El Universal
De pronto he tenido un presentimiento, una premonición que es al mismo tiempo conciencia del pasado y aceptación de un destino inevitable. Dentro de 20 años (entonces estaré más muerto que una medusa) abriré el periódico y me encontraré exactamente con las mismas noticias de esta mañana: los mismos criminales, la misma basura mediática, el presidente comprometido, la pobreza de siempre. Y entonces habrá un ingenuo que se rebelará y concebirá la idea de un futuro menos desastroso. Veinte años después este hombre ingenuo leerá el periódico y un presentimiento lo dejará perplejo. Tendrá la sensación de ser un barco encallado que jamás volverá a navegar y se preguntará si en verdad es posible no ser lo que se es. La respuesta que se dará a si mismo lo dejará insatisfecho porque ningún buen argumento es capaz de paliar la angustia que provoca ser una víctima más de la estupidez y el tiempo: acaso el matrimonio —tiempo y estupidez— más cruel de todos los que se han formado sobre la tierra.
La conciencia de haber sido engañado comienza a incubarse demasiado pronto, basta leer un periódico, mirarse al espejo u observar las primeras arrugas de una mujer hermosa: es ésta una comparación demasiado osada e incluso timorata porque la belleza es la debilidad del tiempo, su equivocación y su huella más honrada. Por el contrario, los periódicos o noticieros parecen ser una prueba de la inmovilidad a la que nos condena el estar vivos. Exagero, como es mi costumbre, pero me consuela pensar que la escritura es justo la exageración de los simios, su afán de ser distintos al resto de los seres. La escritura es condena y privilegio de los que dudan (extraña manera de dudar la de imprimir símbolos en los papeles).
Me es bastante complicado, se los confieso, separar mis habilidades personales del mundo en el que éstas se expresan (mi deber y mi ser se confunden entre sí como abominables siameses) y mi sentido de la justicia (equivocado, por supuesto) no me deja dormir en paz. Sin embargo, las noticias cotidianas son un antídoto incomparable contra la rebelión y una muestra de que el pasado no se ha marchará nunca. Y la frase de Voltaire vuelve a resonar en mi cabeza: “Nadie ha encontrado ni encontrará jamás”. ¿Es conveniente pensar de este modo cuando todavía me quedan varios años de vida? Claro que no, concebir las cosas así es entregarse a una tortura constante y renunciar a ese mínimo entusiasmo que, para estar sanas, requieren hasta las plantas más feas.
“No te preocupes, todo va a salir mal”, estas palabras son tan consoladoras como una mujer dormida y las he puesto en práctica cada vez que me embarco en un proyecto idiota (dos palabras que a oídos de un hombre sabio significan exactamente lo mismo). Lo que menos deseo con estas declaraciones es procurarme un confort retórico o usar la literatura para hacerme el interesante. Lo que quiero es construir un principio que a lo largo de los años se imponga por su propio peso: uno se muere a ciegas. El pesimismo no es mi fuerte y en todo caso la literatura es un pretexto para hacer un poco de ruido y poner a parir a las gallinas, pero si mis palabras son capaces de decir lo que intentan decir, entonces me doy yo mismo un consejo: los idiotas ganarán la partida y lo más apropiado es buscar una butaca para celebrar su victoria. Quizás, como sospechaba Camus, el conformista es el único que ha comprendido la realidad. Y me aterra estar tan de acuerdo.
Y las noticias seguirán abriéndose paso ante nosotros: el atentado ecológico, la adolescente en calzones que hace su presentación frente a las cámaras, el líder sindical comiendo en un restaurante exclusivo, el debate entre los políticos, la desgracia en una colonia pobre, el juez que absuelve a los criminales, el secuestro de un empresario, el salvador de la patria, ¿no nos cansamos de tanta miseria? Es evidente que no: nada cambiará en los años que vienen y en la vejez, cuando abramos de nuevo el periódico, nos encontraremos que el mundo no se ha movido siquiera un par de centímetros.
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