miércoles, 25 de septiembre de 2013

El último viaje de El Gaviero

25/Septiembre/2013
La Jornada
Javier Aranda Luna
 
Murió el poeta de la condición humana, de los ríos insalubres, del mar que se desborda, de las tierras de calor, de las fiebres, de las pesadillas, de las salinas y de los arenales; el poeta que vio la vida como una aventura, como una travesía donde todos los elementos que forman su inventario, las mujeres que se fueron como se marchan los días, el olor de la hierba y el ruido que producen los insectos con sus élitros o esas piedras que vimos y habrán de sobrevivirnos ásperas y pequeñas, son los elementos que nos vencen en esta lucha estéril que nos agota y nos lleva mansamente a la tumba.
Álvaro Mutis, 1923-2013 fue más conocido como narrador que como poeta. La nieve del almirante, Ilona llega con la lluvia, La última escala del Tramp Steamer o Abdul Bazur soñador de navíos son algunos de sus libros que reinventaron el género de novela de aventuras de mar y selva. Pero toda su narrativa, hay que decirlo, nació en su poesía, en aquella oración de Maqroll El Gaviero, quien después de vivir experiencias liquidadoras, terminales, sólo quiere, pese a su rebeldía, no ser olvidado.
El miércoles 20 de enero de 1989 le pregunté a Mutis en su casa donde tenía la reproducción de La muerte de Marat de Jacques-Louis David y un Tramp steamer a escala (uno de esos barcos de carga vagabundos donde transcurrieron muchas de sus historias), si escribía para, como Maqroll, no ser olvidado.
Poeta al fin, prefirió contestarme con una imagen: recordó que una noche al escribir bajo la luz de una vela pensó que la poesía era semejante a esa luz luchando en medio de la noche. Una luz que parpadeaba, que daba la impresión de sucumbir pero que era más fuerte, a fin de cuentas, que el corazón de la noche.
La poesía, dijo, es un testimonio de la vida, de la infructuosa lucha contra la muerte. Mutis creía que el poeta era un visionario, alguien que ve de lejos, desde la otra orilla; el que desde el otro lado del mundo nos ayuda a mirar.
Por supuesto eso nunca se alcanza, por eso todo poema es un ensayo, un fracaso, el testimonio de lo que no se logró. Pero el que un poema sea sólo el intento fallido no le quita mérito. Es el testimonio del hombre en el mundo. Por eso la poesía tiene esa condición de oración, de invocación, de maldición.
Octavio Paz alguna vez dijo que Mutis era un poeta de la estirpe más rara en español: rica sin ostentación y sin despilfarro. Es cierto, su sonoridad no cansa, le sirve al poeta para contarnos historias. Historias mínimas o grandes aventuras. El oscilante paso de los ríos que cambian su rumbo con los años o las andanzas de un marino envejecido, sin barco, viviendo siempre en los bordes de la vida.
El secreto de la narrativa de Álvaro Mutis está en su poesía: allí se encuentran los temas, las atmósferas, los personajes que ha desarrollado en todas sus novelas. Allí está todo el universo de este escritor colombiano. Su tradición es la de Conrad y la de Stevenson pero, también, la del cardenal de Retz y Chateaubriand. Mutis, como todo gran escritor, es un autor excéntrico. Su creatividad ha formado, con los años, su propia legislación: por eso Maqroll, el personaje que ha saltado de una a otra de sus novelas y ha vencido incluso a la muerte pues ha resucitado.
Alguna vez, hablando del origen de su universo narrativo, le expresé que en sus poemas existían muchos rastros de sus novelas. En un poema, que era una especie de oración, le comenté, aparecía Maqroll El Gaviero. Allí está todo me dijo Mutis, 'en la poesía se encuentra todo.
Si Álvaro Mutis fue la voz narrativa de Eliot Ness en Los Intocables, si fue el primer lector de las novelas de su amigo Gabriel García Márquez, si fue el personaje encerrado en Lecumberri por una trasnacional, si fue un amigo como pocos y un gran conversador, ahora Álvaro Mutis ya sólo será sus lectores, los que volverán a sus libros como ocurre sólo con la obra de los grandes escritores o aquellos que empezarán las verdaderas aventuras de Maqroll el Gaviero que sabe que ni el amor, ni la desdicha, ni la esperanza, ni la ira, volverán a ser las mismas para él ante los ojos de cada uno de sus nuevos lectores.

martes, 24 de septiembre de 2013

Francisco Tario, entre la risa y el espanto

Septiembre/2013
Nexos
Alejandro Toledo

Quizá por su misma vocación de fantasma, Francisco Tario (nombre de pluma de Francisco Peláez Vega, 1911-1977) es uno de esos autores que aun después de su muerte (o sobre todo después de su muerte) inquieta a los lectores. Por más de una década, luego de que en las páginas de la revista Vuelta el crítico José Luis Martínez dio la noticia de su fallecimiento en Madrid, se pensó que ese hecho significaba a la vez el punto final, definitivo, de una obra, que había cerrado en 1968 con la publicación en Joaquín Mortiz de Una violeta de más. El que ese tramo último sucediera en España marcaba también una distancia que parecía insalvable. Tario se volvió lejano y legendario, un espectro cuya huella literaria más sólida era el relato “Entre tus dedos helados”, aparecido en numerosas antologías de la narrativa mexicana.

Como si se cumplieran los rituales de las sesiones espiritistas, a mediados de los años ochenta del siglo pasado empezaron a frecuentarse, poco a poco y en distintos puntos de la ciudad de México, personajes que en alguna época habían tenido contacto con él y con Carmen Farell, su mujer. Los recuerdos de uno llevaban al interesado a otros, u otras, cuyos ejercicios memorísticos conducían a su vez a nuevos encuentros. Así es como una noche se realizó una cena en la casa del pintor Antonio Peláez, hermano de Tario, a la que asistieron Sergio Peláez Farell, hijo del escritor, y Esther Seligson, que había tratado a la familia en España; del lado de los lectores de Tario estábamos Daniel González Dueñas, Guillermo Samperio, acaso también José María Espinasa y el que esto escribe.

Luego de sopesar el interés o los entusiasmos de los ahí presentes, a la hora del postre Antonio Peláez se refirió esa noche, para sorpresa de todos, a lo que estaba inédito: tres obras de teatro y una novela. Y mostró incluso los originales, que tenía listos en caso de que considerara pertinente presentarlos, que recuerdo en papeles de mayor altura que la hoja tamaño oficio, con perfecta mecanografía y algunas leves correcciones manuscritas. No había intentado Tario publicar la novela, pese a haberla terminado; y tampoco había querido editar las piezas teatrales, o buscar que se representaran.

Lo que sumió a Francisco Tario en la melancolía fue la muerte de Carmen Farell, ocurrida en 1967. Es de presumirse que la escritura de las obras sea anterior a ello, porque se trata, además, de ejercicios que dialogan con los cuentos de Tapioca Inn: mansión para fantasmas (1952). Si las olvidó fue como parte de su duelo; de la novela, Jardín secreto, quizá sí pueda afirmarse que se trata de un proyecto trabajado en los años finales, como eso que indica el título, un espacio que prefirió cultivar secretamente, sólo para sí mismo.

Tario era prosista, no dramaturgo; o lo fue, pero de modo casero. Las tertulias en la calle de Etla, en las que participó la actriz Rosenda Monteros, incluían algunas improvisaciones teatrales, o la grabación de radioteatros, también para disfrutarse sólo en el hogar. Como lo hace con algunas de sus ficciones, ubica su teatro en el ámbito europeo. No obstante que El caballo asesinado tiene un epígrafe del dramaturgo austriaco Franz Werfel, sus influencias dramáticas difícilmente están ahí; en su orbe acaso confluyen Oscar Wilde y Eugène Ionesco, es decir: la comedia inglesa y lo absurdo, enrarecidos con unos toques fantásticos que son su sello personal.

Las tres piezas ofrecidas esa noche en la casa de Antonio Peláez se publicaron en 1988 en la colección Molinos de Viento de la Universidad Autónoma Metropolitana; y hubo al año siguiente un montaje de El caballo asesinado en el Teatro Casa de la Paz, bajo la dirección de Eduardo Ruiz Saviñón, con Marta Aura y Mauricio Davison en los papeles principales… Empezó ahí un camino no siempre feliz por llevar a Tario a los escenarios, en el afán de capturar un temperamento (similar al de su otra literatura) que se maneja tanto en la oscuridad como en la luz, construyendo algo que parece fársico o humorístico pero que es también mortalmente serio.

Se trata de comedias en tono lúgubre que para representarse requieren un tacto especial por parte de los inmiscuidos en la puesta en escena, pues el propósito es que entre destellos de gracia e ironía (con una pluma ágil para hilar diálogos) tengan los espectadores la sensación de participar de un universo en perpetua descomposición, en donde todo es desdicha y desamparo. La ligereza es aparente, y si se opta por ella (al buscar la risa fácil) no resultará raro el extravío. Esto ha sucedido en algunos montajes estudiantiles que han malentendido el ácido humor tariano.

“Lo interesante del teatro de Tario”, escribió entonces David Olguín al comentar el tomo que reunía las tres piezas, “radica en su capacidad para dar rienda suelta a la imaginación y crear una segunda realidad con sus propias convenciones. Sueño y vigilia, fantasía y realidad, el absurdo y la lógica inductiva propia del género policiaco conviven por igualdad de circunstancias y sin posible exclusión. Tario desentraña la coherencia del sinsentido, la lógica de la sinrazón” (suplemento Lectura del diario El Nacional, 22 de julio de 1989, p. 2).

Las obras de teatro dialogan, sí, con los relatos de Tapioca Inn; esto ocurre, sobre todo, con El caballo asesinado, que retoma una situación planteada en “Aureola o alvéolo” (el encuentro en un paraje irlandés de dos buscadores de fantasmas); y en donde se menciona, al paso, el argumento de “La semana escarlata”, la historia de un hombre que al soñar comete crímenes atroces y descubre por la mañana que éstos sí se realizaron. En una inversión de los valores tradicionales del género fantástico, la obra trata de fantasmas a los que aqueja el temor de convertirse en hombres vulgares.

La siguiente pieza, Terraza con jardín infernal, plantea un paisaje postapocalíptico en el que conviven muchas realidades posibles; si atendemos los referentes de la ciencia ficción (género que a Tario no le entusiasmaba), puede pensarse en androides que sueñan con ovejas eléctricas. Mas el sueño no es una segunda vida (como quería Nerval) sino el despertar a otros sueños… u otras pesadillas, y lo único definitivo es el caos. Mientras el mundo se desmorona, unos seres de plástico libran una batalla irracional contra aquellos que fueron creados con células vivas, dos bandos que disputan su lugar en el vacío.

Acerca de la tercera obra, Una soga para Winnie, encuentro en mis archivos un reporte de lectura de Daniel González Dueñas (hecho entonces con el afán de recomendar la publicación de los libretos), en el que se subrayan tres momentos significativos. El primero es cuando uno de los personajes apunta: “El realismo enemista al hombre con las mariposas”, que es ya una declaración de principios antirrealista; en el segundo se asienta lo que sigue: “Intelectual y afectivamente nuestra infancia suele ser una fuente pródiga de energía; pero toda infancia tiene dos caras: una risueña y clara; la otra, mórbida y peligrosa”, lo que nos remite a aquello de que “la infancia es el espejo en el cual nos seguiremos mirando”, que dice Tario a José Luis Chiverto en una de sus conversaciones; y el tercero se coloca ya en el lado de la sombra: “El hombre es muy miserable, y, a la vez, muy desventurado. Valemos poco, aunque lo descubrimos tarde. Es el aspecto trágico de la cuestión”.

Cierra así González Dueñas su informe:
A partir de una relojería precisa y oculta, Tario construye una pieza sui géneris donde las apariencias van cayendo en los momentos exactos, cambiando el tono y las implicaciones aunque parece continuar intacta la linealidad narrativa. Cabe señalar que una puesta en escena deberá ser idénticamente lúcida y sensible: optar por un realismo monotonal —o por uno solo de los géneros y estilos que contiene la pieza— equivaldría a banalizarla y destruirla por completo. Incluso podría prescindirse de la escenografía realista, si a los actores se les insufla de modo profundo la riqueza de matices y el juego de apariencias tan etéreo como esas abstracciones que van a cobrar concreción en la escena. En tanto es tan precario y delicado el equilibrio de la obra, toda “formalidad” en su adaptación escénica juega el doble riesgo de sabotearla (si se asienta) o de ir conduciendo al espectador de la comodidad a la estupefacción y finalmente al abrupto reconocimiento.
Al leer estas piezas, y también al representarlas, piénsese que son como esa infancia de rostro doble que Francisco Tario define en Una soga para Winnie: risueñas y claras, sí, pero también mórbidas y peligrosas. Para el director o los actores (o para el lector), apostar por una sola de esas caretas implicaría arrojar estas obras al vacío. Tal arduo equilibrio entre la risa y el espanto mantiene en pie este singular edificio dramático.

Endemia del raro

Septiembre/2013
Nexos
Javier Perucho

Un catálogo de escritores olvidados por la literatura mexicana

Concelebrar el natalicio de un escritor, festejar el centenario de una vida, saludar el jubileo de una obra constituyen acciones afirmativas en un sistema cultural que procuran absorber al patrimonio de una comunidad los bienes simbólicos de sus integrantes. Aunque superficiales, estas formas simbólicas de la canonización festiva suelen ser frecuentes y habituales, digamos que hasta exigibles en el ámbito de la cultura para su permanencia, pero no siempre se cumplen en cuanto se trata de la heterodoxia artística. La tradición cultural ahí encuentra un punto de quiebre. Al mismo tiempo, en este punto aparecen las interrogantes: cuándo sí se santifica al artista; cuándo se destierra al artista hereje. Cómo operan las formas de su inclusión, en qué momento se realizan; cuándo se condena al ostracismo y en qué casos. ¿Tales procedimientos actúan como norma o excepción? La fijación o el destierro de las obras son las caras del mismo espejo en que se contemplan los escritores canónicos, las rosas blancas de la cultura; o los heterodoxos, esas flores negras de la literatura y el arte. En la república literaria el escritor canónico ocupa una silla vinculante; los escritores raros yacen tirados sobre las banquetas.

Como especie endémica de la literatura, los escritores raros forman una estirpe en extinción o en vías de desaparecer de los recipientes naturales —diccionarios, antologías, historias— que deben dar cuenta de su tránsito vital, tareas, aportes, ciclo artístico y naturaleza de su invención. Aunque me corrijo de inmediato: en ninguno de estos recipientes se da noticia de un raro, el desamparo informativo ha sido su condición natural, por la misma razón tanto su herencia artística como aportes literarios endémicamente no han recibido un diagnóstico, pues carecen de una ponderación. El análisis que fielmente acompaña al escritor canónico, en tratándose de esa extraña flor negra se abandona en el ostracismo.

Un escritor raro se perfila por su naturaleza y se define por sus ámbitos de competencia artística, circunstancia de recepción, temperamento, así como por su biografía y predicado estético, aunque las relaciones públicas alimentan las piezas del peón en la cuadrícula moteada del ajedrez sociocultural.

Francisco Tario, esa rara avis de la narrativa mexicana del siglo pasado, para los propósitos de este escolio servirá como caso ejemplificante para ilustrar cada una de las características anunciadas en los parágrafos anteriores. Tario, un narrador que al cumplirse en noviembre de 2011 su natalicio centenario, se vio beneficiado con homenajes, tesis universitarias, publicación de cuentalia completa, rescate de obra rezagada e iconografía. De este modo su patrimonio literario acumuló los bienes de la recepción cultural. La difusión de su obra y preliminar exégesis literaria pueden considerarse como vías para su canonización, o al menos para asimilarlos a los patrimonios simbólicos, fin último de todo rescate artístico emprendido en una comunidad.

Hasta donde sabemos hoy, Francisco Peláez Vega, el nombre ciudadano oculto tras el seudónimo de Tario, no promulgó ideas contrarias al antiguo régimen, sus predicados políticos no marcaron su tránsito vital ni influyeron en la aceptación de su obra, aunque se infieren con exactitud en su narrativa, tampoco la prohibición o el escándalo de sus libros señalaron el manifiesto de su destino. Tal como fue el caso de algunos raros, ciertos extravagantes que comulgaron con la excentricidad ideológica. La excepción y la regla obligan a mencionarlos: por ejemplo, el de Ramón Martínez Ocaranza, poeta michoacano cuya filiación comunista podría explicar las formas de exclusión en que se encontraba relegado de las historias y antologías literarias, así como de la difusión y absorción culturales a que obligan el trabajo artístico, orfandad que abandonó hasta que su poesía completa fue compilada por la Secretaría de Cultura del gobierno estatal. También podría mencionar a José Revueltas, pero me resisto a considerarlo un escritor raro, aunque la cárcel por su militancia política, la proclamación de su ideario comunista, la heterodoxia de sus arquitecturas narrativas, vida franciscana y condición de escritor católico lo prefiguran como un inminente raro para las futuras o presentes generaciones.

Ni en Tario o Martínez Ocaranza el exilio fue una razón de trashumancia, ninguno de ellos fue escritor perseguido por circunstancias sociales, familiares o políticas, como sí lo fue en los casos de José Revueltas o un epígono de la rareza, Pedro F. Miret, quien arribó con su familia, expulsada por la guerra civil española, al puerto de Veracruz el 13 de junio de 1939, donde desembarcaron del Sinaia. En la patria adoptiva, Pere se educa, trabaja, publica sus libros y escribe guiones de cine, varios de ellos atalaya de sendas películas. De él ni siquiera conocemos fotografías que documenten su identidad, al contrario de Revueltas o Tario, de quienes existe una variada iconografía, incluso fílmica, en el caso del duranguense. Por lo demás las imágenes divulgadas de los epígonos del fracaso son muy escasas, otro rasgo habitual de los raros, a pesar de que están disponibles e inéditas ricas iconografías en acervos públicos y archivos familiares. Creo que el primer paso para su recuperación justamente se encuentra ahí, divulgando su identidad, poniéndole rostro al escritor desconocido, a través de las imágenes fotográficas que se conservan. Otros procesos mayores de reclutamiento sería la publicación de su obra completa en volúmenes que acogieran su novelística, periodismo, cuento, dramaturgia, inéditos, lírica y demás trabajos que resulten en las labores de rescate y recuperación. La inclusión y divulgación son deberes posteriores, como su estudio y ponderación analítica. Expongo estas tareas con la claridad de que se trata de un planteamiento idealista, meramente desiderativo, pero también con la certeza de que el estudio de la literatura mexicana, y la configuración de su historia, seguirá incompleta sin la presencia de los escritores desterrados del canon, que forman una legión por cierto.

Como distinción de cada raro, ni de Miret ni de Tario o cualquier otro afiliado a la nomenclatura de los extraños y ajenos a los circuitos culturales habituales, nada sabemos sobre su vida. Su biografía es un espantoso hoyo negro del que será difícil compensar la carencia. De Tario apenas se disponían de algunas imágenes fotográficas, pero esta incipiente y pobre iconografía sólo nos informa sobre su calidad de paseante en la urbe o de su condición sedente en un espacio doméstico. Tenemos noticia de algunas aficiones suyas: al futbol, el piano, la astronomía, el cine, la vida empresarial, las literaturas fantástica y de ciencia ficción. Sexteto temático presente en su narrativa y aforística. Como se ha ejemplificado, la versatilidad es un rasgo peculiar del escritor raro.

Por su parte, la prosa de Francisco Tario lo revela como habitual paseante citadino, así lo constata el rescate reciente de su novela Aquí abajo (2011) y la exposición itinerante que promueve el INBA en los estados. La caminata lo une con otro excéntrico en la república literaria, con el autor de Tachas, quien a su vez practicaba el excursionismo al lado de Juan Rulfo y de Marco Antonio Millán, quien confiesa: “Si con otros amigos nos dejamos de ver, Efrén [Hernández], Juan [Rulfo] y yo decidimos pasar los domingos juntos. Íbamos de paseo a Chapultepec, a las fuentes brotantes de Tlalpan, al Desierto de los Leones, a La Marquesa…” (Marco Antonio Millán, La invención de sí mismo, p. 83).

Dicha afición los une con Gerardo Deniz, otro raro en nuestras letras, feliz caminante en su época de compinche juvenil de Miret. La ejecución del piano enlaza a Tario con Felisberto Hernández, ese raro argentino que al igual que Peláez Vega, poco a poco salen del claustro en que el olvido los había cobijado.

En la misma situación se encuentra otro extravagante: Efrén Hernández, de quien gota a gota se han ido conociendo parcelas de su biografía, ya por la generosidad de Martín Hernández, su hijo primogénito, ya por los afanes de sus comentaristas o la revelación de detalles biográficos por alguno de sus contemporáneos, mencionemos por ejemplo, el de Marco Antonio Millán, La invención de sí mismo, donde se conserva una selecta iconografía y una memorabilia no exenta de mala sangre contra Hernández.

El perfil que dibuja Millán sobre Efrén Hernández permite trazar el temperamento y condición de vida de un raro, bocetaje que admite extenderlo a los demás: “Él, un estudiante pobre que llega a la capital, vive siempre con angustia por obtener sustento aunque en el fondo no le importa demasiado conseguirlo […] Efrén hacía gala de pobreza; no le quedaba otro remedio. Alguna vez se le quebró uno de los cristales de sus anteojos junto con la parte inferior del armazón; remendó la avería con trozos de cinta de aislar: en el lente las grietas dibujaban una cruz. A la pregunta de ‘¿Cómo puedes ver con eso?’, respondía: ‘Hago de cuenta que estoy en la cárcel’ ”  (Marco Antonio Millán, La invención de sí mismo, pp. 70-71).

En cualquier caso, la pobreza mendicante fue el sino de los escritores distinguidos con la cruz de la raridad. Y su profesión de fe —la escritura—, ejercida en el periodismo, la literatura, el cine, la traducción, la publicidad y demás oficios de conservación de la palabra. Ellos sí vivieron para contar ese credo de la escritura. Aunque profesionales de su oficio, la angustia por la conquista del pan y las viandas sobre la mesa fue un ingrediente más de sus pesadillas cotidianas. Las memorias de Revueltas y la autobiografía de Martínez Ocaranza atestiguan esa pobreza inexplicable. Austeridad republicana, edición autofinanciada. Vivir en la miseria, arropado por el ostracismo y morir en la periferia de la rotonda de los literatos ilustres. Su legado perdido o en ruta del naufragio. Como cada raro, nada o casi nada sabemos de sus vidas, menos aún de sus obras o aportaciones, y apenas la crítica pone atención en sus acervos para clarificarse el valor estético y cultural del patrimonio literario de los no canonizados.

Otro elemento singular que distingue el ejercicio literario de esta tribu descalza fue el recurrente método de financiar sus publicaciones. Sus ingresos, cotidianamente depauperados, fueron el soporte económico que facilitó la publicación de sus libros. La edición de autor se convirtió en la forma usual de presentarse ante la sociedad de los poetas vivos, aunque tal empresa personal no se compensó en la república literaria con los debidos reconocimientos sociales o culturales. La autoedición entonces y ahora no garantizan al autor asiento entre sus pares.

Aunque se dispone de más de un caso memorable, recordemos que Miret financió sus publicaciones, sobre todo el volumen que inauguró su cuentística, Esta noche… vienen rojos y azules (edición de autor, México, 1964), en cuyo colofón quedó asentado el domicilio de sus padres. Con la misma estrategia editorial se amparó Tario. Entre sus seguidores es sabido que invirtió recursos personales en la edición de muchos de sus libros, por ejemplo en la impresión de los aforismos de Equinoccio (edición de autor, México, 1946) en cuya portada o página legal no aparece consignada ninguna casa editorial. Algunos amigos de Miret participaron en la confección de Esta noche… —el fotógrafo…—; nada sabemos de los procesos tipográficos de la plaquette aforística de Tario. Sí, en cambio, estamos enterados de sus procesos de escritura, revelados por Julio Farell, el hijo menor: “No era muy productivo en sus libros porque era minucioso, corregía y volvía a corregir. Después nos lo daba a leer: cuando éramos adolescentes, a nosotros; cuando éramos chicos, a mi mamá. Quería sentir cómo sonaba el texto. A veces con un libro tardaba mucho tiempo. Con la novela [Jardín secreto] ocurrió eso; de pronto trabajaba en ella dos años y luego, como los vinos, la dejaba reposar […] Era muy exigente en su escritura” (Alejandro Toledo, “Recuerdo de Francisco Tario [Entrevista con Julio Farell]”, Casa del Tiempo, núm. 26, marzo, 2001, p. 53).

La autoedición no se convierte automáticamente en rasgo distintivo de los escritores raros, aunque fue un mecanismo de difusión muy usual en el siglo pasado y se mantiene en el transcurso de la década presente, la cual permite al creador adelantar la publicación de su obra para promocionarla entre los editores, la burocracia cultural o universitaria, los amigos y la tertulia, aparte de convertirse en estímulo máximo de la autoestima del creador.

Sin embargo, recuerden el tiraje de los 666 ejemplares con que salió de las prensas el volumen Las vocales malditas (1988), cuya primera edición fue financiada por Óscar de la Borbolla, su autor, en la que intervinieron también sus amigos —el pintor José Luis Cuevas, por ejemplo, autor de los dibujos de la portada y las ilustraciones de los interiores—. Con esta afirmación no pretendo sostener que De la Borbolla sea o pertenezca a la casta de los raros y malditos; no, al contrario, él es un escritor satírico que ya disfruta de un asentamiento en las antologías cuentísticas, la historia de la literatura mexicana y en los censos que han levantado los críticos adelantados. Las tesis universitarias, los congresos académicos y de mexicanistas, ya dieron cuenta de su invención prosística singular, además de que críticos y analistas literarios cumplieron su tarea de canonización. De hecho, una editorial mexicana promueve sus obras completas desde la metrópoli. En este caso, su proceso de canonización arrancó desde hace tiempo con esas encomiendas culturales, educativas y de difusión. Ningún raro ha recibido nunca atenciones tan corteses.

Tanto de Miret como de Tario sus primeras obras aparecieron en modestas ediciones de autor, hoy harto difíciles de rastrear en bibliotecas públicas, remate de saldos o librerías de viejo. Incluso los ejemplares de sus libros impresos con sellos comerciales también se convirtieron en verdaderos rebeldes de localizar, auténticas joyas bibliográficas entre sus fanáticos numerarios.

Por la edición de autor, conjeturo en mi ilusión, la estirpe de los raros ha sobrevivido. Y a mantenerlos vivos, pretendo decir en circulación, han colaborado sus fans, pues los conservan en el circuito de lectura, pepenando en las librerías de segunda para encontrar las polvosas ediciones de sus libros. Dada la escasez de dichos envejecidos libros, también sus admiradores, de fotocopia en fotocopia o en el mejor de los casos trasegando sus ejemplares, han logrado su permanencia no en el canon —tarea de beatificación que les es ajena—, pero sí en el gusto selecto y refinado de ciertos lectores. A ellos debemos que esa especie endémica de la literatura no haya fenecido. La permanencia o desaparición de la especie de los raros nos compete.

Por otra parte, la biografía, el temperamento y la estética del fracaso tienden, a su vez, los rieles por los cuales transcurre la vida de un escritor raro. Esta tríada de elementos administra también su inserción o rechazo culturales. Ahora paso a explicar en qué consiste cada vía, previamente aclaro que, para cierta teoría literaria, el trayecto biográfico del individuo no importa, destaca solamente su obra. Sin embargo, en el caso de los escritores no canonizados, vida y literatura amarran un binomio indisoluble. Con ellos la estética enlaza un trinomio que no admite divorcios.

Para exponer esta conjetura sobre los raros es necesario conocer previamente el trayecto vital de un escritor, su carácter y temperamento artístico, rasgos que colaboran para permitirnos un acercamiento a lo que he denominado aquí estética del fracaso, porque en otros lares y con otros acercamientos la designan con la figura sinonímica de “poética del fracaso”. La trayectoria vital y la conjunción de rasgos psicológicos pespuntan no sólo la intención de una vida, sino también la expresión simbólica y una voluntad de trascendencia.

Por sus características literarias y psicotípicas, aquéllos bien cabrían en los censos que Rubén Darío o Pere Gimferrer levantaron para ejemplificar la literatura del fracaso propugnada por la “oscura turba”, de la que se deriva una estética de lo extravagante. Una literatura, la de los raros, teñida con un indeleble aire de romanticismo, es verdad, impulsada con ese vitalismo pesimista que distinguió a los poetas del crepúsculo. Y asumido ese padecer, este comentarista se pregunta si aquel que es hoy no fue en su ayer un desaforado romántico.  Aquí abajo es el testimonio fehaciente de esa inclinación por los valores del romanticismo y la sujeción narrativa al imperio del realismo. Sin embargo, dice Alberto Manguel que “En los cuentos fantásticos de Tario lo imposible convive con lo rutinario, lo trágico se vuelve agriamente cómico, lo absurdo irremediablemente lógico. Sus protagonistas son objetos, animales, cosas indefinidas: un féretro enamorado de una jovencita en duelo, un barco que recuerda el ebrio de Rimbaud, una gallina vengadora, un perro fiel hasta la muerte, un traje gris con veleidades metafísicas, un antropófago convincente, un incestuoso y erudito soñador, un niño inocente y aterrador, una caterva de seres monstruosos o fantasmagóricos” (Alberto Manguel, “El unicornio es tímido”, en Babelia, núm. 1060, 17 de marzo, 2012, p. 8). En Aquí abajo sucede justamente lo contrario, lo posible convive con lo rutinario, pues trata de las cuitas domésticas, conyugales y laborales de un periodista ebrio.

Antes de abordar aquella estética, me pregunto, ¿por qué si Tario convivió tan estrechamente con Octavio Paz sigue siendo un escritor de los confines? Entonces vivir a la sombra del caudillo cultural garantizaba presencia en los medios, asiento en la república literaria y micrófono abierto. Dadas sus aficiones musicales, ¿por qué no se encuentran registros públicos de sus interpretaciones? Y considerando sus aficiones deportivas, ¿por qué ni en la historia del futbol mexicano se localizan rastros de su sagaz portería, siendo él uno de los guardametas que instauró la moda de los uniformes coloridos? Ninguna información podemos pedir sobre su inclinación a la astronomía, aunque sus aforismos registran ese método de escudriñar el Universo: “Hay en mí constantemente una curiosidad incurable por aquella Tierra silenciosa, nocturna, llena de pisadas celestes; aquella Tierra sin hombres, color violeta, de hace setecientos billones de años” (Equinoccio, 11).

Ya en el ejercicio estricto de su labor literaria, siendo Tario un cultivador esmerado del relato, ¿por qué su cuentalia sigue fuera del mercado?, igual sucede con su novelística y dramaturgia, no sólo imposible de conseguir, sino descatalogadas y sin registro en los espacios ideales de la historiografía literaria. Con sus aforismos sucede lo mismo y si no se realiza una edición facsimilar o una impresión contemporánea de Equinoccio, seguramente este libro se perderá entre las cenizas, el polvo y los gusanos.

Ninguna de tales interrogantes será contestada por la literatura, la historia o la psicología, tal vez apenas logremos vislumbrar una triste respuesta con el testimonio de sus contemporáneos —¿pero quiénes son?—, con el rescate de sus memorias —de atesorarse en algún cajón doméstico—, o con la inédita novela familiar que rindan sus hijos y herederos. La vida de Francisco Tario y su estética se mantienen como incógnitas por despejar. En su caso no se trató de un icono generacional ni de un fenómeno masivo, menos aún de un éxito comercial, hechos que explicarían en su conjunto el origen de los raros, pues navegan a contracorriente tanto de la cultura masificada como del mercado. E incluso contra la Historia, como sostiene José de la Colina.

Ese mismo fenómeno se repite en el caso de Miret y demás escritores de su misma estirpe, al igual que en la mayoría de los escritores raros cuya maldición compurgan justamente ahí, en los recintos del olvido, la ignorancia, el ninguneo y nuestro fracaso.

Sin pensar en el lector

Septiembre/2013
Nexos
Guadalupe Nettel

Nunca he sido una persona metódica. Aquellos que consiguen levantarse en la madrugada para escribir de cuatro a siete de la mañana antes de salir hacia un trabajo también estructurado por una agenda y un calendario, me causan, además de admiración, un morbo y una curiosidad notables.
Uno de mis principios más antiguos ha sido evitar el conflicto con la página en blanco. Cuando no tengo nada que decir, simplemente me abstengo de pronunciar cualquier palabra. No importa si el silencio dura un día o cinco meses. Por el contrario, cuando una idea me entusiasma, le doy vueltas en donde quiera que me encuentre y sin importar la actividad que esté realizando. Suelo tomar notas y paso formalmente al papel sólo cuando encuentro el tono indicado. Se trata de una certeza física, irrefutable. En ese sentido, podría decirse que creo en la inspiración. En ocasiones comparo esa experiencia a las de los santeros caribeños y otros espiritistas que escuchan voces y aseguran que les “baja el santo”. La mayoría de las veces, escribir es  para mí una actividad gozosa como una fiesta íntima, una reunión de amigos donde los invitados son mis autores favoritos, los libros que he leído y me interesan o me conmueven. Concuerdo con Julio Cortázar para quien era imprescindible “quitarse la corbata” antes de sentarse a escribir. La solemnidad no se lleva bien con la literatura. El juego sí.

Otra de las reglas que me impongo  —al menos en un primer momento— es no pensar en el lector. Mucho menos en lo que dirá tal o cual persona. No hay nada más nocivo para la creatividad que tomar en consideración el juicio de los demás. Hago de cuenta que soy yo la única destinataria de ese texto. Si es necesario, despotrico sin pudor contra quien sea y muy a menudo me burlo de mí misma. Sólo cuando el primer borrador está concluido y la mayoría de las ideas expresadas, me detengo a pensar si el texto tiene o no madera para ser publicado. Si es el caso, entonces lo trabajo pensando en quienes habrán de leerlo. Reviso la estructura en primer lugar, luego me concentro en la trama, los diálogos, la relación entre mis personajes. Por último, pero en ello me demoro mucho tiempo, reviso cuidadosamente la limpieza de la prosa.

Una de las mayores satisfacciones que encuentro en la literatura es la conexión empática que puede producirse entre el autor y el lector. Por esa razón evito las frases demasiado tergiversadas, los conceptos obtusos. Siempre he admirado la belleza de los objetos simples y trato de que sea ese tipo de belleza el que ilumine mis textos. Es verdad que no siempre lo consigo. Sin embargo, nunca he claudicado en el intento.

Antes, cuando aún no conocía las mieles de la maternidad, pensaba que uno sólo debía escribir en circunstancias especiales, cuando las musas se dignaban a visitarnos, la mente despejada y ocurrente y las emociones que azotan al ser humano con frecuencia, bajo cierto control. Sin embargo, desde que el ritmo circadiano dejó de ser el mío y tuve que levantarme varias veces durante la noche para alimentar a mi primer hijo, para consolarlo o cambiarle el pañal —cosa que seguí haciendo después con su hermano menor— mis hábitos laborales se vieron modificados. Desde hace algunos años, sin importar la hora o mi estado de cansancio, escribo siempre que puedo, con urgencia, como quien busca saciar una necesidad física, algo semejante a los fumadores que encienden un cigarro cada vez que tienen oportunidad. En el metro, en un taxi, en la mesa de un café, en las oficinas de Hacienda, en los aeropuertos, en los hoteles, cuando estoy de suerte en mi escritorio, mientras duermo a los niños, en la fila del supermercado o, como ahora, en un estadio de futbol, aprovecho los ratos muertos para hacerlo. Prefiero trabajar por las mañanas ya que, en general, mi mente está más lúcida pero no siempre me es posible. La mayoría del tiempo empiezo escribiendo a mano, en libretas de hojas blancas y papel de alto gramaje. Me gusta que la mesa donde me siento esté despejada y me ofrezca una vista interesante: una ventana más que un muro, el espacio de una cafetería, la sala de mi casa. Cuando tengo un par de hojas pergeñadas con mi letra compacta, manuscrita y más bien redonda, paso el contenido a la computadora donde sigo redactando hasta que las ideas dejan de fluir. Luego vuelvo a la pluma y así durante semanas o años. Un buen día, después de haberlo leído de corrido unas cinco veces, decido que el libro ya no puede hacer nada por mí y yo nada por él. Entonces lo pongo en un sobre y se lo mando a mi editor para ver si le interesa. Pero los libros siempre cobran venganza: una vez impresos, cuando el primer ejemplar llega a mis manos impacientes y a la vez temerosas de conocerlo, abro una página al azar y me encuentro indefectiblemente con una errata que, habiendo burlado las barreras de mi atención y la de los correctores de estilo, llega hasta su horrorizada demiurga para recordarle su condición humana y por lo tanto falible.

La muerte de Montaigne

Septiembre/2013
Nexos
Guillermo Fadanelli

A Jorge Edwards lo conocí en Berlín hace poco más de un lustro. Nos encontrábamos un pequeño grupo de personas entre las que se hallaba mi agente literario, mi mujer y tres jóvenes acompañantes. La cena en un restaurante de la zona de Mitte transcurrió en calma y sin ningún incidente que nublara la mesa o la conversación. Jorge Edwards narró algunas anécdotas vividas con Carlos Fuentes y también con Octavio Paz. Sin embargo, lo que me pareció más atractivo de su persona fue su vitalidad y su cortesía: por entonces él era un hombre de setenta y cinco años. Yo había leído dos de sus libros más conocidos, Persona non grata y El sueño de la historia, mas no había tenido en mis manos La muerte de Montaigne, por el hecho numérico y sencillo de que escribió este libro apenas hace un par de años. El tono desenfadado de su escritura es contagioso y su sabiduría no requiere de mayores desplantes que el de la charla íntima e incluso la confesión inesperada. El último amor de Montaigne fue una mujer treinta y tantos años menor que él, María de Gournay, y este hecho parece haber marcado también el deseo de Edwards al grado que ha escrito en el libro citado: “Todavía no aparece en mi horizonte mi María de Gournay y tengo mucho miedo de que ya no aparezca nunca”. Una mujer apasionada por la literatura, una novia para un hombre casado, como era el caso de Montaigne, una joven discípula que fuera al mismo tiempo impulso de vida y cómplice literaria. Hasta qué punto se desea al amor cuando la muerte se acerca. La esperanza de encontrar a una mujer o a una persona que le dé sentido a la soledad intrínseca de un escritor que no encuentra sosiego más que en la literatura. Edwards, después de pedir una disculpa a las jóvenes vírgenes y a las señoras de buenas costumbres nos da una opinión estrictamente personal sobre las habilidades u obsesiones de Montaigne, sin el ánimo de calumniarlo: “Estoy seguro de que Montaigne escribía a menudo en estado de entera erección, y que ese placer solitario, de acuerdo con su opinión (y con la mía) era evidentemente superior a muchos otros. ¿Interrumpía su trabajo de repente, para encerrarse en el cuarto reservado, el de una esquina, de ventanas estrechas, abrirse la bragueta y masturbarse? No pretendo calumniar a Montaigne: sólo aspiro a entenderlo, y, a través de él, a entenderme y a entender la naturaleza humana”.

Aquella noche en Berlín, después de la cena y la acostumbrada charla que sobreviene a unos licores bien puestos decidimos seguir la noche en otro lado. Justo a esa hora en que los meseros ponen su estúpida cara de víctimas indefensas como si los clientes representáramos el motivo de su desgracia y no una mina para el bien de sus bolsillos. Nadie quiso seguirnos a Jorge y a mí en el alargamiento de la noche, excepto la mujer más joven de nuestra mesa. Una María de Gournay que en los años siguientes a ese encuentro ha ido enloqueciendo paulatinamente y de quien prefiero mantener el nombre en el anonimato. No estoy animando fantasías si afirmo que la convivencia con el escritor chileno aquella noche en Berlín y el amenísimo relato que ha hecho en su libro del camino que llevó a Montaigne a la sabiduría y a la muerte van de la mano en mi imaginación. Ha escrito Edwards que comenzó a leer a Montaigne movido por los comentarios y las citas que otras personas hacían del ensayista francés. Después de eso, afirma, lo ha leído a tal punto que para conocerlo más tendría que reencarnar en su persona. Y añade: “Escribo, pues, por intuición, por capricho, por afecto. Si cometo errores, pido disculpas de antemano. Ya conozco a algunas de las personas que detectarán errores en mi libro y se sobarán las manos de alegría. Contribuyo, por lo tanto, y sin el menor problema, a su alegría”.

Después de aquel encuentro no he sabido más de Jorge Edwards, excepto porque me ha mencionado en alguna entrevista que le hicieron para un periódico, ni tampoco sé si su María de Gournay ha aparecido en estos tiempos recientes, hecho que le deseo con la mayor de las honestidades. En lo que a mí respecta, espero que ninguna María de Gournay se aparezca en mi camino porque, según me entero debido a mi experiencia y al conocido ejercicio del autoconocimiento, ya no soy propenso a la felicidad y mi desconfianza pasa por temer y despreciar a todas las discípulas que el mundo me ha ido poniendo enfrente. Estoy tranquilo en mi soledad acompañada y sólo pensar en el hecho vil de enamorarme me desquicia hasta el punto del agotamiento. Esperaré tranquilamente la muerte de mi mujer (toco madera, y no de ataúd) y una vez que este penoso acontecimiento haya sucedido me retiraré a donde no se me encuentre de manera tan sencilla como es común en estos días. Por lo demás espero que Jorge Edwards nos obsequie con libros tan hermosos como La muerte de Montaigne, él que tantas ganas tiene de vivir y enamorarse.   

Mutis: los nombres son destino

24/Septiembre/2013
La Jornada
Willivaldo Delgadillo

Una tarde de agosto de 1998 visité a Álvaro Mutis en su casa de San Jerónimo. Antes le había telefoneado desde mi cuarto de hotel en el centro histórico. Le expliqué que había obtenido su número a través de un amigo mutuo y que me interesaba que firmara un ejemplar de Empresas y Tribulaciones de Maqroll el Gaviero. Con caballerosidad me informó que estaba por salir debido a que su esposa estaba un poco enferma y debía llevarla al hospital.
–No quiero importunarlo –insistí– pero es para mi hijo. Le propuse dejar el libro en el buzón de su casa y pasar a recogerlo al día siguiente, antes de marchar al aeropuerto y embarcarme de regreso al norte.
–¿Y cuántos años tiene su hijo? –me preguntó.
–Tiene ocho meses, y se llama Maqroll, como el Gaviero–, respondí.
–Mire, si viene ahora, lo espero–, dijo después de mostrarse sorprendido de que alguien hubiese decidido nombrar a su primogénito como el célebre personaje de sus poemas y novelas. Cuando una hora y media más tarde entré a su casa, me recibió con entusiasmo paternal, como si entre nosotros hubiese un lazo de parentesco que acabáramos de descubrir. Me presentó a su esposa Carmen, quien por cierto, y por fortuna, gozaba de cabal salud; luego me pasó a una sala donde, con una caligrafía errática debido a su mano temblorosa, escribió una entrañable dedicatoria para mi Maqroll.
Me contó que en una ocasión lo habían invitado al bautizo de un yate en Barcelona que llevaba por nombre El Gaviero. Explicó que era costumbre estrellar una botella de cava en la proa al momento de lanzar a una embarcación al mar por primera vez, y en ese momento se le daba el nombre que llevaría por siempre. En un pequeño marco guardaba la imagen del yate y una placa conmemorativa. Me mostró también la mítica lámpara Coleman con que Maqroll se abre paso en la oscuridad. Por mi parte, saqué de mi cartera una foto del Maqroll bebé, lo cual mereció, un vaya, pero qué guapo es este Maqroll.
Lo que conversamos en el transcurso de dos horas son cosas del dominio público, anécdotas que contó a otros en entrevistas sobre el origen del personaje y su obra literaria. No obstante, escucharlas de viva voz aquella tarde mientras la lluvia se precipitaba del otro lado de la ventana fue un regalo fortuito y memorable. Cuando escampó, y ya con dos copas de vino tinto adentro, yo había decidido en silencio que en delante Mutis sería para mi hijo una suerte de abuelo literario; criaría a mi Maqroll dándole a leer las aventuras del homónimo Gaviero con la misma convicción con que otros padres encaminan a los hijos hacia la Biblia o el Corán.
Ya para despedirnos me tomó cariñosamente del brazo y mirándome a los ojos me dijo: tú sabes que los nombres son destino, ¿verdad? En ese momento solamente atiné a asentir con un movimiento de la cabeza, sin entender a cabalidad lo que se me decía. Sin embargo, con el paso de los años he reflexionado sobre el significado de aquellas palabras que escuché de Mutis en el umbral de su casa aquella tarde lluviosa de 1998. Ciertamente, los nombres son destino; encarnan mitologías que a veces obligan a sus portadores a transitar por senderos predeterminados, aunque también les ofrecen la posibilidad de tomar caminos, cuya existencia no habían vislumbrado. Sobre todo, los nombres confieren a las personas relatos poéticos que les ayudan a comprender los destinos que enfrentan. ¿Qué mejor elección que el nombre de un filibustero anarquista y nómada para aprender a navegar un mundo como el nuestro? Nunca más volví a ver a Mutis, pero frecuentemente regreso a sus libros y al recuerdo de aquella conversación; tal vez busque claves para comprender el destino del nombre.
Conservo la calidez de su hospitalidad y su abrazo.
* Escritor nacido en Los Ángeles, radicado en Ciudad Juárez y autor de La muerte de la tatuadora, su novela más reciente

domingo, 22 de septiembre de 2013

Alfredo R. Placencia a la luz de la poesía

22/Septiembre/2013
Jornada Semanal
Jorge Souza Jauffred

Se ordenó como sacerdote pero también
ofició como poeta. Guardaba los borradores
de sus versos en sus bolsillos repletos.
Soportó el dolor y la tristeza, pero reclamó
a la divinidad por el sufrimiento. Defendió sus
convicciones con recios sermones y alguna
vez hasta con golpes, pese a su investidura.
Tuvo una mujer a la que nunca renunció y un
hijo al que siempre reconoció. Y fue molesto
para algunos jerarcas católicos,
principalmente para el arzobispo de
Guadalajara, Francisco Orozco y Jiménez.
Alfredo R. Placencia escribió una obra poética
profundamente humana, si bien con fuertes
tonalidades religiosas. En sus diez libros –tres
publicados en 1924 con dinero que reunió su compañera Josefina Cortés y siete después de su muerte– dio testimonio de una vida intensa, marcada por las dificultades y la pobreza, pero iluminada por la luz de la poesía. En sus textos encontramos anhelos, dolores y mucha añoranza; retratos de paisajes, personas,
poblados y hasta de su perro, todo expuesto con estilo personal y sinceridad descarnada.
Nació en Jalostotitlán en 1875 –cinco años después que Amado Nervo, a quien admiraba– en el seno de una familia muy humilde. En el poema “El buen Bartolo”, apunta la pobreza del taller de su padre, Ramón Placencia, sastre del pueblo, y los sueños que tenía de ver a sus tres hijos, Alfredo, Cristina e Higinio, convertidos en poeta, monja y soldado, respectivamente:
Dios que mira y que protege hasta el ansia más secreta
¿dejará burlada el ansia del maestro del taller?...
¿No será monja la niña de quebrada piel de asceta...?
¿No hará Dios de los pequeños un soldado y un poeta...?
Bien lo puede hacer.
Cuando niño fue enviado a estudiar a Guadalajara y por la necesidad se vio obligado a vender periódicos en el jardín del Carmen. Contó al poeta Alfonso Gutiérrez Hermosillo que ahí encontró a “una niña preciosa de doce años, de gran falda cónica, de ojos azules que yo me embelesaba en contemplar […] Una vez […] vino a regalarme una flor […] ¡Qué fuerte cosa! No acababa de irse, y volvía la cara con frecuencia. Yo estaba entumecido, con los ojos anchos y la boca anhelante de desaparecer. De pronto, quise llevarme la flor a un sitio que yo solo conociera, cuando la suela de mi roto calzado me hizo caer. Durante un segundo, resollando sobre las baldosas, me sumí en mi desgracia, y al levantarme, mis pantalones que estaban desgarrados, por obra del movimiento pusiéronse a lucir sus lacerias. La niña estaba viéndome, sonriendo todavía. Lloré de pena y no la vi más”.
Años después ingresó al seminario. Su hermana Cristina se convirtió en monja, y el benjamín de la familia, Higinio, entró al servicio de las Armas, lo que le costó finalmente la vida. Los tres cumplieron el sueño paterno.
Ordenado sacerdote en 1899, el joven cura comenzó un periplo de casi treinta años, a través de dieciséis pueblos, algunos empobrecidos y alejados de Guadalajara, además de dos exilios, uno en 1922 a Fillmore, Estados Unidos, y otro, en 1928, a Usulután, El Salvador, en donde la gente pedía que lo convirtieran obispo. Tal itinerario fue resultado, en parte, de su complicada relación con la jerarquía eclesiástica. Con Orozco y Jiménez sostuvo varios desencuentros. Uno de ellos, relatado en el libro Alfredo R. Placencia. Poesía completa, obra indispensable, prologada y compilada por Ernesto Flores, señala que “el día que llegó el señor Orozco y Jiménez (a Atoyac), ya estaban las calles arregladas esperándolo cuando llegaron los carrancistas”. Ante la situación, el prelado quería caballos para escapar, pero Placencia insistía en que debía quedarse a convivir, en una velada literaria, con el pueblo. El arzobispo, molesto, partió y dijo “estos poetas no sirven para nada”.
En documentos de la Arquidiócesis que ha publicado José C. Martín en la revista virtual Sincronía, es posible seguir casi paso a paso esta complicada relación, que ni siquiera su amistad con el canónigo Antonio Correa, entonces secretario de la Mitra, pudo aliviar. A él escribía con frecuencia solicitando su apoyo y exponiendo sus quejas. Finalmente, el amigo dejó de atender sus llamados y Placencia se distanció.
Los testimonios de cuarenta y cinco personas, que trataron a Placencia y que recogió Ernesto Flores en su libro, lo pintan con matices distintos, como un hombre generoso, compasivo, solidario, alegre, culto, sobrio y con carácter recio. Era un hombre que se quitaba el saco para entregarlo a otro, que no toleraba los abusos y que jamás aceptó la hipocresía. Alguna vez, en respuesta a la recomendación de que acatara las disposiciones superiores para que ascendiera en la jerarquía, replicó: “no soy víbora para arrastrarme”.
Otras actitudes del vate tampoco fueron ortodoxas. Tocaba el saxofón con la banda del pueblo, en las serenatas; organizaba veladas literarias en las que solía declamar con alta voz y casi con lágrimas poemas propios o ajenos. Más aún, hombre bien parecido, agradable y culto, el padre tenía entre las feligresas, de cuando en cuando, sus admiradoras. Como aquella muchacha, la Chata Padilla, “muy salidora” que lo buscaba en su casa para confesarse y le preguntaba al llegar: “¿Padre, con quién soñó anoche?”, mientras se sentaba frente a él, lo miraba intensamente y cruzaba la pierna.
Sin embargo, Placencia nunca dejó de cumplir con sus compromisos religiosos. Se levantaba a las cuatro de la mañana para oficiar misa y cumplía una rutina estricta que incluía, no pocas veces, la contemplación nocturna de las estrellas y la escritura de poemas. Para él, la poesía no era el simple ejercicio del adorno retórico, sino la entrega a una vocación profunda que descubrió desde muy joven. Por algo en sus textos llama “hermanos” a los autores inmortales y afirma categórico que él, desde que nació, fue poeta.
Por eso, aunque su trabajo sacerdotal estuvo salpicado de problemas, encontró calma y luz en su oficio de escritor. Sus textos son casi un diario íntimo de los acontecimientos trascendentes: la muerte de sus padres, la pérdida de sus hermanos, la entrega de su querido saxofón soprano a otra persona, la enfermedad de una monja, el amor a su hijo y hasta su sueño de vivir al lado de Josefina Cortés, la mujer de su vida, quedaron registrados con maestría en poemas personalísimos, coloreados con imágenes inusuales y enriquecidos con la fuerza de la pasión. En un poema que le dedica a ella, Placencia sueña: “Sobre la Playa Larga voy a hacer mi casita/ que mire al cielo siempre y siempre mire al mar/ Así veré que el tiempo a mis pies se retuerza/ y que el cielo me abra toda su inmensidad.”
Igualmente, en El paso del dolor, plasma la profunda pena por la muerte de sus padres. En un poema de ese libro, “Autónoma”, personifica al dolor, que lo llama: “Sube, poeta./ Asciende hasta el crestón/ de la angustia suprema.// Aquí te aguardo.” Y él lo sigue hasta la cima, donde va a ejecutarse un sacrificio y, al no ver a ninguna víctima, entiende:
Tu silencio me hablaba ¿Quién podría
ser la víctima allí, de no ser yo?
Y me abracé a mi cruz, y comenzaste
la dura transfixión.
Sobre la roca escueta agonizaba
la última luz del sol.
En Del cuartel y del claustro retrata a su hermana Cristina y a su hermano Higinio. El libro está dedicado a ellos, a sus tempranas muertes y al pesar que le causaron:
¿Qué hago con los clarines de la tropa…?
¿Qué haré con la campana del convento…?
Los clarines están tocando a “diana”,
Y convida a las monjas la sonora campana.
[…]
Mis muertos nada oyen, los dos andan de viaje.
Consciente del dolor, el poeta se queja de la injusticia celestial. Su voz externa desde un suave “Ten piedad”, dirigido a la Madre, hasta un impaciente “Abre bien las compuertas”, en el que dice a Dios:
“Tocad, que si tocareis se os abrirá”, dijiste.
Por eso llego y toco
y tus misericordias seculares invoco.
Señor: cúmpleme ahora lo que me prometiste.
Otro ejemplo es su famoso “Ciego Dios”, que comienza con lo que parece una blasfemia (“Así te ves mejor, crucificado./ Bien quisieras herir, pero no puedes.”) e incluye, antes del enternecimiento final, otro reclamo: “¿Qué maldad, ni qué error, ni qué ceguera…!/ Tu amor lo quiso y la ceguera es tuya.” Aunque en su obra se respire la influencia de la Biblia, sobre todo de los Salmos, el Libro de Job, los Evangelios y el Cantar, Placencia es mucho más que un poeta religioso.
Cuando Placencia murió, apenas unas quince personas acompañaron su sepelio, entre ellas Agustín Yáñez y Alfonso Gutiérrez Hermosillo, entonces jóvenes autores que publicaban la revista Bandera de Provincias y que sentían una gran admiración por él. Murió, dice Josefina Cortés, su mujer, “de un fuerte dolor”. Y explica en el libro de Flores: “¿Qué día es ahora?” Y le dije: “18”. Dijo: “Ojalá y me muera el día 19, el día del señor San José.” “Ay, padre, ¿por qué dice eso?” “Sí, ya sería una tristeza que me aliviara. Mejor, ya estoy preparado para la muerte.”
Murió el día 20 de mayo de 1930, en Guadalajara.
Varios testigos coinciden: en las postrimerías de su vida, parecía “un ancianito”, aunque sólo tenía cincuenta y cuatro años cuando falleció. A medida que pasan los decenios, la voz de Placencia crece en el horizonte. Fue el hombre de Jalos un poeta completo, un gran poeta, que habló con el dolor, con el cielo, con Cristo y con María. Un poeta que pidió para su muerte: “Quiero un lecho raído, burdo, austero/ del hospital más pobre. Quiero una/ alondra que me cante en el alero;/ y si es tal mi fortuna/ que sea noche lunar en que me muero.” Con esto y “con mi atroz inmensidad de olvido/ contento moriré; nada más pido”. Queden como epitafio sus propias palabras: “Muera yo como Él quiere,/ ya que viví a mi antojo y he pecado a mi gusto.”

Genio y figura del padre Placencia

22/Septiembre/2013
Jornada Semanal
Hugo Gutiérrez Vega

Disponed la partida,
inflamad las estrellas,
juntad todas las noches que hubo en la vida
y envolvedme con ellas.
Creo que este fragmento de un largo poema del padre Placencia que contiene la metáfora enorme “juntad todas las noches”, es una buena manera de entrar en los terrenos de la poesía de Placencia.
Alfredo R. Placencia nació en Jalostotitlán, en los Altos de Jalisco, la más castellana de nuestras regiones, en 1875. A los doce años se fue con su familia a Guadalajara. Eran muy pobres y tuvo que vender periódicos para costearse los estudios en el seminario. Al ordenarse, por razones que nunca explicó el Arzobispado, se le entregaron parroquias lejanas en pueblos casi abandonados: Temaca (diez casuchas y una iglesia menesterosa, dice Gutiérrez Hermosillo); Bolaños, mineral abandonado; Atoyac, pueblo calcinado en medio de un desierto salitroso, y Amatitán, villa recostada en los flancos de un terrible barranco. Nunca se quejó, cumplió su oficio a veces con desgano, otras veces con fervor, sufrió constantes remordimientos, pero fue siempre fiel a la mujer que le dio un hijo y que lo acompañó en su destierro en Estados Unidos y en Centroamérica. Por otra parte, conjugó amores ocultos con experiencias luminosas y mantuvo en pie una invencible admiración por la variedad del mundo: “¡oh Bolaños! La urbe de las tapias caídas/que en tiempo de los reyes/ fueron de cal y canto/ y que ahora se acuestan para que así derruidas/ salgan los alacranes a beber su quebranto.”
El Arzobispado sintió colmada la paciencia y suspendió al difícil sacerdote. Placencia vagó por pueblos de Estados Unidos y por villorrios de Centroamérica. Su situación económica era precaria y Josefina se vio obligada a vender tamales y chucherías para sacar adelante a la pequeña y necesitada familia. Regresó viejo y cansado. Su situación ablandó al iracundo arzobispo, quien le permitió vivir en una casa de ejercicios de San Pedro Tlaquepaque. Ahí, en la miseria, sordamente desesperado, perplejo y humorísta, pasó sus últimos años. Murió
en 1930.
Dice Gutiérrez Hermosillo que la poesía permitía al padre (en todos los sentidos) “arribar a playas de escape, de ensueño verdadero; playas muy poco serenas, pero capaces de guardar su intimidad”.
En un poema de juventud, Placencia tuvo una premonición de su abandono final y la expresó con un dramatismo contenido:
Quiero un lecho raído, burdo, austero
del hospital más pobre; quiero una
alondra que me cante en el alero; y si es tal mi fortuna
que sea noche lunar la en que me muero;
entonces, oíd bien qué es lo que quiero:
quiero un rayo de luna
pálido, sutilísimo, ligero...
De esa luz quiero yo; de otra, ninguna.
En este poema, el padre pide que su Cristo de cobre lo acompañe en la agonía:
¿Para qué más fortuna
que mi lecho de pobre
y mi rayo de luna
y mi alondra y mi alero, y mi Cristo de cobre,
que ha de ser lo primero?
Con toda esa fortuna
y con mi atroz inmensidad de olvido
contento moriré; nada más pido.
Escogí este poema, uno de los más representativos de Placencia en su tardío romanticismo (en él, Bécquer, Rosalía, Schelley y Keats se dan la mano con los poetas del Siglo de Oro y con todos aquellos que padecieron la nostalgia de la muerte), porque pienso que en él están presentes todos los signos y símbolos de un lenguaje poético personal y enemigo de las concesiones. Hay una alondra inglesa, un rayo de luna español, un dramático Cristo de cobre de la cultura católica y esa “atroz inmensidad de olvido” que tanto hiere y exalta a nuestra mestiza visión del mundo.

“Poeta por maldición y tonto de capirote”

22/Septiembre/2013
Confabulario
Javier Vargas Pereira

El poeta chileno Pablo Neruda, de cuya muerte se cumplen 40 años, solía hacer gala de un humorismo irónico, socarrón y desenfadado, al estilo de los campesinos de su país. Lo exteriorizaba en conversaciones con amigos, discursos políticos, polémicas e incluso en algunos de sus poemas. En no pocas ocasiones se reía de sí mismo, aunque muchas veces sus humoradas eran agudas pullas destinadas a mofarse de los valores decadentes y mojigatos de la burguesía chilena. Más que hacer reír, lo que buscaba era poner al descubierto las cursilerías y ridiculeces de los poderosos. Lo hacía tan formal y circunspecto, que a veces no se sabía si hablaba en serio o en broma.

El día que visitó por primera vez las ruinas de Machu Picchu, los reporteros le preguntaron ¿qué opina, qué le parece este lugar? Como respondería cualquier huaso chileno, simplemente dijo: “Muy buen lugar para hacer un asadito”. Muchas de sus bromas eran infantiles, otras, simples travesuras. El escritor Marco Antonio Millán, en La invención de sí mismo, cuenta una anécdota ocurrida a principios de los años cuarenta del siglo pasado en la ciudad de México: “Una vez agotó terriblemente a mi mujer: ambos se aplicaron en la calle, por cinco o seis cuadras consecutivas, a tocar timbres de cada puerta a las 2 de la mañana; nosotros los esperábamos en un automóvil, y salíamos pitando hacia otro sitio y otra puerta y otro timbre”. En un artículo titulado “Pablo Neruda en México”, Millán dice: “Recuerdo la ocasión en que me dijo: ‘Ya estoy aburrido de mi casa; voy a hacer un viajecito, tardaré unos tres días. Me haces el favor de venirte con tu mujer y cuando yo regrese y toque, como dueños de casa me preguntan: ¿Quién es?, y yo les digo: El señor Neruda. Entonces abren la puerta y me invitan a pasar. ¿Qué se le ofrece? Yo digo que nada, que simplemente venía a platicar con ustedes. Me ofrecen asiento y una copita. ¿De qué me darían la copita?’… Otra extravagancia que hacía más seguido era enrollarse las perneras del pantalón hasta las rodillas, pintarse bigotes, simular con algo una peluca; así ataviado, bajaba de pronto a la sala de su casa donde platicábamos sus amigos. Lo que hacía era pasear frente a nosotros en completo silencio, y volverse por donde se vino para regresar al poco tiempo ya arreglado”.

Por aquellos años, Neruda no congenió del todo con algunos de los intelectuales de la época, entre ellos, Gil-Albert y Xavier Villaurrutia. Por ello, en una cena realizada en su honor, tuvo una confrontación verbal con Octavio Paz, porque se había incluido a Vicente Huidobro en un artículo de la revista Laurel. Según refiere Octavio Paz, “elogió mi camisa blanca —’más limpia’, agregó, ‘que tu conciencia’— y enseguida comenzó una interminable retahíla de injurias en contra de Laurel. Estuvimos a punto de llegar a las manos”.

En su libro de memorias, Confieso que he vivido, Neruda relata una anécdota ocurrida en Xochimilco, durante su estadía en el Distrito Federal como cónsul: “El México de aquel tiempo era más pistolista que pistolero. Había un culto al revólver, un fetichismo de la ‘cuarenta y cinco’. Los pistolones salían a relucir constantemente. Los candidatos a parlamentarios y los periódicos iniciaban campañas de ‘despistolización’, pero luego comprendían que era más fácil extraerle un diente a un mexicano que su queridísima arma de fuego. Una vez me festejaron los poetas con un paseo en una barca florida. En el lago de Xochimilco se juntaron quince o veinte bardos que me hicieron navegar entre las aguas y las flores, por los canales y vericuetos de aquel estero destinado a paseos florales desde el tiempo de los aztecas. La embarcación va decorada con flores por todos lados, rebosante de figuras y colores espléndidos. Las manos de los mexicanos, como las de los chinos, son incapaces de crear nada feo, ya en piedra, en plata, en barro o en claveles. Lo cierto es que uno de aquellos poetas se empeñó durante la travesía, después de numerosos tequilas y para rendirme deferente homenaje, en que yo disparara al cielo con su bella pistola que en la empuñadura ostentaba signos de plata y oro. En seguida el colega más cercano extrajo rápidamente la suya de una cartuchera y, llevado por el entusiasmo, dio un manotazo a la del primer oferente y me invitó a que hiciera los disparos con el arma de su propiedad. Al alboroto acudieron los demás rapsodas, cada uno desenfundó con decisión su pistola, y todos las enarbolaron alrededor de mi cabeza para que yo eligiera la suya y no la de los otros. Aquel palio movedizo de pistolas que se me cruzaban frente a la nariz o me pasaban bajo los sobacos, se tornaba cada vez más amenazante, hasta que se me ocurrió tomar un gran sombrero típico y recogerlas todas en su seno, tras pedírselas al batallón de poetas en nombre de la poesía y de la paz. Todos obedecieron y de ese modo logré confiscarles las armas por varios días, guardándolas en mi casa. Pienso que he sido el único poeta en cuyo honor se ha compuesto una antología de pistolas”.

El poeta y filósofo alemán Friedrich Nietzsche decía que el hombre sufre tan terriblemente en el mundo, que se ha visto obligado a inventar la risa. Así, el humor no sería más que un tipo de catarsis o purificación que permite sublimar la tristeza, nacida de la frustración y el desencanto. Por eso, aun en los momentos más difíciles o dramáticos de su vida, Pablo Neruda solía reírse de sí mismo. En Confieso que he vivido, rememora su época de perseguido político por el gobierno chileno de entonces (1949) y los preparativos que hubo que hacer para su huida del país: “El plan era que yo me embarcara clandestinamente en la cabina de uno de los muchachos y desembarcara al llegar a Guayaquil, surgiendo de en medio de los plátanos. El marinero me explicaba que yo debería aparecer inesperadamente en la cubierta, al fondear el barco en el puerto ecuatoriano, vestido de pasajero elegante, fumándome un cigarro puro que nunca he podido fumar. Se decidió en la familia, ya que era inminente la partida, que se confeccionara el traje apropiado, elegante y tropical, para lo cual se me tomaron oportunamente las medidas. En un dos por tres estuvo listo mi traje. Nunca me he divertido tanto como al recibirlo. La idea de la moda que las mujeres de la casa tenían estaba influida por una famosa película de aquel tiempo: Lo que el viento se llevó. Los muchachos, por su parte, consideraban el arquetipo de la elegancia el que habían recogido en los dancings de Harlem y en los bares y bailongos del Caribe. El vestón, cruzado y acinturado, me llegaba hasta las rodillas. Los pantalones me apretaban los tobillos. Guardé tan pintoresco atuendo, elaborado por tan bondadosas personas, y nunca tuve oportunidad de usarlo. Nunca salí de mi escondite en un barco, ni desembarqué jamás entre los plátanos de Guayaquil, vestido como un falso Clark Gable. Escogí, por el contrario, el camino del frío. Partí hacia el extremo sur de Chile…”

El escritor Andrés Henestrosa, citado por Volodia Teitelboim en su libro, Neruda, recuerda que el poeta “aprovechaba cualquier reunión para vestirse de general, de bombero, se ponía una gorra y una chaqueta y recorría la fiesta cobrando los boletos”.

Cuando el presidente Salvador Allende lo nombró embajador de Chile en Francia, en 1971, Neruda fijó su residencia en una casa de campo en Normandía, la que alguna vez había sido caballeriza de un castillo. Gabriel García Márquez, en su artículo “La suerte de no hacer colas”, recuerda: “los domingos invitaba a almorzar a sus amigos, que nos íbamos en tren durante 20 minutos desde la estación de Montparnasse, en París, y lo encontrábamos sentado como un Papa en su cama papal, y muerto de risa como siempre de saber que parecía un Papa y que sus mejores amigos nos moríamos de risa de que lo pareciera”.

La periodista Virginia Vidal, en un reportaje titulado “Los héroes no están cansados”, rememora los felices días cuando Neruda recibió el Premio Nobel en Estocolmo: “Cómo olvidar su bajada del avión junto a él. Periodistas ávidos lo rodearon y empezaron a ametrallarlo con preguntas. Él, sobrio, canchero, sereno. ¿¿Cuál es su objeto predilecto?’ ‘Los zapatos viejos’. ‘¿Qué va a hacer con el dinero del premio?’ ‘Eso pregúntenselo a mi mujer’. ‘¿Cuál es su palabra favorita?’ ‘La palabra amor. Vieja, muy usada, desgastada. No nos cansamos sin embargo de repetirla’”.

En un homenaje que se le rindió en la UNESCO, en París, en junio de 1983, Julio Cortázar calificó a Neruda como un “guerrero sonriente… que solía convertir las reuniones sociales en batallas de flores, en una farándula en torno a las mesas y las sillas, en un fuego de artificios donde la música y la palabra, los sombreros de papel y las improvisaciones de una comedia del arte, del arte chileno de manejar el humor con seriedad y la seriedad con humor, eran las armas con que Pablo transformaba los mausoleos en tablados para juglares y trovadores”.

El libro de poemas más emblemático de la irreverencia y el humorismo nerudianos es Estravagario. Él mismo lo reconoce en sus memorias: “De todos mis libros, Estravagario no es el que más canta, sino el que salta mejor. Sus versos saltarines pasan por alto la distinción, el respeto, la protección mutua, los establecimientos y las obligaciones, para auspiciar el desacato irreverente”. En varias estrofas dejó testimonio de ese humor que a veces, si no del todo negro, parecía sombrío, incluso fúnebre, pero siempre ingenioso y divertido. En “Solo la muerte”, dice:


Pero la muerte va también por el mundo vestida de escoba,
lame el suelo buscando difuntos,
la muerte está en la escoba,
es la lengua de la muerte buscando muertos,
es la aguja de la muerte buscando hilo.

La muerte está en los catres:
en los colchones lentos, en las frazadas negras
vive tendida, y de repente sopla:
sopla un sonido oscuro que hincha sábanas,
y hay camas navegando a un puerto
en donde está esperando, vestida de almirante.

En rigor, el humorismo es una forma de comunicación humana. El escritor Augusto Monterroso decía que es el realismo llevado a sus últimas consecuencias. En “Walking around”, Neruda confiesa:

El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos…
Sin embargo sería delicioso
asustar a un notario con un lirio cortado
o dar muerte a una monja con un golpe de oreja.
Sería bello
ir por las calles con un cuchillo verde
y dando gritos hasta morir de frío.

El humorismo es una forma de expresión que activa los mecanismos de la risa a partir de imágenes o sugerencias que responden a sensaciones reales. Nietzsche decía que la potencia intelectual de un hombre se mide por la dosis de humor que es capaz de utilizar. En el prólogo de sus memorias, Neruda reflexiona: “Tal vez no viví en mí mismo; tal vez viví la vida de los otros… Mi vida es una vida hecha de todas las vidas: la vida del poeta”. Acaso por eso, en una especie de autorretrato se describe a sí mismo:

Por mi parte, soy o creo ser duro de nariz,
mínimo de ojos, escaso de pelos
en la cabeza, creciente de abdomen,
largo de piernas, ancho de suelas,
amarillo de tez, generoso de amores,
imposible de cálculos,
confuso de palabras,
tierno de manos, lento de andar,
inoxidable de corazón,
aficionado a las estrellas, mareas,
maremotos, administrador de
escarabajos, caminante de arenas,
torpe de instituciones, chileno a perpetuidad,
amigo de mis amigos, mudo
de enemigos,
entrometido entre pájaros,
mal educado en casa…
desordenado, persistente, valiente
por necesidad, cobarde sin
pecado, soñoliento de vocación,
amable de mujeres,
activo por padecimiento,
poeta por maldición
y tonto de capirote.

sábado, 21 de septiembre de 2013

IN MEMORI@M RAFADRO (1967-2013)

21/Septiembre/2013
Laberinto
Heriberto Yépez

“En enero del 2011, descubrí que mi riesgo cardíaco era 4.0, el más alto. Bajo esa condición el único ejercicio posible era caminar”. A inicios de mes, Rafa Saavedra tuvo un infarto. El pasado martes 17 de septiembre, Rafa no sobrevivió la cirugía.

Su muerte dejó un vacío tremendo. Rafa era el escritor tijuanense. Sus libros emblemáticos son Postscards de ocio y odio (1995); Butten Smileys (1997) y Lejos del noise (2002). Hubo otros después y otros vendrán pronto.

Este verano hablé con él sobre sus libros y su investigación en la maestría de Estudios Culturales en El Colegio de la Frontera Norte acerca de la escena fanzinera fronteriza en los 1980–1990.

(Rafa, entre otras cosas, veía a los fanzines como antecedentes de los blogs).

En el 2001–2002, Rafa detonó el Tijuana Bloguita Front, una red de blogueros: internautas, trasnochados, escritores, culturosos, artistas, amigos y cualquiera que posteara y linkeara, para hacer crónica vital, leer con adicción y vernos en fiestas, bares y weekends interminables.

El TJBF fue un experimento on & off–line, que alternaba internet, ciudad y escritura. Fue una tribu fabulosa, irrepetible y plural.

Rafa Saavedra no era el líder —no había—: era el corazón eléctrico. Rafa fue un nuevo tipo de escritor post–total.

Sus textos tronaban géneros: ni crónicas ni cuentos ni reviews, eran Rafa escribiendo. Debido al salto, la crítica sigue paniqueada.

Rafa escribía cool y denso: codificaba el frenesí noctámbulo y personajes–colectivos palpitando en un lenguaje híbrido salpicado de photo–ops idiomáticos y cosas que escuchaba de la gente.

Rafa anotaba en su cuaderno, copy–pasteaba y luego rehacía y remezclaba en pantalla, aunque el componente principal era su alabanza a la vida definitoria.

Su oído era música indie; su tecleo, métrica post–mediática. DJ Rafadro era actitud y ethos network.

Se mantuvo al margen de la literatura mexicana. Se sentía más afín a su programa de radio, ser popnediscos y la calle. Rafa era su propia literatura post–mexicana.

Decidió publicar de modo independiente y experimentar con redes sociales, combinar fotografía y escritura virtual. Fue el primer escritor latinoamericano sistemáticamente ciberrealista.

Rafa era un amante de la urbe. Seguía la pista a las nuevas tendencias de consumos, lifestyles y lenguajes. Era un archivo drástico, lleno de guiños, autor de coolto.

Rafa siempre sabía qué seguía. Su ruta reciente: crashear lo académico.

Como persona, Rafita era feliz y mega–amiguero. Optimista desencantado y nihilista buena onda. Checaba todo lo que sucedía para ironizarlo en un after.

Rafa Saavedra fue el escritor experimental mexicano más genuino de los últimos veinte años. 

Llevó la escritura fuera del libro y a la escritura la drogó de medios.

Las palabras favoritas de Rafa: pals, fiesta, beyondeado, ahora, enjoy, Tijuana, my friends.

lunes, 16 de septiembre de 2013

La sustancia activa

Agosto/2013
Nexos
Daniel Espartaco Sánchez

Cuando me he propuesto escribir según un plan o una escaleta, algo sucede a la mitad del  proceso: novelas que se convierten en cuentos; novelas cortas o cuentos que se convierten en novelas, ensayos narrativos, crónica, fragmentos autobiográficos, etcétera. Por eso trabajo con una especie de material primario alrededor de algo que llamaré dos o tres líneas de intuición. Escribo siempre la misma historia y las variantes posibles, que son muchas. No podría, por ejemplo, escribir una novela sobre zombies, o ambientada en la colonia, o sobre la vida interior de un sicario a sueldo del narcotráfico, porque nunca he conocido a uno, gracias a Dios; no podría escribir sobre cualquier cosa que no me haya sucedido o no me hayan contado de primera mano. Reconozco que esto es una limitación, pero entre los escritores también hay tipos, como signos zodiacales; el mío es el de los que escriben el mismo libro a lo largo de su vida.

Para mí no hay una gran diferencia entre el relato, la novela y los otros géneros narrativos. De manera personal prefiero las novelas que están hechas de relatos como El Quijote o Las aventuras del buen soldado Švejk o los libros de relatos que, me parece, pueden leerse como novelas: Winesburg, Ohio, Dublineses o Adiós a Berlín (aunque lo que más me gusta leer son las novelas cortas). Ejemplos hay muchos. Para mí los géneros son una mera convención editorial, o de mercado. Algo en lo que sólo se fijan los estudiantes de letras o las amas de casa. Siento que me quiero ir a dormir cada vez que escucho tonterías como “la muerte de la novela” o “texto híbrido”. Como sucede con los medicamentos, el género no es más que el vehículo (en este caso un pretexto), pues la sustancia activa son las historias, lo que un autor considera tan importante como para ser narrado. Y para mí lo más importante es lo humano; es decir: los personajes. No me gustan los autores que proclaman, por ejemplo, que en un cuento los personajes no deben tener profundidad y que la efectividad del género está en el giro o la anécdota. Peor que éstos son aquellos que se toman a broma la literatura y practican la minificción, y es así porque en ella no puede existir un personaje de verdad, complejo. El lenguaje por el lenguaje mismo me parece un ejercicio de pirotecnia que puede ser muy bueno (e incluso admirable), pero que dura sólo un instante en la vida de un lector, más allá de la primera capa de la memoria, es decir, en aquello que tiene que ver con el alma. Aún no conozco a nadie medianamente inteligente a quien le haya cambiado la vida “El dinosaurio” de Monterroso. Para textos breves, el haikú o el epigrama, es decir, la poesía.

Uno de los momentos más excitantes es cuando comienzo a ver la forma de un libro, de un concepto, entre el cúmulo de material que se acumula día con día. A veces pasan meses sin saber lo que estoy haciendo. Esta es la primera etapa, la de la intuición y lo irracional, lo emocional, la búsqueda de una atmósfera y un tono. Escribo sin parar y sin detenerme a pensar. El material está ahí adentro, es una mezcla de memoria, deseos, de carencias, símbolos. La segunda etapa consiste en buscar el orden intrínseco que desde un principio tenía ese material y que yo ignoraba; en ordenar, como los sucesores del profeta Mahoma lo hicieron con los suras del Corán dictados por el arcángel Gabriel. Ésta es la etapa material, de la edición, las correcciones. Disfruto mucho más ésta porque siento que ya trabajo con algo sólido. Imprimo versiones y corrijo sobre papel, escribo, reescribo pasajes, me lleno los dedos de tinta. Tengo algunas manías: y desde que perdí mi última pluma Parker una consiste en terminarme un bolígrafo desechable en la corrección final de un libro, aunque sé que tal vez deberían ser dos (durante esta segunda parte voy corrigiendo secciones hasta que tengo un conjunto uniforme, luego hago la corrección final). Cuando hago esto mi objetivo es que el libro pueda leerse de una manera fluida, y trato de acortar los pasajes líricos y eliminar las referencias culturales innecesarias; quito los juicios del narrador tal y como ya se recomendaba desde Chéjov. No lo hago por ideología sino porque es la clase de narrativa que a mí me gusta como lector. No me gusta el barroquismo, a menos que provenga de un verdadero maestro, y si algo me molesta es el narrador engreído y sabelotodo que pontifica a la menor provocación.

La polifonía de Los detectives salvajes

Agosto/2013
Nexos
Ignacio Ortiz Monasterio


Formalmente, Los detectives salvajes es un expediente organizado de testimonios. En sus páginas muchos narradores se alternan para hablar de Ulises Lima y Arturo Belano, fundadores del realismo visceral y protagonistas anómalos de la novela. Hablan también de sí mismos y de otros personajes, o sencillamente exponen sus ideas. El común denominador de esta abundante recopilación de fragmentos, el vínculo, a veces potente, a veces débil, son Lima y Belano y su movimiento poético.

Semánticamente, Los detectives salvajes es una novela de persecuciones —y de ahí tal vez su nombre—. En la tercera parte, Juan García Madero, uno de los narradores, cuenta el viaje que realiza con los protagonistas hacia el norte de México y a lo ancho del desierto de Sonora. Lima y Belano están buscando a Cesárea Tinajero, escritora desaparecida y mítica fundadora de la revista Caborca. Esta búsqueda es literal y por lo tanto no requiere de mayor explicación. Quieren encontrarla porque su poesía cifra el origen y acaso la razón de ser del movimiento literario que ellos encabezan.

Los narradores, a su vez, persiguen a Ulises Lima y Arturo Belano. Me valgo de una disección árida para intentar explicar esta actividad. Si Los detectives salvajes es una colección ordenada de testimonios, alguien debió recabar y organizar la información; un biógrafo o un editor invisible (una figura más cuya discreta identidad, por cierto, no corresponde a la del autor del libro, Bolaño) reunió los documentos y las declaraciones. Cada pieza fue identificada metódicamente con el nombre del narrador (por supuesto) pero también con la fecha y el lugar en que declaró. (Lo anterior no fue menester en el caso Juan García Madero, cuya contribución consiste en el diario personal, necesariamente datado, que ocupa la primera y tercera partes del libro, pero sí lo fue en el resto de los casos, por tratarse de entrevistas grabadas o narraciones vertidas en soledad.) De acuerdo con las fechas que los preceden, los testimonios fueron recogidos entre noviembre de 1975 y diciembre de 1996, y se refieren a cosas que ocurrieron entre 1970 y 1996. Es decir, el biógrafo hipotético registraba los hechos conforme éstos ocurrían —eso sí, con desfases que varían de un caso a otro—. Los narradores, así, hacen las veces de informantes, gente del círculo de Lima y Belano (o de sus distintos círculos) que habla sin reservas de ellos: qué hacían, qué llegaban a decir, cómo se conducían, adónde iban, con quién, con qué fines posibles. Refieren lo que saben, sin que Lima y Belano se enteren. Los oídos atentos, la grabadora encendida, el papel en blanco los estimula y ellos dan su versión de los acontecimientos. Satisfechos de opinar, de confesar, de poner en palabras para así poder entender, los narradores también persiguen a Lima y Belano con el recuerdo, con la voz y la memoria. Por cada paso que éstos dan, hay un testigo-informante que cuenta lo sucedido. Lima y Belano se mueven en el tiempo y el espacio, y los narradores se mueven detrás de ellos. El efecto general es el de un tropel de personajes a la zaga de los protagonistas.

Nosotros, finalmente, los lectores, seguimos muy de cerca a los narradores. Vamos en pos del tropel y vamos en pos de los informantes individuales. Aparece el primero y desaparece, resurge seis o siete fragmentos después, lo identificamos, retomamos su historia, vuelve a ocultarse, aguardamos, lo cazamos. Algunos no regresan. Y es una lástima. Otros entran y salen por cientos de páginas. Nos familiarizamos así con ellos, sabemos quiénes son y reconocemos sus voces, los oímos ávidamente, los auscultamos, entramos en la intimidad de sus vidas, observamos sus secretos. Esperamos, también, que irrumpan nuevas voces. Al mismo tiempo —entre líneas o del otro lado de una celosía— están Lima y Belano. Examinamos los testimonios de los narradores en busca de información. Cualquier dato sobre los movimientos y el paradero de los protagonistas es bien recibido, queremos armar el cuadro completo, acumular las piezas necesarias, saciar el morbo, no dejar cabos sueltos. Seguimos a los narradores para conocer sus propias historias —nos las prometieron y ahora debemos poseerlas a cabalidad— y para dilucidar el universo de las relaciones y los actos de Ulises Lima y Arturo Belano. En la cadena de comunicación que produce la obra, nosotros somos un componente vital. Los hechos ocurren, las voces hablan de ellos, un editor aséptico dispone las narraciones sobre una superficie y así nos las encontramos. En nosotros está entenderlas, tejer correspondencias, procurar llenar huecos, crear sentido si ello cabe. Somos detectives también y seguimos de cerca a los informantes.

¿Adónde se dirigen los detectives salvajes? En mi opinión, Lima y Belano descienden hacia su propia muerte, hacia la noche perpetua. Los fundadores del realismo visceral desaparecen físicamente y lo que queda de ellos, el recuerdo que albergamos de sus vidas, se extingue.

La desaparición física es parte de la historia. Conforme se suceden los hechos, conforme nos movemos de 1970 a 1996, Lima y Belano son vistos un poco menos cada vez. Los testimonios recogidos en 1976 son cerca de 30. En ágil sucesión, los narradores dicen mucho de lo ocurrido en ese año. Dos décadas después, en 1995, se vierten solamente tres testimonios. En 1996, dos. Lima y Belano se alejan hasta esfumarse. La novela lo relata. Lima se pierde en Managua y si regresa es sólo para demostrar que se ha ido definitivamente —a veces las visitas y los reencuentros sirven para eso—. Su súbito rendez-vous con Octavio Paz en el Parque Hundido del D.F. es como un pulso último, un ejemplo de la emanación vital que ofrecen ciertas personas justo antes de expirar. Por su parte, Belano se aparta cada vez más del que sin duda es, en una obra polifocal, el centro emocional de la historia, la ciudad de México (después de todo, es desde ahí que se da la diáspora de quienes se quisieron). Belano parte a Europa, vive algunos años en España y cuando su situación parece más inestable que nunca se desplaza a África, donde se le verá por última vez. Quienes conocieron a Lima y Belano terminan por perderles el rastro.

La otra desaparición, la extinción de las huellas de los protagonistas, aún no ha ocurrido, pero está anunciada. El manejo del tiempo en Los detectives salvajes sugiere que Lima y Belano abandonarán también la región de los recuerdos. Bolaño concibe su historia como una fuga (del latín: “vuelo” o “huida”). En la fuga musical, una voz (humana, instrumental) propone un tema para que a continuación, detrás de ella, otras voces sucesivas la imiten, como si la persiguieran: cellos que van en pos de los ligeros violines, contrabajos que van en pos de esos cellos. En el libro de Bolaño, los protagonistas establecen un tema, el de sus propias vidas, y otras voces, en rápida secuencia, lo retoman. La polifonía de Los detectives salvajes consta de al menos tres líneas sonoras. La principal, dijimos, fue la existencia misma de Ulises Lima y Arturo Belano: el paso del primero por la prepa Porvenir, los años de ambos de la UNAM, el encuentro con Monsiváis, la matriz de relaciones con los Font, la tertulia en casa de Amadeo Salvatierra, etcétera. La segunda línea sonora arranca poco después, en clara imitación de la primera. Es la línea que producen las figuras secundarias conforme van rindiendo testimonio: la voz viva de Amadeo Salvatierra en calle República de Venezuela un día de enero de 1976, más la voz de Perla Avilés en calle Leonardo da Vinci el mismo mes, más la de Laura Jáuregui en Tlalpan por los mismos días, más la de Fabio Ernesto Logiacomo en la redacción de La chispa, en marzo del mismo año, y así sucesivamente. La materia sonora de la tercera línea son los registros, los informes que leemos. Comienza, por tanto, con nuestra lectura, y su avance resulta del correr de las páginas. Si en la línea anterior estaban las voces y sus emisores —los amigos de Lima y Belano: sus entonaciones, sus olores, sus gestos, sus miradas—, en esta línea está sólo el registro de esas voces. Son palabras escritas, disecadas si se quiere.

En la fuga musical hay imitación, no necesariamente réplica exacta. Los intervalos y los valores rítmicos de las voces secundarias, por ejemplo, pueden ser distintos de los de la línea principal. Se habla así de imitación fiel o canon pero también de inversión, aumentación y disminución. En el libro de Bolaño, me parece, la imitación supone una degradación. Las narraciones de los personajes secundarios no son sino un reflejo oscuro e incompleto de las vidas de Lima y Belano. Rescatan sólo algunos episodios, de ninguna manera el conjunto de los hechos, y la imagen que dan de esos episodios es por necesidad limitada, apenas una sombra de la experiencia original. De igual modo, los registros que leemos son versiones deslavadas de las entrevistas y las declaraciones reales; no tenemos enfrente a Amadeo Salvatierra en su departamento, a Quim Font en el hospital psiquiátrico. No sentimos su pulso ni nos alcanza su aliento. Es tinta sobre papel, sin los signos vitales. Así, el tránsito que propone Los detectives salvajes desde los hechos hasta el repaso de esos hechos (o de una versión de ellos) supone una merma, una pérdida sustancial. El rastro de Lima y Belano —recia impronta en la piel y los espíritus de los personajes secundarios, marca de tinta oscura en el papel, recuerdo vago en la cabeza del lector, ¿qué, después?— se borra gradualmente, tiende a la desaparición, cumple el destino de toda la materia histórica. Recordar y consignar los recuerdos es apostar por la Historia, por la preservación y la evocación de los hechos, pero en el producto parco de esos actos, en las memorias y registros, por necesidad modestos respecto de los hechos, y en el deterioro implacable al que los condena el tiempo, está la negación de la Historia. Empezamos a olvidar mientras vivimos, en cada acto está el germen insaciable de su pérdida. De ahí el afán de registrar, el ansia de capturar reflejos visuales, sonoros, olfativos. De crear a partir de la memoria: representaciones verbales, plásticas, musicales. De inscribir, si no el hecho, su imagen. Pero la impronta —mental, material— no es perpetua. Es persistencia, no es permanencia. El tiempo, como a todo, la erosiona. Deslava, desdibuja, difumina, desintegra, esparce: polvo. Cambia ligeramente, altera, deforma, trastoca, trastorna: caos. Tiempo es extinción y no hay dios en quien grabar nuestros nombres.

En Los detectives salvajes, por supuesto, no están desarrolladas a cabalidad las tres líneas sonoras. Sólo una de ellas se escucha bien, la tercera, como si en un auditorio precario nos halláramos demasiado cerca de una de las secciones de instrumentos y su parte ofuscara las otras, o como si una cinta reprodujera apropiadamente los sonidos de uno de los canales de grabación, más no así los restantes.* La primera línea es la principal pero, por razones de perspectiva, domina la tercera. Asistimos a la fuga entera, reconocemos las tres fases de Lima y Belano (vida en el mundo, pervivencia en el ánimo ajeno, residencia en el papel), pero seguimos de cerca sólo uno de los temas. Bolaño así nos coloca en una fase avanzada de la extinción de sus héroes. Y de ahí la melancolía, la pérdida que gravita en Los detectives salvajes. Para cuando nosotros aparecemos, Lima y Belano lucen ya enrarecidos, fantasmales. Están en todas partes pero de manera hueca, vaga y sombríamente, como en un segundo plano. Jamás, en el espacio de 700 páginas, los miramos con nuestros propios ojos, ni metemos nuestros dedos en sus llagas. Media siempre el espacio que interponen los mensajeros. Más que por comparecencia, son protagonistas por alusión e insinuación. Son antiprotagonistas. No les es ajena la naturaleza de King Hamlet, de Godot, de Páramo. “Yo les notaba algo raro —dice Fabio Ernesto Logiacomo—, como si estuvieran allí y al mismo tiempo no estuvieran”. Como si se mantuvieran en el lado menos iluminado de una calle, de un parque, de una habitación. No donde hay luz suficiente y los cuerpos cobran volumen y naturalidad, sino en sitios de luz baja, donde no hay identidades plenas ni desnudez posible sino formas, contornos, sugerencias, preguntas. Distinguimos sus figuras, las siluetas de sus personalidades son precisas, pero no podemos ver bien dentro de ellos. Sus voces, sus intenciones, su pasado, el universo de sus circunstancias están ausentes. Lima y Belano parecen hechos del grano grueso de la media luz y de las sombras.
Tenemos así las dos premisas de un silogismo. La primera dice que Los detectives salvajes es una novela de persecuciones. Lima y Belano van en pos de Cesárea Tinajero, desde el D.F. hasta Sonora y a lo ancho de un desierto; los narradores, por su parte, siguen de cerca a los protagonistas, con el recuerdo y el verbo; nosotros, los lectores, vamos tras los pasos de los narradores. (¿Quién nos persigue a nosotros? Alguien, muchos, sin duda.) Se trata, por lo demás, de persecuciones proliferantes. De un eslabón a otro, los perseguidores se multiplican de forma exponencial. Sirva el dibujo de arriba como representación gráfica de esta proposición.

La segunda premisa dice que Lima y Belano —la Tinajero se les ha adelantado en la misma dirección— corren sin demora hacia la muerte. Han desaparecido físicamente y ahora bajan hacia la noche perpetua, van camino del olvido y la extinción.

¿Hace falta enunciar la conclusión? Si estas premisas son ciertas, entonces los narradores y nosotros y quienes, a su vez, siguen nuestros pasos somos parte de una gran persecución que conduce sin demora a la muerte. Decir que un día moriremos y que nuestros rastros desaparecerán es un cliché. Sugerir que nos movemos decididamente en esa dirección, y que los perseguidores tienden a multiplicarse, es distinto. No intentaré contestar por qué lo hacemos, por qué avanzan audazmente Ulises Lima y Arturo Belano, por qué van detrás sus amigos queridos y, no muy lejos, nosotros (los lectores) y ¿quién después?, en la lógica musical de la fuga. Sólo diré que un vislumbre, el discernimiento de la muerte (de la ausencia absoluta) como la suerte que en verdad nos espera, puede liberarnos de otras búsquedas, por necesidad ociosas, y empujarnos intrépidamente hacia esa suerte, o que la muerte es el último misterio y la última aventura. Diré eso y —en espera tal vez de otras respuestas— citaré un fragmento de la novela:
Durante un tiempo la Crítica acompaña a la Obra, luego la Crítica se desvanece y son los Lectores quienes la acompañan. El viaje puede ser largo o corto. Luego los Lectores mueren uno por uno y la Obra sigue sola, aunque otra Crítica y otros Lectores poco a poco vayan acompasándose a su singladura. Luego la Crítica muere otra vez y los Lectores mueren otra vez y sobre esa huella de huesos sigue la Obra su viaje hacia la soledad. Acercarse a ella, navegar a su estela es señal inequívoca de muerte segura, pero otra Crítica y otros Lectores se le acercan incansables e implacables y el tiempo y la velocidad los devoran. Finalmente la Obra viaja irremediablemente sola en la Inmensidad. Y un día la Obra muere, como mueren todas las cosas, como se extinguirá el Sol y la Tierra, el Sistema Solar y la Galaxia y la más recóndita memoria de los hombres.

* A las líneas sonoras anteriores —a las experiencias originales de Lima y Belano y a las entrevistas o declaraciones en tanto sucesos— podemos asomarnos porque, tal como lo impone la lógica imitativa de la fuga, tienen presencia inmanente en la tercera; de la segunda, además, hay claras indicaciones: las identidades de los testigos, las fechas y lugares en que dieron testimonio.