El Universal
Casi todos los buenos libros fueron escritos antes de que yo naciera. Y cada vez que descubro a un escritor o a un pensador que me interesa ya los gusanos que se lo comieron se han reproducido por varias generaciones. Es por eso que no dejo de sentir tristeza cuando presencio los discursos de tanto atorrante queriendo convencernos de sus razones o certezas, entonces me encierro a leer los libros que escribieron los muertos y a veces encuentro vida en sus hojas. La muerte embellece las ideas, aunque sólo si éstas continúan teniendo raíces. De lo contrario el pasado se hace polvo y misterio.
En un ensayo titulado Contra las grandes palabras, Karl Popper escribió acerca de la responsabilidad de los intelectuales, es decir de quienes han tenido el privilegio de una buena educación o se han beneficiado de la lectura y el estudio de los libros. No los conminaba a pertenecer a determinada tendencia política, sino solamente a expresarse con claridad, “cualquiera de ellos que no sepa hablar de forma sencilla y con claridad no debería decir nada y seguir trabajando hasta que pueda hacerlo.” Se trata de un deber moral para con los otros, pues ¿de qué mejor manera podemos transmitir el conocimiento? Me empecino en este tema porque nadie comprende la crisis económica o política hasta que no la experimenta en su propia persona. Un ejemplo: no se puede justificar un aumento de impuestos frente auna comunidad que percibe la injusticia no a través de argumentos, sino a partir de la infelicidad cotidiana y la ausencia de campos propicios para cultivar su humanidad. Son muchos años de posponer la “abundancia” para el futuro. Las promesas incumplidas matan la buena voluntad y la interpretación maliciosa de las estadísticas confunden hasta a los más versados. La mala retórica nos sepulta como en ninguna otra época de nuestra historia.
No cometeré la ingenuidad de inventarme un diagnóstico de la situación económica. Sabemos de donde provienen nuestros males y cada explicación nos hunde más en el desasosiego. Lo que sí diré es que casi no viajo en automóvil y que disfruto de una buena compañía durante varias veces al mes. Intento estar a la contra siempre que se presenta una buena ocasión, aunque sea sólo para no morirme de aburrimiento, detesto a los poderosos y a quienes han construido una fortuna en el seno de una sociedad empobrecida. Los policías son culpables hasta que no demuestren lo contrario y me río de los exitosos a quienes el día menos pensado les da una enfermedad fulminante. En la medida de lo posible intento vivir con poco dinero y cultivo una concepción de la muerte que a la postre vuelva ridícula mi vanidad. No me convencen los políticos que dicen preocuparse por las personas más desposeídas sin renunciar a su fortuna, ni los jueces que cenan opíparamente en sus mansiones y después dictan sentencias sin conocer a los acusados. Y para terminar: casi todos los programas de televisión abierta me parecen estúpidos y ofensivos. ¿Hacia dónde deseo llegar con esta rabieta? En realidad a ninguna parte, sólo trato de ser claro y sencillo a la hora de dar mis opiniones.
Dice Popper que desgraciadamente los intelectuales, sociólogos, analistas y demás consideran legítimo el espantoso juego de hacer que lo simple parezca complejo y que nuestros oídos se han deformado a tal extremo que sólo podemos escuchar palabras grandilocuentes. Lo contrario es justamente lo que una comunidad sumida en la miseria tendría que cultivar: el conocimiento profundo de sus problemas sumado a la sencilla exposición de esos males. Las palabras necesitan sabia y vida para ser honradas. La sencillez no es sólo consecuencia de un estilo depurado sino de una conciencia honesta. Y en México carecemos de pudor a la hora de mentir: las palabras no son creadas a partir de los actos, sino para ocultarlos. En la vida privada conozco dos males que todo lo vuelven amargo: la perdida del entusiasmo y la desconfianza. Llevadas a lo público son enfermedades que hacen imposible la convivencia.
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