lunes, 26 de octubre de 2009

Páginas sin papel

2009-10-26
Milenio
Xavier Velasco

La máquina de leer

Llegó en un poco menos de cuarenta horas. Venía muy bien empacado, en una caja de cartón que se dejaba abrir al jalar de una tira con la frase Once upon a time… Por más que uno lo hubiera visto de perfil en las fotos, cuesta trabajo no dejarse impresionar por su grosor y peso. Menos de un centímetro, menos de trescientos gramos. Había en la pantalla un leyenda que supuse impresa en el plástico protector, hasta que conecté el aparato a la corriente y entendí, con el pasmo de un súbito idólatra, que así era la escritura sobre la pantalla. Diáfana, por decir lo menos. Sin luz detrás. Sin brillo ni reflejo. Por alguna razón, atribuible tal vez al fetichismo propio de quien tiene en las manos su primer Kindle y sospecha que nada volverá a ser igual, hice a un lado las instrucciones de papel y me fui sobre el texto digital, toda vez que no había otro libro en la memoria y nada quería más que probar la experiencia.

Fui ajustando el tamaño de la letra y aprendiendo a exprimir el diccionario conforme me dejaba apabullar por las funciones del artefacto, hasta que resolví comprar el primer libro. Según había leído en la publicidad de amazon.com, podría bajar mi compra en no más de sesenta segundos y lanzarme a leer de inmediato, sin otra conexión que la del Kindle. Una vez que he bajado mi primer libro —dos minutos y medio, reloj en mano— descubro que hay un cargo extra por no haberlo bajado con la computadora, pero igual me consuelo calculando qué tanto habría pagado por el envío del libro físico. Qué expresión redundante: libro físico. Teóricamente, me bastaría con llamarlo libro, pero no estoy seguro de que sea lo mismo. Tampoco me acomoda la ñoñería de llamarlo e-book o libro electrónico. Es decir que me acabo de comprar un libro que no sé si es un libro, y ni siquiera acabo de asumir que es mío (la portada es horrible: plastas en gris y negro en lugar de los rojos originales). Según el contador, no he llegado siquiera al 10 % del volumen cuando me veo a merced de la maquinita, presa de alguna rara fascinación obstétrica, donde el texto se me abre como un microorganismo en un portaobjetos.

¿Soborno del demonio?

He comprado un archivo electrónico al que puedo manipular con la arbitrariedad y precisión que el papel no permite imaginar, donde nada está fijo y el número de folio ha sido reemplazado por una cifra de cuatro dígitos, amén del porcentaje de texto recorrido. Si quiero consultar el diccionario, no tengo más que empujar el cursor hasta el inicio de la palabra buscada. Y si he olvidado algún detalle relativo entre lo ya leído, la máquina permite rastrear cualquier palabra o una frase a lo largo del libro entero. En segundos sabré dónde y cuándo aparece esa idea. La puedo subrayar, añadirle una nota, borrarla después. Aún bajo los efectos del resquemor, me pregunto si es sano que uno como lector tenga semejante control sobre el libro que lee, pero apenas descubro que he olvidado el significado de una siglas, me apresuro a buscarlo y en un tris ya releo el primer párrafo donde esas siglas aparecieron. Dos segundos más tarde, regreso a mi lectura. Más que servirme, temo todavía, este artilugio me va a echar a perder.

Nadie es del todo ajeno al poder corruptor de una pequeña máquina diabólica. Y he aquí que para terminar de ensimismar al tripulante, el Kindle es asimismo un reproductor de música en mp3. Sirve, por tanto, para los audiolibros. Lee, al final, todos los archivos de texto. Pues al cabo la máquina del diablo no es mucho más que un mero disco duro donde teóricamente hay espacio para unos mil quinientos libros. O menos, por supuesto, si se le cargan archivos en audio: eso mismo que antes se almacenaba en discos de vinilo negro, y hasta donde recuerdo tenía valor y precio.

Me pregunto, no bien conecto el Kindle a la computadora y atraganto de música la carpeta indicada, si de aquí a diez años el dueño de una máquina de leer encontrará sensato comprar un libro, o asumirá que son todos gratuitos y desechables, como esos cientos de canciones que ha bajado de la computadora de quién sabe quiénes y cualquier día borrará sin haber escuchado.

El papel del papel

En un principio, el Kindle funcionaba solamente en Estados Unidos. A tres días de su lanzamiento internacional, amazon.com anunciaba ya un éxito en tal modo rotundo que su precio bajó de 279 dólares a 259. Para estos momentos, ya los primeros compradores recibimos, no sin algún asombro divertido, una bonificación de veinte dólares en la tarjeta de crédito. Semejante mensaje de juego limpio no será suficiente para perder el miedo a que el librito mágico se transforme en la biblioteca del pirata, pero sin duda alcanza para amistarse más y mejor con la librería.

Escribo estas palabras a unas horas de terminar la lectura de The Killing Of Reinhard Heidrich. Más que leerlo, he peinado el libro. Fui adelante y atrás cuantas veces sentí la comezón y me rasqué cuanto me fue preciso. Fechas, nombres, operativos, batallas. Si un día quisiera consultar algún dato, me tomaría menos tiempo que un par de clicks en Google. Pienso en esta y otras ventajas evidentes, no sé si indispensables, todavía bajo el influjo de la pantalla-página con poderes digitales, pero ya abro las hojas de un libro de papel y respiro de nuevo, por más que encuentre la letra muy pequeña y el fondo amarillento. Manosear el papel me tranquiliza, pero es verdad que pronto compraré mi segundo libro electrónico, todavía bajo la vigilancia de un pelotón de suspicacias atávicas. No estoy aún seguro de hacer la misma cosa cuando leo en el Kindle que al sumergirme en un pedazo de papel, pero ya no querría renunciar a la prótesis. No sé dónde ni cómo, pero presiento que algo se acaba de romper.

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