sábado, 26 de septiembre de 2009

Asco

07 de septiembre de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Si se me permite un aforismo no brillante, aunque certero, diré que un hombre es sólo la suma de sus vicios. Justo esas manías de las que no puedo escapar forman la esencia de mi modesta biografía. Mi tolerancia hacia los vicios ajenos es enorme siempre que no sean vicios criminales, como los relativos a la corrupción pública. ¿De dónde viene esta tolerancia? No nada más de la reflexión acerca de estos asuntos, sino de una tarde en que me encontré con mi padre en una cantina. Fue una sorpresa porque ninguno de los dos esperaba esa clase de encuentro. Cada uno se hacía acompañar por sus amigos y nuestro saludo fue tibio e incluso cortante. El pudor, el respeto o quién sabe qué sentimientos ridículos me impidieron sentarme a beber con mi padre alguna tarde antes de su muerte. Y me arrepiento. ¿Qué clase de prejuicios pueden atormentar a una persona para que cometa esa clase de tonterías? Siempre será un misterio.

El editor Carlos Barral, a propósito de un relato magnífico, La leyenda del santo bebedor, escribió que los abstemios son en realidad enfermos y que su vida es digna de conmiseración, pues desconocen el placer y el conocimiento profundo de las cosas que nos ofrece el vino. El borracho es experto en los estados del alma y los mundos que imagina son verdaderos en cuanto los vive con una intensidad demasiado humana. La noche oscura del alma se ilumina con unos buenos tragos y las personas se hacen más simpáticas y tratables. Y una cosa más: cuando se está ebrio no es sencillo ocultar la maldad o la mala semilla. En cambio cuántos abstemios son expertos en cultivar la hipocresía y en ocultar sus malas intenciones: el mundo está lleno de estas alimañas.

Los ebrios son la sal de la tierra, pero a condición de que sean simpáticos. Nada más abominable que esos bodrios parlantes llenos de traumas que acaparan la conversación y se ponen violentos a la menor oportunidad. Los tolero hasta cierto punto porque sé que la vida es justamente horror e inmundicia, pero en cuanto puedo me escapo en busca de horizontes menos inhóspitos. Me pregunto cómo es que se puede vivir sobrio en esta ciudad sin contagiarse de una torva locura. La mesura es necesaria para vivir, sin embargo planear la mesura es un tanto ingenuo. Llegar a una mesa anunciando que no se beberá más de dos copas es una bellaquería. Me recuerda un pasaje de la novela El desencantado, en el que una mujer dice: “detesto a la gente que lleva paraguas a los días de campo, porque temen que pueda llover. Los que hacen eso merecerían que les cayera encima un buen aguacero.” La mesura sólo es necesaria en un aspecto: bajo ningún motivo debe uno hacer daño a las personas que nos rodean. Hacerlo no es tener mal vino, sino mala leche.

Una digresión más como es mi costumbre: quienes no toleran los vicios y, sin embargo, soportan a las lacras políticas que los gobiernan no merecen en mi opinión ningún respeto porque un hombre tiene hasta cierto punto derecho a destruirse, pero no a dañar a quienes confían en él. Aparecen en mi memoria unas palabras de Peter Handke que vienen bien a cuento: “Hasta donde puedo recordar me asquea el poder y ese asco no es moral es físico, es una cualidad de cada célula del cuerpo.” Ese es precisamente la clase de asco que ni siquiera el vino puede mitigar.

Una vez que uno ha subido al santo tren de la bebida, el descenso a la tierra de los abstemios es insoportable. La gracia se disuelve de los rostros y no se ve en el paisaje más que rostros marchitos por las obligaciones y los fracasos. Es por esta razón que las recriminaciones provenientes de la salud no tienen cabida en el mundo de los santos bebedores. Se duerme en una habitación distinta, una a donde no llegan los ladridos ni los murmullos de la ratonera. Mi experiencia me alerta cada vez que una mala persona me invita a beber y declino amablemente. Hay personas que se deforman cuando toman licor y se transforman en basiliscos, los reproches colman su lengua, su necesidad de poder crece y hacen que el mundo se vuelva más amargo de lo que es.

Qué mala suerte cuando uno se las encuentra.

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