. En silencio de preferencia. Aunque de vez en cuando, según qué escriba, con música: salsa, rock, Mozart, jazz, blues y, una vez, juro que una sola, Los Tigres del Norte. Nunca con mariachi. Con café, jugo o té antes de las doce.

Con cerveza cuando ya el juego es legal. Con un libro al lado que me empuje a escribir y me guíe por el buen camino (tengo muchos, además de Borges). Entre revisadas constantes al @gmail, telefonazos y todo tipo de interrupciones. En mi lugar de trabajo o en cuartos de hotel y aeropuertos. Nunca a mano. Tampoco con máquina de escribir. Casi siempre con risas y a veces, de plano, a carcajadas. Antes de ir al súper o al banco y también después. Sin ganas o con muchas. De los niños a los adultos, del cuento al ensayo, de la poesía a las cartas, del pastiche al experimento. A quince palabras por minuto o a cinco por hora. A pedradas, a latigazos. Pensando en un amor imposible, en una deuda que tengo o en el menú del día. Con la emoción de un encuentro, con la decepción de una mala comida, con certidumbres, con dudas. De cada tanto con coraje (hoy fue con mucha furia). Con la vida rota o con esperanzas. Después de un abrazo o antes de un beso. Sin saber por dónde comenzar o cómo seguir. Deshabitado, inseguro, nervioso, como cable eléctrico. Y sobre todo corrigiendo sin fin, buscando cada palabra, borrando demasiado.
Cuando era joven, hubo quienes me hicieron creer que para escribir era necesario preparar el entorno que propiciara el ritual de la creación: el escritorio digno de un escritor, la escenografía libresca, los cuadros en las paredes con las fotografías de grandes autores (Kaf-ka, Melville, Baudelaire, Groucho), quizás una varita de incienso y una botella de vino, y el letrero: “Silencio: escritor en funciones”. La escritura como un ritual masturbatorio y fetichista. La escritura como efecto y no como deseo. La escritura como apuesta al hit parade y no como desplazamiento. El escritorio y la Montblanc como el escenario y el instrumento que hacen al escritor. Y luego los medios que todo lo confirman. Y al mismo tiempo la chorcha que lo reconfirma: hay que buscar la legitimidad antes que las palabras. Por eso las lecturas públicas —comprometidas con llamadas telefónicas, promesas de amistad perdurable y correos electrónicos personalizados— suplen la escritura con la fiesta. El aplauso de pie luego de la función. Con vino de honor. De honor. Y el jaripeo en vez de la escritura. Y a veces ni siquiera jaripeo.

Hasta hace poco me sentía observado cuando le pegaba al teclado: escribía bajo vigilancia. Especialmente al escribir para niños. Tenía objetos que me miraban y me obligaban: el libro que me regaló la niña Elisa en Medellín, un alfiletero que me dio Lucero, que vive en la Portales, dibujos, muchos dibujos, cartas, muchas cartas, un pisapapeles que deja caer nieve, muñecas, una piedra, fotografías, un luchador de plástico…: esos objetos que tienen nombre y rostro y que ahora viven momentáneamente en una bodega, en lo que vuelven a encontrar casa, siguen exigiéndome. Y así escribía: con testigos, con un tribunal que castiga cuando se traicionan los principios, con la mirada atenta y a la vez ávida de una novedad, de algo que cambie las cosas y las haga más agradables. Escribía observado, con muchos ojos que me miraban a través de los objetos para decirme que siempre es posible mejorar. Y escribo y escribía así, con la conciencia limpia de que nunca ha habido una traición, aunque me haya equivocado tantas y tantas veces.

Escribo, y eso hay que hacerlo de alguna manera, cualquiera. Yo creía haber encontrado una propia, y me aferraba a ella aunque no tuviera ningún orden. O quizás creía en una rutina que me hacía estar seguro y de la que no podría prescindir. Desde hace varios meses he aprendido que escribo de cualquier manera, con sol o con lluvia, con escritorio o sin él, enamorado o con un duelo que no deja de llorar. Así escribo: conmigo mismo y con la lap top. Por ahora es suficiente. Y aunque vuelva a poblarse mi mundo de amores y extrañamientos, de objetos y nuevos rituales, sé ahora que para escribir no necesito más. Y si la lap top se pierde o me abandona, regresaré al lápiz y la hoja en blanco.

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