domingo, 30 de junio de 2013

Dos miradas a la obra de Rulfo obra de Rulfo

30/Junio/2013
Jornada Semanal
Juan Manuel Roca

Para Ignacio Ramírez, en su memoria
Que tu corazón se enderece:
aquí nadie vivirá para siempre.

Netzahualcóyotl
Asombra el caudal de poesía que hay en Pedro Páramo, la novela de Juan Rulfo publicada en 1955, el mismo año de la segunda edición de El Llano en llamas.
Si imaginar es crear imágenes, en Pedro Páramo esto podría parecer algo más que una simple y programática premisa. Hay en esta novela una imaginación, una carga de imágenes que parecen liberarse, de manera por lo demás natural, de una profunda carga de silencios.
Tanto el tono como la atmósfera, afirmó alguna vez su autor, le fueron allanados por la intuición, por una suerte de dictado secreto. Escribió su primer manuscrito en un cuaderno escolar y en cualquier sitio, recordaba el parco escritor mexicano en alguna de sus entrevistas.
Ese tono y esa atmósfera parecen desprendidos del conticinio, que es esa hora de la noche en la que han cesado todos los ruidos o, posiblemente, de las cabeceras del mejor romanticismo, de cierto irracionalismo: “el hombre es un dios cuando sueña, un mendigo cuando piensa”, dijo Hölderlin, alguien que conocía muy bien los hilos tan tenues que separan a deidades y parias. Pero, sobre todo, nacen de su capacidad natural para descubrir en todo lo cotidiano, en los hechos en apariencia más triviales, una veta poética.
Así como Gustave Flaubert afirmó alguna vez que la escritura de Madame Bovary fue un intento por lograr la tonalidad de musgo, el color de la pátina de algún rincón de un cuarto de un hotel de paso, Rulfo quiso con Pedro Páramo atrapar el tono opaco, ceniciento, de un presente poblado por fantasmas. Es el tono plomizo que recorre la casa de sus palabras, las voces de los muertos que viven en la incierta comarca de Comala.
Alguna vez dijo: “Pedro Páramo nació de una imagen y fue la búsqueda de un ideal que llamé Susana San Juan. Susana San Juan no existió nunca. Fue pensada a partir de una muchacha que conocí brevemente cuando yo tenía trece años. Ella nunca lo supo y no hemos vuelto a encontrarnos en lo que llevo de vida.”
La anterior clave de la escritura de Pedro Páramo tuvo nacimiento en el hecho de imaginar a partir de una imagen, que es lo propio de la poesía como forma exploratoria de la percepción, como una forma escrita de diseminar entre los lectores, que siempre son una suerte de interlocutores de la misma materia de los fantasmas, unos arraigados recuerdos, una corresponsalía del sueño y una ración de miradas.
En otros grandes novelistas latinoamericanos, como José Lezama Lima, Alejo Carpentier, José Eustasio Rivera, Gabriel García Márquez o Héctor Rojas Herazo, la poesía se da casi siempre por abundancia verbal, por un desborde de voces.
Lo que hubiera sido una descripción exhaustiva en estos autores, el sentido de la distancia, por ejemplo, en Rulfo se da desde una magra expresión. Dice, hablando de la ubicación de Comala: “su lugar queda más allá de muchos días”. Lo que resulta una medida que metería en líos al más certero agrimensor, pero no a quien reconoce en la vaguedad de la expresión una distancia sin medidas.
Expresiones como “era un pedazo de culebra sin vida” para hablar de un machete, o “estaba revolcada en la tierra” para hablar de una mirada melancólica, aluden a un origen metafórico.
Ese es otro rasgo que lo separa de la corriente realista de la narrativa mexicana anterior a su obra.
No hay requisitorias, casi desaparece del relato para mostrarnos las cosas con una hondura y una desnudez verbal que a poco tiempo de ser leídas se nos hacen imborrables.
Pedro Páramo es una metáfora de la soledad y de la muerte, de ahí que su lenguaje acuda al hueso más que a la carnosidad, como en las obras de dos grabadores del México insurgente, Manilla y Posada, que hacían su crítica social desde las cuencas de las calaveras.
Juan Rulfo es, antes que nada, un observador de sí mismo, lo que también es como  decir un observador de su pueblo, de sus animales, sus frutos, de sus voces y murmuraciones.
Durante algún tiempo pensó en titular su novela, precisamente, Los murmullos. Esas voces, esos murmullos que según Elena Poniatowska cruzan toda la novela con “un rumor de ánima en pena que vaga por las calles del pueblo abandonado”, tienen hondas y claras raíces en su infancia. Son los gestos o las voces apagadas por una larga historia de violencias y miserias, de grandes heroísmos y de más grandes entregas.
Los asesinatos de su abuelo y de su padre, los años de orfanato en Guadalajara, la revolución de los cristeros, son hechos que le hablan desde tiempos diferentes, como le hablan a Juan Preciado en muchos recodos de su libro.
Desde la primera frase de la novela: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”, el narrador se asoma  al pasado, que es un tiempo que siempre, con sólo escarbar un poco en la realidad inmediata, se pone de presente en la cultura mexicana. Por eso resulta tan natural la manera como Rulfo se aproxima a los sucesos pretéritos desde un  lenguaje lírico, algo que sin embargo no lo hace perder de vista las clavijas de su estructura novelística.
Bebió en William Faulkner y en los expresionistas pero también en poetas como Edgar Lee Masters, creador de Spoon River, otro poblado irreal donde los muertos cuentan su historia, donde una coral de voces ausentes fragua las historias de un poblado imaginario. No resultaría tampoco caprichoso hermanarlo con un legado de Francisco de Quevedo y Villegas: “Vivo en conversación con los difuntos y escucho con mis ojos a los muertos.”
El Llano en llamas
Golpeábamos en los muros de adobe
y era nuestra herencia una red de agujeros.

Poema náhuatl
El primer libro publicado por Juan Rulfo, El Llano en llamas (México, 1953), es un fresco de las miserias humanas. Una historia clínica, si se quiere, de las grandes soledades de un país en el que también vive la muerte.
De ahí que resulte, más que un volumen de cuentos, una suerte de Biblia de pobres, de saga que entremezcla el mito y la realidad inmediata, la historia como una forma circular de la pesadilla.
Al autor le basta con una cuantas pinceladas expresionistas, con un ascetismo del lenguaje venido del fondo de la historia mexicana, con unos giros de cosa hablada, para atraparnos sin tregua hasta su último aliento.
Alguna vez Marta Traba, señalando los cuentos de un autor casi olvidado, Hernando Téllez, a quien debemos el más agudo y bien escrito de los cuentos colombianos que giran en torno a la violencia, “Espuma y nada más”, decía que Téllez era un virtuoso escritor que sabía muy bien cómo describir a sus personajes. En oposición, a contramarcha, agregaba que Juan Rulfo no describe sino que “sufre” a sus personajes. Tal vez por eso sus relatos están teñidos de un acento confesional. De una carnadura humana que resulta padeciente.
La afirmación de Marta Traba tiene visos de irrefutable. Hasta el paisaje en Rulfo es padecido más que descrito. Parajes como Comala o Luvina, donde los cactus parecen ser percheros del viento y los fantasmas tienen su reino, hacen su desolado maridaje con los personajes que los habitan.
No hay costumbrismo, así haya cuadros de las costumbres campesinas mexicanas. No hay realismo, así todo tenga el sabor real de una historia de revueltas y traiciones. No hay evidencias antropológicas, aunque sí una especie de arqueología del miedo. Es como si la diosa de la vida, Coatlicue, llevara sobre su rostro la máscara de los muertos. No hay excesos líricos pero todo deviene poesía.
Son diecisiete narraciones que encabalgadas resultan diecisiete retratos colectivos de una misma tragedia.
En “Luvina”, un cuento sobre un lugar anclado en otro mundo en el que sólo se oye el viento, le basta para señalar el señorío de los fantasmas con tres pinceladas teñidas, como tantas cosas del pueblo mexicano, de un atávico fatalismo: “Entonces yo le pregunté a mi mujer: En qué país estamos, Agripina?, y ella se alzó de hombros.”
En “No oyes ladrar los perros”, la sombra de un hombre que lleva a cuestas a su hijo herido es en realidad una sombra doble fusionada por una misma tragedia. Van en busca de Tonaya, un poblado al que esperan llegar oyendo en la noche el ladrido de los perros, ese “horizonte de perros” del que hablara Federico García Lorca.
Es el diálogo de quien asiste a la agonía del otro y al velorio de sus propias esperanzas.
Una esquirla más de ese comercio con la muerte que es toda la obra de Rulfo se hace manifiesta en “Diles que no me maten”, historia de odio y revanchismo.
Si bien El Llano en llamas es un prontuario de ausentes, no se siente el peso del monotema ni el de una coral que tararea la misma tonada, una y otra vez, como si fuera un mantra entonado a las puertas del purgatorio.
He ahí la magia de quien avanza en círculos y vuelve a su centro para de nuevo sorprendernos.
Carlos Fuentes señaló que Juan Rulfo cierra “con llave de oro la temática documental de la Revolución”. No hay duda de que lo hace desde un registro de acontecimientos irreales que se vuelven reales a fuerza de un lenguaje riguroso y cotidiano. Esa terca ternura y ese amor hacia los derrotados, no obstante sus rasgos de humor negro, parece injerta en los frutos amargos de una infancia rural y de un profundo conocimiento del ser mexicano.
Todo está tocado de un habla tan sencilla que resulta elusiva, de una forma de dialogar y de narrar que no fue aprendida como insumo para la escritura. “Nunca dije: a ver cómo hablan, voy a aprender su forma de hablar. Así oí hablar desde que nací”, afirmó alguna vez el escritor, rompiendo la tela de araña de uno de sus largos silencios.
El Llano en llamas es un manual de sombras o un repertorio de orfandades.
Es un libro que deja en el aire una serie de preguntas que parecen montadas en un trípode conformado por la soledad, la muerte y el poder, instancias que desde la Antigüedad hasta hoy han sido tres cercos en los que se debate la condición humana.
Leer su obra es una forma de leernos a nosotros mismos.

Carlos Fuentes y las palabras I

30/Junio/2013
Jornada Semanal
Hugo Gutiérrez Vega

Una tarde del verano de 1964 celebramos, en el Palazzo Rúspoli de Roma, una semana de la cultura de México: Grabados de Posada, óleos del pintor tapatío Claudio Favier Orendáin, una pequeña muestra de libros y de revistas culturales, la proyección de las películas Raíces, Enamorada, Los olvidados (con todo y el absurdo prólogo impuesto por los censores de Gobernación) y El compadre Mendoza. El que les habla, y que a lo largo de su vida siempre ha hablado de más desoyendo el consejo alteño de su prudente abuela, dio dos charlas: una sobre Juan Rulfo y la otra sobre Carlos Fuentes. Estaba presente el embajador de México, Rafael Fuentes, diplomático ejemplar, hombre bueno en el sentido machadiano de la palabra, y padre del autor de las tres novelas comentadas por el locuaz conferencista: La región más transparente, Las buenas conciencias y La muerte de Artemio Cruz. Recuerdo haber dicho que la primera abría las puertas a la novela urbana en México, y haber analizado algunos antecedentes de descripción de la ciudad capital: Los bandidos de Río Frío, de Payno, algunas novelas cortas de José Tomás de Cuéllar, Facundo, los cuentos de Micrós y las novelas iniciales de José Revueltas. Sin embargo, la primera novela en la que el personaje principal es la ciudad con sus avances y retrocesos, su crecimiento teratológico, sus contradicciones sociopolíticas, sus facetas canallas, sus niños bien, sus caifanes (retratados con gran vigor en la película cuyo guión escribió Carlos basado en el acierto verbal del spanglish fronterizo: me cae fine –y de ahí, me cae bien, o sea, caifán–; sus barrios nuevos, sus fiestas tradicionales y el final, tan celebrado por Rafael Alberti (quien por aquellos años vivía en Roma) en el cual la resignación nacional se deslíe en la aurora de Nonoalco, como la alondra de Gorostiza, y se abisma en la transparencia. Novela de personajes ficticios y reales a la vez, como la mayoría de los creados por ese fabulador incansable que fue Carlos Fuentes, La región más transparente tiene una fuerza lírica especial y está llena de valores musicales que ponen a danzar, a cantar, a llorar y a reír nuestra lengua que, bien lo sabemos, tiene una riqueza inagotable. Pasados los años, lo que queda incólume y rejuvenecido es el lenguaje. Las estructuras narrativas pueden ser efímeras, pero las palabras permanecen y se van ennobleciendo con el polvo del tiempo.
Las buenas conciencias, en cambio, tiene su ámbito de acción y de expresión en la provincia, y hace realidad el viejo apotegma: “Pueblo chico, infierno grande.” El personaje central de esta saga de encuentros, desencuentros y malos entendidos es la moral social autoritaria y represiva que, desde siempre, entristece la vida y retuerce las conciencias de muchos habitantes de las ciudades de la provincia hispánica, mestiza y católica.
La muerte de Artemio Cruz pone fin a la valiosa y crítica serie de la llamada novela de la Revolución mexicana. Si aceptamos una catalogación más flexible, podemos partir de Azuela, pasar por Vasconcelos y Nellie Campobello, Martín Luis Guzmán, Rafael F. Muñoz, Magdaleno, Rubén Romero, Urquizo, Yáñez, Rulfo, Arreola y Fuentes. Artemio, moribundo en su lecho de angustias y de memorias, pone fin a una historia de valor, audacia, corrupción, ambigüedad moral, cinismo, demagogia, simulación (gesticulación, diría Usigli, quien, junto con Elena Garro y su Felipe Ángeles, nos dan la visión teatral del largo conflicto); pena, remordimiento, en fin, el conjunto de sentimientos encontrados que libran a esta excelente novela de la maldición nacional del maniqueísmo y del hábito melodramático iberoamericano.
Terminó la charla y, ya en el pasillo de salida, bajo un retrato de César Borgia (“César o nada” era el lema de la terrible familia), el embajador me abrazó y, con un candor inusual en el experimentado diplomático, me preguntó con lágrimas en los ojos: “¿En verdad son tan buenas las novelas de Carlos?” Asentí con la cabeza y le entregué una libreta en la que Elena Mancuso, la traductora de Rulfo y de Asturias, me hacía una serie de preguntas sobre las novelas de Carlos en las que estaba trabajando. “La muerte de Artemio Cruz es lo mejor que he leído últimamente”, comentaba la hábil traductora. “Lo ve, embajador, aquí tiene un testimonio extranjero intachable y competente.” Esa noche, el embajador impecable y su verboso agregado cultural bebieron unas copitas de más del peleón vino dei castelli romani.

sábado, 29 de junio de 2013

CROSTHWAITE CONTRA LAS EDITORIALES ESPAÑOLAS

29/Junio/2013
Laberinto
Heriberto Yépez

Uno de los escritores más sobresalientes de la literatura en México, Luis Humberto Crosthwaite, decidió dejar las editoriales españolas.
Hace poco se le hizo un homenaje en Tijuana. En esos días, Eduardo Andrade (periodista del semanario Zeta y escritor heterodoxo, por cierto) escribió un artículo en que cita a Crosthwaite diciendo “estoy peleado con las editoriales españolas”. 
Le pregunté a Crosthwaite sobre esta ruptura. Me dijo: “No quiero publicar con editoriales españolas porque me parecen colonialistas y etnocentristas... En cuanto a mis libros anteriores, los estoy publicando print on demand y como obra reunida”.

  Esto sugiere que Tusquets modificó sus libros de un modo que no lo dejó satisfecho. Ahora los reedita tal como él los escribió. Y los vende Amazon. 
Crosthwaite es el literato fronterizo mexicano mejor colocado. Mientras el resto solo tenemos una minoría de nuestros libros editados fuera de la frontera, prácticamente toda su obra circuló en ediciones nacionales o españolas. 
La jugada de Crosthwaite es valiente. Es una resistencia.
Y no es autopublicación como trampolín para entrar a la República de las Letras sino para salir de ella.
Además, le da segunda vida a su obra previa.
Un escritor de la frontera México–Estados Unidos, con fuerte tatuaje idiomático, frecuentemente tiene encontronazos con correctores y editores en torno a cambios en sintaxis y vocabulario. Cada palabra se vuelve una bronca.
La gramática literaria fronteriza es distinta a la de Ciudad de México y España que, en general, creen que sus variantes son la Real (Academia) y ven la fronteriza como provinciana-agringada que debe ser corregida, limpiada.
Al autopublicar usando impresión por demanda no se necesita pagar un tiraje de 500 o mil ejemplares. El comprador ordena el libro en línea, se imprime ese ejemplar y llega a su domicilio, usando el sistema norteamericano, donde el libro tiene buena calidad, el lector paga menos y el escritor recibe más porcentaje.
En la región fronteriza, Amazon, Lulu y otros servicios Print-On-Demand pueden ser convenientes. Crosthwaite puede usarlo para su comunidad de lectores ahí y en Estados Unidos, donde ahora trabaja.
Este sistema es un paso más allá de las llamadas “editoriales independientes” (subsidiadas y mayormente centralizadas). En la frontera, podría consolidarse como el nuevo modelo de libro literario.
Si en México surge un sistema confiable de impresión por demanda y envío, la autopublicación podría tener auge e incrementar la independencia de los escritores respecto de las mafias literarias, el mercado y el gobierno.
Crosthwaite no es el primero, pero sí el más reconocido en hacerlo en la frontera.
El libro centralista tiene el poder. Pero ya aparecen rutas para un nuevo libro migrante y sus correspondientes lectores-coyote.

'Rayuela'. 50 años de magia literaria

29/Junio/2013
Milenio



México • Cuando Julio Cortázar escribía los capítulos de Mandala —como pensaba titular a Rayuela casi hasta el último momento—, él mismo ya sabía que estaba ante una obra que buscaba lanzar retos al género, arriesgarse, trastocar a los lectores y, por supuesto, a sus pares, los escritores.
Con el paso de los años, la obra se consolida entre los libros emblemáticos de la literatura universal, por lo que, a unos días de conmemorarse el 50 aniversario de su publicación, varios autores reflexionan acerca de sus valores y, en especial, de su vigencia.
El primer sello en el que apareció la novela fue Sudamericana, pero después ha recorrido por diversas editoriales; Alfaguara festejó el 50 aniversario de la publicación de Rayuela, la cual salió de imprenta el 28 de junio de 1963, con una edición conmemorativa limitada, en la que se incluye un apéndice donde Julio Cortázar mismo hace un relato de la historia del volumen, a través de la correspondencia que estableció con diferentes personajes de la época.
JUAN VILLORO
Rayuela fue un libro que de inmediato creó una secta de lectores. Pertenecías a un club intelectual si lo habías leído. En cierta forma, lo leí como obra de autoayuda, para ir a París, conocer una chica como La Maga, hablar de cine de autor, psicoanálisis, surrealismo y tantas cosas más. Era un compendio de cultura sofisticada que te hacía sentir parte de una selecta cofradía, parecida al Club de la Serpiente.
Cortázar recupera en Rayuela el gusto cervantino por incluir historias independientes al interior de la novela y por cuestionar continuamente sus límites y la forma en que deben ser leídos. Eso, más los recursos de collage —las citas de poetas, del periódico, de diálogos oídos al pasar—, hacían pensar en una novela-álbum, donde lo propio y lo ajeno se mezclaban sin problema alguno. Fue, básicamente, un ejercicio de libertad.
Cortázar dijo que Rayuela era muchos libros, pero sobre todo dos. Se refería a las dos maneras básicas de leerlo (con los capítulos prescindibles o sin ellos). Hoy creo que esos dos libros se distinguen en forma estilística. Por un lado, hay una obra poderosa, escrita con humor y con un lenguaje altamente poético, que convoca escenas indelebles (el fuego recorriendo las calles de París, la muerte de Rocamadour, el tablón que se coloca de una ventana a otra, el concierto desierto de Berthe Trepart). Por otro lado, están las muchas alusiones culturales, algunas ya fechadas, otras sumamente esnobs. Ese bazar de referencias, de obra culta y “a la moda”, hace que ciertos pasajes hayan envejecido, pero los más fuertes sobreviven: Horacio Oliveira sacrificando un paraguas en el Sena o buscando a gatas un terrón de azúcar entre las mesas de un café.
IGNACIO SOLARES
La novela fue un parteaguas en mi visión de la literatura, pero también en mi visión de la vida. Recuerdo que la leí alrededor de los 23 años y luego la releí, pero aquella primera impresión es inolvidable: viví con profunda envidia no haber formado parte del Club de la Serpiente, no haber estado en esas pláticas abismales de Oliveira con La Maga.
Me cambió mi visión de la literatura y de, alguna manera, me hice escritor simplemente por el aliento que hay ahí. Creo que es una de las grandes almas que nos ha mandado Dios para hacernos mejor el mundo: si aquí estuvo Cortázar, quiere decir que no es tan mal planeta.
GERARDO DE LA TORRE
Para mí no hay duda: es la mejor novela de la América hispana. La pongo por encima de Pedro Páramo, El siglo de las luces, Cien años de soledad, La casa verde y las que se me escapen.
Más allá de las influencias, la enseñanza que me dejó es que la novela es un territorio de la libertad.
Su vigencia radica en su frescura, en su vitalidad, en la capacidad de Cortázar para crear situaciones insólitas o extravagantes y, sin embargo, plenamente comprometidas con la condición humana. Por su ruptura con lo convencional y por los elementos humorísticos y lúdicos que permean el texto entero (incluido el tablero de dirección, una broma más de don Julio). Y por sus personajes entrañables; todavía hoy La Maga es un modelo al que aspiran muchas jóvenes. Alguna vez Cortázar se preguntó si podría lograr algo trascendental. Bueno, a 50 años de la publicación de Rayuela y a 30 de la muerte de su autor, tenemos la respuesta.
ÁLVARO URIBE
A casi todo los lectores empedernidos que deciden probarse como escritores, una obra les sugiere que no es impensable y que, en todo caso, vale la pena intentarlo. Esa obra fue para mí, en 1971, Rayuela.
En su momento la leí con la devoción que suele profesarse no a los escritos, sino a las Escrituras. Nunca traté de imitarla, porque es imposible y, además, inútil. Pero me gusta pensar que por lo menos dos de mis novelas, cuya acción transcurre en París, son modestos homenajes que Cortázar no habría despreciado.
Temo que no sé en qué radique su vigencia. Por ser Rayuela una obra fundacional de mi juventud, no me he atrevido a releerla.
ÉLMER MENDOZA
Es una señal. Haberla leído daba confianza para subir al metro a medianoche e invitar a la chica más guapa de la facultad a una torta en el aeropuerto. Si terminabas su lectura en las islas eras el amo.
Quizá es el cierre de una etapa de las novelas de aventuras para dar paso al poder del intimismo en Latinoamérica. Comprendí la largueza del capítulo corto. El poder del juego al nombrar y sobre la ausencia de personajes importantes como La Maga en gran parte de la novela.
Es una obra única a la que incluso le fue escatimada su categoría de novela, y que es tan amplia que cabe en todos los años del siglo XXI.
SANDRA LORENZANO
Celebro a una maravillosa cincuentona, a alguien que nació en 1963 y que desde entonces viene rompiendo convenciones, clichés y lugares comunes literarios, una de las obras más fascinantes escritas en nuestro idioma. En ella, Cortázar buscó transgredir los cánones consagrados de la novela, a través del estilo, de la forma, de las referencias, del uso de la lengua y crea una novela lúdica, desafiante, profunda y sugerente sobre la vida y la muerte, el amor y la soledad, el azar y el destino.
En sus páginas está todo acompañando a Oliveira, a Traveler, a Talita y a ese personaje fascinante que es La Maga, un personaje que marcó a toda una generación, sin duda. Allí está todo y, en cierto sentido, estamos todos. Esta cincuentona entrañable es una de las obras que más me ha marcado en la vida.
ARMANDO GONZÁLEZ TORRES
Para un adolescente que ya tenía la aspiración de escribir, Rayuela era una escenificación del rito de pasaje artístico en la metrópoli e idealizaba esa vida bohemia y cosmopolita con ánimo de libertad, profusión de pedantería y farras multinacionales. En el aspecto sentimental tocaba de manera conmovedora los tópicos de la sexualidad, la amistad y, sobre todo, la noción del amor loco.
Para la época en que se publicó ya se habían editado varias obras profundamente innovadoras de la estructura y la función de la novela hispanoamericana. Contribuyó a popularizar una nueva forma de leer que desdibuja la narración lineal, introdujo elementos heterogéneos y subtextos en la composición y pidió una intervención más activa del lector.
Su vigencia, pese a arrugas visibles, radica en que no se agotó en el experimentalismo con la estructura, se trata de una novela con una tensión narrativa muy lograda y con personajes hondos y creíbles con los que es posible antagonizar o identificarse profundamente.
DIEGO RABASA
Fue uno de los primeros libros con los que entendí que uno podía trabar relaciones reales con personajes literarios. Es para mí un punto de inflexión a partir del cual los límites de la experiencia se volvieron mucho más flexibles.
Entender que se podía narrar una historia de manera no lineal y con una construcción casi personal me puso en evidencia el carácter individual que tiene la lectura en la mente de cada lector.
No imagino alguna circunstancia en la que no le hable directa y profundamente a lectores jóvenes en cualquier época.

CARTA A PACO PORRÚA, 1963*
Espero que hayas recibido mi telegrama, digno de Julio César por su concisión; pero la verdad es que por cable, cualquier frase de más de dos palabras suena horriblemente cursi. Imaginate que te hubiera puesto llegó rayuela stop muy conmovido stop. O bien: acuso recibo ladrillo stop ¿yo escribí eso? stop abrumado por peso del artefacto stop. De modo que opté por la vía del pudor, pero no quise que pasara más tiempo sin que supieras que, por fin (¡cuántos años, ya!) el círculo se había cerrado y esta vieja mano que escribió esas viejas páginas palpaba casi incrédulamente un volumen de fondo negro.
Quisiera estar en Buenos Aires para decirte que nos tomáramos un vino juntos y entonces, vagando por alguna calle de noche, decirte a mi manera todo lo que aquí se enfría y se ordena en rayitas horizontales y se convierte en idioma. La gratitud es incómoda, decía no sé quién; no es que sea incómoda en sí, es que resulta casi imposible, entre hombres, hacerla sentir si no es con uno de esos gestos casi imperceptibles, ofreciendo un cigarrillo o rozando apenas un hombro, o quedándose callado en el momento en que los manuales de buena educación ordenan decir las frases justas. Pero por suerte vos y yo nos hemos visto lo bastante en esta vida como para saber que mucho de lo que no nos decimos queda dicho para siempre. Me basta con que estés seguro de eso.
*Tomado de Rayuela, edición conmemorativa, Alfaguara, 2013.

lunes, 24 de junio de 2013

Notas sobre El extranjero

Junio/2013
Nexos
Juan Manuel Gómez

El epílogo que Mario Vargas Llosa escribió en 1988 (46 años después de publicada la novela) a la edición de Galaxia Gutenberg del mejor libro de Albert Camus termina con estas palabras: “El extranjero, como otras buenas novelas, se adelantó a su época, anticipando la deprimente imagen de un hombre al que la libertad que ejercita no lo engrandece moral y culturalmente; más bien, lo desespiritualiza y priva de solidaridad, de entusiasmo, de ambición, y lo torna pasivo, rutinario e instintivo en un grado poco menos que animal. No creo en la pena de muerte y no lo hubiera mandado al patíbulo, pero si su cabeza rodó en la guillotina no lloraré por él”.

¿Me pregunto cuántas lágrimas  se han derramado por Meursault? Espero que ninguna, aunque espero también que las razones de que nadie llore por un asesino pusilánime como él no sean, como las de Vargas Llosa, de orden moral —tan efímeras como la belleza del cuerpo. Si sopesamos la enorme figura de Albert Camus, aunque Sartre (quien fuera su amigo antes del sonado y definitivo pleito ventilado en Les Temps Modernes) acusaba de llevar siempre consigo un pedestal portátil, por la riqueza de sus escritos y su firme connotación social y filosófica tengo que pensar en él como un emblema de la dignidad intelectual. Me sorprendió la dureza con que lo trata Susan Sontag en un ensayo del New York Review of Books a propósito de la publicación póstuma de sus Carnets, que, para ser francos, son libretas de apuntes con tanto interés anecdótico como las notas de tintorería. Sontag habla de Camus como un escritor al que se le ama; su muerte fue sentida en el mundo de la literatura como la de un ser querido, dice. “Uno querría —continúa Sontag— que Camus fuera un verdadero gran escritor, no solamente uno muy bueno. Pero no lo es”. Ella se refiere al intelectual como un todo, como una “conciencia pública” que requiere, como un boxeador, “nervios de acero e instintos afinados”; dice que acertó en dos de las tres posturas intelectuales que tomó en vida (participar personalmente en la Resistencia francesa, romper con el Partido Comunista y negarse a definir desde París su postura a favor de la rebelión de Argelia, siendo él argelino de nacimiento). Doy la razón a Sontag desde mi situación de lector contemporáneo de sus ensayos filosóficos, al margen de la circunstancia histórica que los animó y la desesperanza social que denunciaban, y debo confesar que no podría decir que entiendo cabalmente al “hombre absurdo” de El mito de Sísifo, ni al “hombre rebelde”. Sin embargo, creo que una novela como El extranjero (que sólo puede ser escrita por un “verdadero gran escritor”) expresa la “rebelión metafísica” de El hombre rebelde no con largos e intrincados silogismos filosóficos sino con pocas y precisas acciones contundentes concentradas en frases perfectas. “El hombre —dice Camus— se levanta contra su condición y contra la creación entera”. Su rebelión es metafísica porque se libera del resguardo de sus propios prejuicios, de la Historia, de Dios y de la aspiración del futuro, y se lanza sin más armas que la conciencia de su situación a vivir solo el presente.

Creo que El extranjero es un gran título, a pesar de que en las obras completas se traduce como El extraño, lo que es más literal de acuerdo con el original (L’Étranger) y quizá más concordante con la trama; ya que el personaje principal es condenado precisamente por esa razón: por ser “extraño”. Me parece más poético, sin embargo, decir que Meursault es un “extranjero” de la sociedad. No es capaz de comunicarse cabalmente, en la misma sintonía, con los seres humanos de su entorno, bajo las mismas reglas implícitas que regulan la convivencia y las maneras apropiadas y correctas de sentir: no llora en el funeral de su madre ni finge aflicción, no se arrepiente de haber matado (sin razón) a un desconocido en la playa, no se enamora de su amante sino disfruta las pulsiones instintivas que ella le provoca en un nivel bastante básico y superficial. Es, en suma, un monstruo que amenaza la estabilidad social, y debe morir.

Para los lectores de su generación Meursault, sin embargo, es un héroe que representa el papel de ser libre en extremo. Camus mismo lo justifica en el prólogo de una edición norteamericana: “es un hombre que, sin actitudes heroicas, acepta morir por la verdad”. Siguiendo esta premisa, Vargas Llosa concluye que para algunos “Meursault va a la cárcel, es sentenciado y presumiblemente guillotinado por su incapacidad ontológica para decir sus sentimientos y hacer lo que hacen los otros hombres: representar [...] Su individualismo feroz, irreprimible, hace que nos conmueva y despierte nuestra oscura solidaridad: en el fondo de todos nosotros hay un esclavo nostálgico, un prisionero que quisiera ser tan espontáneo, franco y antisocial como es él”. Muy bien pudiéramos adjudicar a este “hombre rebelde” la etiqueta de paladín del existencialismo, si no fuera porque Sartre lo consideró demasiado reaccionario para el bien común del comunismo, y lo desterró.

Camus dedicó gran parte de su vida al teatro, desde la fundación de su Théâtre de Travail, y definitivamente Meursault es un personaje teatral cuya libertad absoluta representa las pulsiones secretas de ese hombre de la Europa devastada de entreguerras enfrentado a desfiladeros absurdos creados por las convenciones sociales, cuya sensibilidad lo lleva a conmoverse más que del funeral de su madre, de la desgracia de su vecino Salamano, que ha perdido al perro sarnoso al que se la pasa golpeando, arrastrando e insultando: “Sin mirarme, me preguntó: ‘No van a quitármelo, diga, señor Meursault. Me lo van a devolver. Si no, ¿qué va a ser de mí?’. Le dije que la perrera guardaba los perros tres días a disposición de sus propietarios y que después hacían lo que mejor les pareciera. Me miró en silencio. Después dijo: ‘Buenas tardes’. Cerró su puerta y lo oí ir y venir. Crujió su cama. Y por el extraño ruido que atravesó el tabique, comprendí que lloraba. No sé por qué pensé en mamá”.

En su celda, el tiempo para Meursault parece haberse detenido: “Cuando un día el guardián me dijo que llevaba cinco meses ahí lo creí, pero sin comprenderlo [...] Puedo decir que, en el fondo, el verano, con mucha rapidez, reemplazó al verano”. Tras el ataque de ira que le provoca la insistencia del capellán, que sale derrotado, “con los ojos llenos de lágrimas”, en su intento por solicitar el arrepentimiento del pecador, Meursault recupera la calma. “La paz maravillosa del verano dormido entraba en mí como una marea [...] Como si esa gran cólera me hubiese purgado del mal, vaciado de esperanza, ante esta noche cargada de signos y de estrellas me abría por primera vez a la tierna indiferencia del mundo”. Nadie tiene por qué llorar por el alma de Meursault, libre y rebelde como las almas son. Tal vez en cambio habría que odiarlo por tener una.

domingo, 23 de junio de 2013

Rilke: resistir lo es todo

23/Junio/2013
Jornada Semanal
Marcos Winocur

I
Las Cartas a un joven poeta de Rainer María Rilke (1875-1926) fueron publicadas en 1929 por su destinatario, Franz Xaver Kappus. La primera misiva de Rilke, que abre el libro luego del prólogo de Kappus, está fechada el 17 de febrero de 1903, hace ciento diez años. Un breve libro que, como pocos, ha influido en las letras del siglo XX. Desde entonces, entre tantos que han alzado la pluma en nombre de la literatura, difícilmente se encontrará quien lo ignore.
Las Cartas... no se refieren únicamente a poesía sino que son un documento universal, una reflexión lindante con la filosofía, elementos para una ética. La pregunta inicial de Kappus sobre si sus versos son buenos deviene en esta otra: ¿cómo vivir?
El intercambio epistolar fue iniciado entre el “joven poeta” hacia sus veinte años y Rilke, el “poeta viejo”, frisando los veintisiete, edad que tenía en 1903. Kappus se decide a escribirle después de leer uno de sus libros de poemas, “confiándome sin reservas, tanto como nunca antes ni después lo hice con ningún otro ser”, confiesa en el prólogo. Tal vez sea por ello, por pudor, que Kappus no incluyó en el libro el texto de sus propias cartas. Y ha sido un error: nos ha privado de una clave para comprender a cabalidad al Rilke de aquellos años.
En efecto, cuando la correspondencia se prolonga, una parte de cada misiva es explícita y otra alude a lo dicho en las anteriores, van formando un único cuerpo y aquí nos falta la mitad, las cartas escritas por uno de los dos corresponsales. Con un agravante: Kappus es alumno y escribe desde la misma escuela militar donde Rilke ha cursado estudios años atrás. Creo que esta identidad hace que Rilke se dirija a un Kappus que Rilke fue, y Kappus a un Rilke que Kappus quiere ser. Cada uno dialoga con el otro y consigo mismo, las cartas del joven poeta cobran así un sentido que más nos hace lamentar la ausencia de esa mitad.
Y hay más. La última misiva publicada en el libro es de 1908. “Después –Kappus informa en el prólogo– la correspondencia fue mermando paulatinamente.” Entonces, aun reduciendo el libro a las escritas por Rilke, ¡faltan cartas! Faltan las posteriores a la última publicada de 1908. Que no por menos frecuentes han de ser excluidas, desde luego.
II
Unos tres años antes de comenzar la correspondencia, Rilke ha escrito el “Réquiem para el poeta Wolf von Kalckreuth”, suicidado a la edad de diecinueve. Ese hecho lo ha conmovido profundamente y pienso que influye en nuestro autor para decidirse a mantener el contacto con Kappus, otro joven poeta. La línea final del “Réquiem” dice: “¿Quién habla de victorias? El resistir lo es todo.” Naturalmente, se trata de no esperar de la vida los éxitos y que ellos la justifiquen, sino más bien un objetivo modesto: oponer resistencia. ¿A qué o a quién? Al impulso tanático que llevó a Wolf al suicidio. Se me ocurre que la enseñanza rilkeana conduce a hermanarse con la muerte a fuer de resistirla cotidianamente. No a descargar sobre ella el odio. Sabiendo que la última cita le pertenece, dejarla crecer en la interioridad hasta colmar al individuo que supo resistir la tentación de convocarla antes de tiempo, y así la muerte sea consagración de la vida.
Freud, Rilke, Jacobsen, Heidegger, desde luego, la idea de la muerte está flotando en el aire para un siglo XX temible: el de los conflictos bélicos, incontables entre naciones y al interior de ellas, y las dos guerras mundiales. La muerte deja de ser en Europa una idea de psicoanálisis, de poemas, de filosofía o de literatura, para aterrizar, con violencia y magnitud nunca antes vistas, en 1914 y en 1939.
¿Qué hará Rilke? La respuesta está nítida en las Cartas..., y será el eje central de su vida: revalorizar la soledad. Es la vuelta del individuo sobre sí mismo para salvarse y a la vez explorar riquezas descuidadas como son los recuerdos de la infancia. Y sobre todo, la huida de un mundo invivible. La primera guerra mundial fue, en palabras de Karl Kraus, “el ensayo del fin del mundo” al cual todos estuvieron invitados. Rilke rehúsa asistir y hace de la interioridad su escudo. Llama a recuperarla: “somos solitarios”, insiste en las Cartas... Así, ella pertenece a la naturaleza humana, no sólo protegerá de las contingencias, sino que es la autenticidad misma: “reconocer que somos solitarios, más: partir de ello”, subraya.
III
¿Está Rilke consciente de su inútil búsqueda, la casa paterna que nunca tuvo ni tendrá? De sus viajes, de sus múltiples cambios de domicilio, surgen provisorios paraderos pero no el hogar. Así, el niño y el adolescente se proyectan sobre quien, continúa su poema “Harbstag”, sigue solo y solo quedará, reducido a leer desvelado y escribir largas cartas...
Ni primavera, ni amor, ni ruidos. En una página de su manuscrito El testamento, Rilke da cuenta de esos peligrosos enemigos. Desde luego, no son los únicos: la guerra, la “ciega zarpa de la guerra”, que tanto llega a movilizarlo para la reserva como le impide desplazarse a París, su ciudad amada. Y también las visitas no deseadas, y todas son no deseadas. Y ciertos estados anímicos como “el disgusto por lo no realizado”, y la lista no se agota.
Pide una tregua, declara que su trabajo está en contradicción con su vida. Es a no dudarlo una neurastenia. Pero bienvenida sea si se salda con las páginas escritas por Rilke. Por ese motivo, las personas cercanas, que lo conocen y lo quieren, como Lou Andreas Salomé, lo disuaden de consultar psicólogos. Su neurastenia, como la de tantos grandes creadores, no ha de ser atacada con terapias castrantes; sólo es preciso encontrar las vías de convivencia, de hacerla cómplice.
Puede pensarse que el solitario lo está incluso en medio de una multitud por su capacidad de abstraerse. Pero nuestro autor va más allá y concibe la soledad como hecho físico aconsejable no sólo a los poetas, sino a los jóvenes en general frente a la experiencia de las experiencias: el amor. Es algo que de pronto se les da y no están preparados para recibir, y sólo podrán lograrlo a través de un largo período de profundo y acrecentado aislarse. Rilke no habla aquí de la soledad como naturaleza del hombre, sino del hecho físico del enclaustramiento como requisito del aprendizaje amoroso. Y nuestro autor agrega: “Perderse en el otro en la entrega y en la unión (en todas las formas) no es todavía para los jóvenes, y en esto yerran muy a menudo y muy gravemente (la impaciencia es propia de su naturaleza).” Es un Rilke poco menos que monástico, difícilmente compatible con la época altamente erotizada que nos toca vivir. Y en cuanto a la soledad diagnosticada para el creador, de lo cual se ocupa largamente en las Cartas..., nuestros tiempos la hacen pedazos con la literatura light por un lado y, por el otro, con el incesante parloteo de los medios. Como ruido, la sierra que desvelaba al poeta elevada a la enésima potencia. Como metralla mental, ni hablar.
Por lo demás, la soledad fue sentada en el banquillo de los acusados. Será en la generación siguiente cuando otro grande de la lengua alemana, Thomas Bernhard, quien respeta y valora la obra de Rilke, consagre su novelística a develar los resultados actuales de la soledad. Claro, se trata de la impuesta al individuo desde el exterior. No la que proviene de una libre elección, sino del agobiante mundo actual. Y esos resultados son dos: locura y suicidio. Así los personajes de Thomas Bernhard, quien, por lo demás, fue un solitario recalcitrante.
Ahora bien, la soledad del poeta es para Rilke tan esencial como creativa, alcanzando el desarrollo más alto de la condición humana, soledad distinta de quien se retrae y se encierra para esquivar los “golpes de la vida”. Todos nacemos solitarios, algunos pocos llegan a poetas o artistas, se desprende del pensamiento rilkeano. Muchos son los llamados, pocos los elegidos. De todos modos, el panorama es múltiple y diverso. La soledad como naturaleza del hombre es un planteo inicial genérico. Y luego: el sujeto fóbico del psicoanálisis, el suicida o el caído en la locura a causa de la soledad que multiplicó sus fantasmas, tal los personajes de Thomas Bernhard. Y se agregan las propuestas rilkeanas: el aislamiento físico para el joven, el creador que se descubre tal en la hora más solitaria... No estoy seguro de que las fronteras entre todas estén muy claras. Sin contar textos como el Eclesiastés que, hace ya varios milenios, ataca por el lado social: “Más valen dos que uno solo porque logran mejor fruto de su trabajo. Si uno cae, el otro lo levanta pero ¡ay del solo que si cae no tiene quién lo levante!” Idea sintetizada en un proverbio latino: Vae soli!, es decir: “¡Ay, del hombre solo!”
IV
No, no será el ideal rilkeano de la soledad el que sea protagonista de su siglo XX, sino más bien lo contrario, la ruptura de ésta. Y a tales fines, paradójicamente, será nuestro poeta quien deje las herramientas listas. Todo esto viene a cuento de uno de los acontecimientos nodales del siglo XX en Europa, que de los hombres hizo robots para convertirlos en carne de cañón, mientras a unos cuantos los llevó a apartarse del mundo, lo más lejos posible de ese reino de la muerte que se había abierto en Europa.
La primera guerra mundial con las trincheras como cementerio, de los soldados envenenados con gases, está ausente de la obra literaria fundamental de Rilke, y a nadie en su sano juicio se le ocurriría demandarle nada a este gran velador de la soledad, cuya misión fue preservar la vida del espíritu, alejándola de la locura colectiva que llevó a morir a millones. De todos modos, la guerra golpea a las puertas del escritor. Así lo documenta la correspondencia cursada, entre otros, con Romain Rolland, el abanderado de la causa pacifista. En El testamento, Rilke habla de “la funesta guerra que ha desnaturalizado al mundo por muchas generaciones”. Y explica cómo, en cuanto a él se refiere, ha cortado brutalmente su obra creativa en momentos que se disponía a continuar sus Elegías de Duino, obra clave de la poética universal. “Finalmente –agrega Rilke–, cuando la guerra había pasado ya a convertirse en el difuso desorden de las sacudidas revolucionarias”, pudo cambiar de morada y reiniciar su vida en condiciones más favorables fuera de Alemania.
Aquí viene lo notable. Un ser tan fervientemente intimista, tan fuera de la política como nuestro autor, recibe, años después de su muerte, una sorprendente acogida: “el resistir lo es todo” salta del poema sobre aquel joven suicida que hemos citado, para devenir consigna de grupos civiles y militares que conspiran contra Hitler en Alemania, en los años treinta y cuarenta (Otto Dörr Zegers, traductor de textos de Rilke, “Proyecto Patrimonio”, Santiago de Chile). Y quienes, precisamente, ante el ascenso de la doctrina nazi del exterminio, ante la imparable entronización del Führer como caudillo del pueblo alemán, se dicen: “¿Quién habla de victorias?” y a renglón seguido se contestan: “El resistir lo es todo”, que así deviene consigna.
Ese resistir a la pulsión tanática en el poema se hace herramienta política. Y ésta pide que se restituya su lugar a la vida. Es extraordinario comprobar cómo, bajo ese común anhelo, el espíritu poético cobra una virtud trascendente, cómo los frutos de la soledad pueden llegar a devenir causa en el ámbito que menos pudiera imaginarse.
Rilke es un poeta de luz existencial. La vida “tiene razón en todos los casos”, dirá. Y se me ocurre que también tiene razón la vida cuando nos trae la muerte. A ésta, la individual, la de cada hombre como ser biológico, nuestro autor le da la bienvenida y la festeja. Contra la otra, la del exterminio, sus palabras fueron recogidas para el “no” al nazismo, y así han horadado el futuro.


El vicio impune de la lectura

23/Junio/2013
Jornada Semanal
Vilma Fuentes

El azar es, acaso, el mejor de los guías. Apenas escrita y publicada aquí, en La Jornada Semanal, una crónica sobre Valéry Larbaud, apareció en estas páginas un texto de Hermann Bellinghausen consagrado al volumen Cómo hablar de libros que no se han leído, escrito por Pierre Bayard, donde hace el elogio del sutil arte de no leer. Imposible no pensar, más por disociación que por  asociación de ideas, en una de las mejores obras de Valéry Larbaud, cuyo título es en sí mismo una proclamación y un hallazgo: Este vicio impune, la lectura.
Lector excepcional, amoroso de libros, textos, páginas escritas, inéditas o publicadas, a semejanza de un drogadicto que por una nueva dosis está dispuesto al crimen, Larbaud reconoce que su pasión es un vicio, aunque, de inmediato, con la sonrisa de la inteligencia y la prudencia del hombre preocupado por su confort, acopla irónicamente a la palabra “vicio” la de “impune”.
Algunas civilizaciones, no todas, toleran ciertas perversiones. La lectura es una. “He sacado mucho provecho de ella, y sigo sacando”, dice Larbaud advirtiéndonos que caeríamos en un grosero error si no nos abandonamos a este vicio que procura exquisitos placeres.
Alfonso Reyes no se equivocaba. Su amistad con Larbaud reposa en un mutuo entendimiento, donde se reconocen de inmediato los adeptos, o los enfermos, según la mirada con que los ven los otros o la mirada de ellos sobre sí mismos cuando admiten que su pasión es un vicio.
Marcel Proust, lector voraz, escribió profundas páginas sobre esta voluptuosidad. Si hay sensualidad, en la civilización judeocristiana podría ser vicio. La sensualidad no es el primer mandamiento del decálogo. El erotismo estaría más bien colocado en la lista de los pecados capitales, al lado de la lujuria. ¿Un vicio la lectura? Sin duda. Se trata de un placer solitario. Una persona que goza a solas no puede negar que se satisface en secreto, lo cual también puede ocurrirle llevar a cabo con otro órgano para acceder a placeres aún más solitarios.
La soledad del lector no es total. Quien abre un libro y pasa las páginas olvidando el tiempo que pasa, ¿con quién se encuentra a solas? Solo, pero con un libro. Con palabras impresas en papel, o ahora en una pantalla. ¿Con quién se encuentra, dónde está? En ninguna parte. Fuera del tiempo, fuera del espacio, se halla en ese territorio que debería ser prohibido si no lo está ya: la lectura. ¿No lanza un desafío a las leyes de lo real? Pecado y transgresión supremos, más graves que comer la manzana ofrecida por la serpiente a la ávida curiosidad de la primera mujer, Eva, pronto seguidos por el primer hombre, Adán, dócil marido, a quien sus descendientes deben la expulsión del Paraíso.
Cuando Larbaud habla de vicio, lo quiera o no, recuerda que la lectura, como el árbol de la ciencia del bien y del mal, da frutos prohibidos. Acaso por ello su inconsciente se apresura a rectificar y lo hace escribir: vicio impune. ¿Dónde se encuentra el vicioso lector? En ninguna parte, si es necesario designar así el lugar donde el lector comparte un espacio imaginario con aquel que existe invisible, y no existe: el autor. Cierto, hablamos de escritores, hacemos sonar nombres propios, identidades, libros. Sabemos, no obstante, que nadie sabe nada de Homero, ni del autor de Las mil y una noches, y que la identidad real de Shakespeare se ha puesto a menudo en duda. Qué importa el autor, sólo el libro existe. La soledad del lector no se comparte con un autor invisible. Se comparte con lo invisible, lo inasible, lo inexistente, es decir, el ser. Hay palabras, luego hay sentido. Pero eso no puede tocarse. Milagro de la escritura y del lenguaje: dar presencia a lo que es sin tener necesidad de existir. A menudo se llama a esto lo imaginario. Fantasía, sueños, literatura, nada es real en esos territorios, tal vez. Precisamente por eso, más allá de lo que sucede en lo real, la escritura es la última llave que abre la única puerta al infinito con perspectivas menos estrechas que lo real, lo cual no es ni la realidad ni la verdad sobre nuestra existencia. Quizás está prohibido abrir esa puerta. El vicio es a veces castigado. Pero Larbaud era de carácter jovial y optimista: nunca temió abrir esa puerta a su antojo, según su capricho o su deseo. No era una persona que se jactase de haber leído un libro que no hubiera leído. Dejaba esta vulgaridad a los esnobs y a los pedantes. A quienes leen un libro como un trabajo. Él no leía sino por gusto, para su placer. Al extremo de imaginarse, acaso, culpable de un vicio. Tanto placer, en nuestro mundo, no puede concebirse sin ser culpable. Pero Valéry Larbaud, el poeta de Barnabooth, no toleraba la idea de sentirse culpable y desafiaba todas las prohibiciones: impune. Incluso si su adorable madre, quien manejaba la fortuna familiar, le limitaba el dinero alarmada por haber dado a luz a un hijo apasionado por la literatura, la lectura y la escritura en vez de ocuparse de cosas serias: los ingresos que daban los manantiales de aguas minerales. Fuentes, sobre todo, de la fortuna que, por su parte, él no hacía sino dilapidar, tal el hijo pródigo del cual habla con lucidez su amigo André Gide.
Antes que Kerouac, quien era pobre, o Burroughs, de familia rica, Larbaud, como Gide, de familias muy ricas, eran ya drop out, como lo serían más tarde los jóvenes beatniks estadunidenses. La lectura, vicio impune, droga dura, les comunicó una ebriedad, un éxtasis, que volvió sosa cualquier otra experiencia del placer.
¿Puedo terminar confesando que, ya adulta, hacia mis treinta años, lectora empedernida y endurecida por ese mismo vicio, no pude evitar que se me humedecieran los ojos al llegar a las últimas páginas de Fermina Márquez? La lectura de esta breve novela me devolvió la gracia de la inocencia, lavándome del pecado original, al menos el mío, para devolverme la capacidad del asombro. El asombro de sorprenderse ante lo real, tan secreto y enigmático en su evidencia por lo imaginario que encierra.

De maricón, puñal y otras joterías

23/Junio/2013
Confabulario
Sergio Téllez-Pon

En marzo pasado, la Suprema Corte de Justicia de la Nación resolvió que los términos “maricón” y “puñal” son homofóbicos, discriminatorios y no van acorde con las leyes de un país plural y democrático, así que prohibió su uso. Lo curioso del caso es que quien interpuso el recurso de inconstitucionalidad ante la Corte no fue un gay sino un periodista de Puebla quien fue calificado con esas palabras por un colega desde su columna. Ante la resolución, el presidente en turno de la Academia Mexicana de la Lengua, el poeta y editor Jaime Labastida, no ocultó su molestia pues consideró que la Corte se había extralimitado en sus funciones ya que no le corresponde regular el uso de nuestro idioma.

La expresión más alta de una cultura es su lengua. Y dentro de ella hay infinidad de calós de grupos o minorías que la enriquecen, uno de ellos es la jerga gay. Son lenguajes casi secretos formados para crear complicidad. Lo que Proust llamaba “la identidad de glosario” y que Didier Eribon define como esa “clase de vínculos” que “forman una red” en la “subcultura gay” (Reflexiones sobre la cuestión gay, Anagrama, 2001). Así, el habla de los gays está llena de modismos, expresiones, frases hechas, interjecciones (para todo anteponemos el “Ay,…”), muletillas y neologismos. Es por eso que, aunque la Corte nos prohíba el uso de “maricón” o “puñal”, los gays tenemos un arsenal de palabras para definirnos y usarlos con burla para revertir su carga homofóbica: maricón, puto (del cual se deriva el “puñal” ahora prohibido por la Corte), joto o jota, mana (contracción de “hermana”), obvia, torcida, quebrada… Incluso en náhuatl, escribió el cronista Salvador Novo, existía la palabra “cuiloni”, que gritaban los aztecas a los españoles que huían hacia Popotla a refugiarse bajo el Árbol de la Noche Triste; es decir, lo que en castellano conocemos como “puto” (lo que es casi mujer y no tiene valor, dice Novo).

Desde luego, la amplitud lingüística no se puede abolir con una resolución: la traductora al danés de Roberto Bolaño me contactó hace tiempo porque un párrafo de Los detectives salvajes le era particularmente complicado:

Dentro del inmenso océano de la poesía distinguía varias corrientes: maricones, maricas, mariquitas, locas, bujarrones, mariposas, ninfos y filenos. Las dos corrientes mayores, sin embargo, eran la de los maricones y la de los maricas. Walt Whitman, por ejemplo, era un poeta maricón. Pablo Neruda, un poeta marica. William Blake era maricón, sin asomo de duda, y Octavio Paz marica. Borges era fileno, es decir de improviso podía ser maricón y de improviso simplemente asexual. Rubén Darío era una loca, de hecho la reina y el paradigma de las locas. (Anagrama, 2004, p. 83.)

¿Cómo distinguir tantas categorías?, era su duda. Por supuesto, no pude darle la definición exacta que ella buscaba porque no hablo danés, así que me limité a explicarle cada una, que las entendiera para que ella misma se esclareciera y buscara la palabra adecuada. “Mariquitas” es la feminización de maricón; “mariposas” se usa para llamar a alguien muy flamboyant, un gay muy obvio, muy femenino; “ninfos” viene seguramente de “ninfas” o tal vez de “nefando”, hay una novela de José Tomás de Cuellar que se llama Chucho el ninfo (1871). “Marica”: desde una visión muy machista un poeta es casi un maricón (porque su labor es cursi), aunque no lo sea. Y Rubén Darío era una “loca” porque pertenece al siglo XIX, un siglo muy camp, muy amanerado, más en un sentido estético que un sentido sexual: camp, según Susan Sontag, es algo estéticamente afeminado, como las películas de Visconti, donde la escenografía es evidente de una loca, llena, saturada de arreglos y ornamentos, justo como la poesía de Darío. Finalmente, le dije, sería interesante consultar la versión al inglés de la novela de Bolaño para ver cómo resolvió el traductor ese párrafo sin usar gay u homosexual (seguramente usó faggot, queer, faeries, flamboyant, queens…). Por fortuna, me dijo ella, tenía un hijo gay que con la descripción podía ayudarla a encontrar las palabras exactas.

Me llama la atención que la Corte no haya prohibido el término más usado en México: “joto”. Los gays también usamos “jota”, que es la feminización de lo ya feminizado (“joto”), lo mismo sucede en el caso de “loco” que se vuelve “loca” y su variante “loquita” o, como dicen en España, “locaza”. No se sabe a ciencia cierta en qué momento se le adjudicó el uso de esa letra a la homosexualidad en México. Se cree erróneamente que es a partir de que se encierran a los homosexuales, prostitutos y proxenetas en la crujía J de Lecumberri, sin embargo, una vez le pregunté al respecto a Luis González de Alba (quien estuvo preso en el Palacio Negro al ser uno de los líderes más visibles del movimiento estudiantil del 68) y me dijo que al menos cuando él estuvo allí a los homosexuales no los mandaban a la crujía J, sino a la G. Además, la cárcel de Lecumberri se abrió apenas un año antes de la redada de “Los 41”, de manera que no pudo haber salido de allí y popularizarse tan rápido. Luego, en las cuartetas de Antonio Vanegas Arroyo que ilustró Posada con sus grabados sobre el famoso baile de “Los 41” en 1901 aparece el término cuando los llama “los famosos jotitos”; si Vanegas Arroyo lo usa es porque estaba muy difundido en el pópulo y la gente entendía a qué se refería. Años después, a finales de los veinte, Federico García Lorca lo usará como distintivo de México en su Oda a Walt Withman:

Faeries de Norteamerica.
Pájaros de La Habana.
Jotos de Méjico.
Sarasas de Cádiz.
Apios de Sevilla.
Cancos de Madrid.
Floras de Alicante.
Adelaidas de Portugal.

En las cuartetas de Vanegas Arroyo hay otra pista, tal vez la más acertada, cuando dice: “Mírame, marchando voy/ con mi chacó a Yucatán,/ por hallarme en un convoy/ bailando jota y cancán”. En este caso, “jota” se refiere, como el cancán, a un baile, un típico baile español; o sea que según esas cuartetas se les encontró bailando uno y otro bailes, en ambos se agitan las manos y se brinca mucho: de hecho, “jota” proviene del mozárabe “sáwta”, salto, derivado a su vez del latín “saltare”: saltar, brincar, bailar. También de ese baile proviene la “sota” de la baraja española y por otra parte están los derivados “xoto” o “choto” (justo como les dicen a los gays en Puebla y Veracruz). Finalmente, de “joto” o “jota” se deriva “jotear” (la acción), “jotada” (esto es, el hecho en que derivó la acción) o “jotería”, el cúmulo de jotear. Al respecto dice Enrique Serna: “El joteo contrarresta la exageración histriónica de lo masculino, limpia nuestro léxico de asperezas y nos permite sostener, con el tejido sobre las rodillas, una verdadera y natural conversación de hombre a hombre” (en Las caricaturas me hacen llorar, Terracota, 2012, p. 29).

Otro de los términos más usados en el “ambiente” gay mexicano es “chichifear”. Al respecto, hay una curiosidad en la correspondencia del poeta Gilberto Owen: al lado de Villaurrutia, Novo y Jorge Cuesta, Owen hizo la revista Ulises entre 1927 y 1928, cuya mecenas fue Antonieta Rivas Mercado. Quien la convenció de auspiciar la revista fue el pintor Manuel Rodríguez Lozano, conocido homosexual de la época que, no obstante su sexualidad, la enamoró con tal de que apoyara esa y otras causas más de su interés (el Teatro de Ulises, por ejemplo, y la primera filarmónica que dirigió Carlos Chávez). Un par de años después, desde Nueva York, donde trabajaba en el consulado, Owen quiere hacer una segunda temporada de la revista, así se lo hace saber a Villaurrutia en una carta y le dice que está saliendo con una señora con la que se ha acostado y ella podría pagarla, y así “chuleándola sin pena para beneficio de nuestra obra” él podría “rodriguezlozanearla”. Owen no era gay, como Villaurrutia y Novo, pero la conversión del apellido Rodríguez Lozano en un verbo que los gays de hoy conocemos como “chichifear” es tan ingeniosa que bien pudo habérsele ocurrido a un gay o a alguien, como es el caso de Owen, que estaba muy cerca de tantos gays. Aquí, “chichifear” se entiende como sacar provecho económico de alguien, algo cercano a estafar.

Finalmente, quienes por lo general “chichifean” son los mayates, es decir, los hombres de clase baja o trabajadora para quienes no importa que sea un hombre si para su visión parece mujer. A ellos se alude en los juicios a Oscar Wilde, quien justificó así esos encuentros: “buscar el peligro a su lado”. El “mayate”, el “chacal” o “chichifo” aparece, por ejemplo, en Stilitiano, el ladrón del que se enamora Jean Genet, como lo cuenta en El diario del ladrón. Así, puede haber un chacal que mayatea y chichifea (en teoría, cualquiera puede chichifear), pero no puede haber una jota que mayatee porque es un contrasentido. En un epigrama de Marcial, Hilo, le da prioridad a un chichifo antes que a una necesidad básica:

Contra Hilo, marica pobre
Aunque con frecuencia hay en toda tu arca una sola moneda
y esté más gastada, Hilo, que tu culo,
sin embargo no te la quitará el panadero, no el cantinero,
sino el que esté orgulloso de su exagerada verga.
Tu infeliz vientre contempla los banquetes de tu culo,
y mientras éste pasa siempre hambre, aquél devora.

Todavía en nuestro siglo, Novo reivindica su derecho a pagarse un chulo:

¡Qué le vamos a hacer! Ganar dinero
y que la gente nunca se entrometa
en ver si se lo cedes a tu cuero.

Hoy en día hay muchos heterosexuales que usan palabras o modismos de los gays. Para empezar, se recurre a la auto ofensa: es válido llamarse “joto”, “jota” o “maricón” si el propósito es anular la ofensa ajena para que con el uso pierda todo su sentido despectivo. Y ya con ese bagaje léxico entonces sí se puede “perrear”. El perreo es la vertiente gay de lo que entre los hetero se conoce como el albur, sólo que más refinado, con ironía y sarcasmo mordaz.

La resolución de la Corte sólo es una muestra más del absurdo al que ha llegado el lenguaje políticamente correcto. Una lengua viva, con su abundante vocabulario, es imposible apresarla con normas o leyes.

El andamio intelectual de Monsiváis

23/Junio/2013
Confabulario
Gerardo Antonio Martínez

La cultura fílmica, la música y la ciudad de Carlos Monsiváis se conjugan en su biblioteca personal que también deja un espacio a la diversidad sexual, la que vivió también en la lectura y en los tomos dedicados a la literatura, al estudio sociológico y al ojo del espectador plástico.

Libros fundacionales de la revolución sexual del siglo XX, como Cristianismo, tolerancia social y homosexualidad o Gay power, hasta ensayos sobre el lesbianismo de Gabriela Mistral y la versión en inglés de la novela homo erótica Der Puppenjunge del anarquista John Henry Mackay, son algunos de los 385 títulos sobre diversidad sexual que Monsiváis logró reunir a lo largo de cuatro décadas de andanzas por las librerías de viejo, y a través de  obsequios y adquisiciones directas en diferentes ciudades.

Daniel Bañuelos, encargado del rescate y catalogación de la colección privada de  Monsiváis, estima que esta biblioteca es única en el país por la importancia y por la variedad de títulos, muchos de ellos aún difíciles de conseguir en México.

“Sobre diversidad sexual dudo que otras organizaciones o bibliotecas tengan una colección más completa que esta sobre lesbianismo, homosexualismo, feminismo. Muchos de estos títulos no los tiene la UNAM”, refiere.

Desde los amarres morales de principios del siglo XX hasta la diversidad de identidades sexuales como el drag queen, el travestismo, el feminismo y el autoerotismo, estos 385 títulos, refiere Bañuelos, sólo corresponden a trabajos más académicos, sociológicos o históricos sobre la sexualidad.

Sobre la importancia de Monsiváis como mensajero de las ideas que acaparaban la atención de los activistas y estudiosos del tema en otras latitudes, Bañuelos resalta que el resultado fue un protagonismo involuntario como generador de debates en torno a los comportamientos sexuales en el país.

“Monsiváis fue uno de los primeros intelectuales que abordó la vida sexual del país, y además participó en algunos movimientos. Hubo una época en que él era referente por los libros que traía”, dice.

El resultado de estas lecturas, comenta, puede verse en varios de los libros escritos por él mismo, en colaboración con otros periodistas o estudiosos de la materia de la diversidad sexual.

“Son libros -precisa Bañuelos- que sólo puedes conseguir aquí, sobre todo de temas de homosexualidad en América Latina. Hay también muchos libros sobre la violencia; Monsiváis hizo muchos ensayos sobre la cultura queer”.

Títulos más cercanos a la dinámica nacional son algunos dedicados a la homosexualidad en el México colonial, en las prisiones,  en el Porfiriato, y el erotismo citadino.

En sus viajes subsecuentes a Nueva York, a París, a cualquier otra ciudad donde era invitado,  Monsiváis buscaba un espacio de su agenda para deambular por librerías, escarbar entre los libreros locales y ampliar su repertorio de novedades.

“Prácticamente son libros desde la década de los 60 hasta unos muy recientes”, precisa Bañuelos.

Sin sujeciones al exclusivo estudio académico de la diversidad sexual, Monsiváis también extendió su colección bibliográfica a la narrativa, la poesía y las artes plásticas.

Destaca además una gran colección de fotografía y arte homosexual. Los libreros del acervo contienen también títulos de Reinaldo Arenas, Oscar Wilde, poesía erótica mexicana y fotografía de Jean Cocteau, y una colección importante de grabado erótico.

De los títulos que falta por ubicar en la  biblioteca, aún en proceso de clasificación, está una de las ediciones de Corydon, de André Gide.

Entre las selecciones fotográficas de Monsiváis están las selecciones de Robert Mapplethorpe y Jean Cocteau, además de catálogos de pintura homo erótica del siglo XX.

El no beso de Reinaldo Arenas

“Te abrazo y no te beso para no pintarte”. Así concluye el novelista cubano Reinaldo Arenas una de las cartas que escribió a Carlos Monsiváis, fechada el 10 de abril de 1985 y  reguardada en el acervo de este autor en la Ciudadela Ciudad de los Libros.

En ella, Arenas agradece al ensayista mexicano el obsequio de un ejemplar de la revista Siempre, y relata los proyectos de viaje a Nueva York y a la ciudad de México.

En esta carta, que la familia encontró como separador del libro El color del verano  del autor cubano, Arenas adelanta la posibilidad de que Monsiváis sea invitado al Festival de Cine de La Habana y despotrica contra la serie Yo, Claudio, que transmite la televisión cubana.

“Antón (Arrufat) espera que le arañes con una crítica o comentario su cajita cerrada, que él dice ‘de Pandora’”, relata líneas adelante.

De México, confiesa Arenas, me quedé con un sabor de miel ignorada, con tan poco tiempo y siempre como con un supositorio de chile.

“Te abrazo y no te beso para no pintarte”, concluye.

Persistencia y secreto del Laberinto

22/Junio/2013
Laberinto
Heriberto Yépez

Después de Borges, pensar un laberinto es pensar la identidad. Pero el laberinto todavía tiene secretos.

El laberinto es búsqueda de centro y Ariadna, símbolo del alma. Borges y Jung fueron grandes psicólogos de esta estructura. En México, fue El laberinto de la soledad de Paz la obra que cercó su sentido.
Para entender el laberinto hay que entender a sus artífices. Al hacerlo, aparece la siguiente ruta para alcanzar su centro.
Tanto a Borges como a Paz les obsesiona el tiempo circular. Pero son hombres del tiempo lineal, moderno. A éste no pueden refutarlo: es el tiempo oficial.
Para los antiguos, el tiempo circular era una certeza; para los modernos, apenas una bella hipótesis. Lo mítico vuelto literario.
El tiempo lineal es nuestra certeza. La figura del laberinto atestigua esa transición. No es azar que nos venga, sobre todo, de la mitología griega, ahí donde el drama de la transición entre el tiempo circular (mágico) y el tiempo lineal (lógico) acendró su lucha.
El tiempo lineal está habitado por los residuos del modelo anterior. Esto es lo que Minotauro representa: la bestia del tiempo cíclico.
El laberinto es la estructura que nace del encuentro de un modelo lineal y un modelo circular del tiempo. El tiempo racional (que lo rectilíneo simboliza) y el tiempo natural (cuyo emblema es lo curvo). El laberinto es la crisis de las formas del tiempo.
El laberinto es la lucha entre lo lineal-civilizatorio-racional y lo circular-natural-inconsciente. Origina otra conciencia y existencia.
Por eso el laberinto es fascinante. Su arquitectura tomó la forma de un combate interno, una vacilación y ambigüedad. Ser mitad racionales, mitad irracionales; mitad seres del tiempo lineal, mitad del tiempo cíclico. Laberinto es indecisión y dilema.
Pero lo cíclico ya se va. Será la vícima de Teseo. Es el reinado que cae, aunque aún acecha y da forma intestina al laberinto.
La Torre de Babel cayó para siempre. El laberinto, en cambio, reaparece. Su sobrevivencia indica que todavía tiene cifras.
Sabíamos ya que simboliza el cambio de identidad, y hoy que esta transformación se dio como resultado de la victoria del tiempo lineal sobre el tiempo cíclico.
Pero esta estructura temporal todavía encierra un secreto. Un saber pasajero acerca del tiempo circular que casi ha sido derrotado, y con cuyo final el laberinto se destejerá.
Por ahora, el laberinto sigue aquí. Existe en la mente. Esta existencia mental —tenue y persistente— prueba que el último secreto del laberinto permanece escondido.
En ciertos insomnios, creo tener otra clave. Pero si considero atrevido afirmar que esta forma surge del encuentro de tiempos, me parecería grave querer terminar la solución.
Teseo quiere decirla, profanarla; Minotauro, en cambio, huye, la resguarda.

sábado, 22 de junio de 2013

Medio siglo de 'Rayuela' /y II

22/Junio/2013
Milenio
Ariel González Jiménez

Casi todos los acercamientos a Rayuela proceden de la intuición —y luego certeza— de que sus páginas trazan un juego donde, felizmente, nos perderemos. Leerla supone la decisión de jugarlo, de dar pequeños o largos saltos intentando no caer.
Y, como en todo juego que se respete, el resultado es impredecible. No solo porque la podemos leer al menos de dos formas (la convencional, que termina en el capítulo 56, más la opcional que nos sugiere Julio Cortázar), sino porque en cada línea sus personajes nos llevan inesperadamente a reflexiones que pueden presentarse como profundamente absurdas y en un instante tornarse absurdamente profundas.
Y luego, abiertamente, está la poesía. Porque solo así se puede pensar que más allá del Boulevard Jourdan, en una zona de terrenos baldíos, se puede parar y “mirar al cielo porque esa es una de las pocas zonas de París donde el cielo vale más que la tierra”.
En todo caso, el juego de la prosa de Rayuela, que por momentos parece no ir a ninguna parte, y el de su poesía que termina contándolo todo, se construye desde un lenguaje singular, único. Cortázar lo preveía desde sus cartas a Jean Bernabé, quien podía entenderlo desde su posición de escritor y lingüista:
“…muchos lectores que aprecian mis cuentos habrán de llevarse una amarga desilusión si alguna vez termino y publico esto en que estoy metido. Un cuento es una estructura, pero ahora tengo que desestructurarme para ver de alcanzar, no sé cómo, otra estructura más real y verdadera; un cuento es un sistema cerrado y perfecto, la serpiente mordiéndose la cola; y yo quiero acabar con los sistemas y las relojerías para ver de bajar al laboratorio central y participar, si tengo fuerzas, en la raíz que prescinde de órdenes y sistemas”.
Desestructurándose, Cortázar consigue inventar una lengua para Rayuela. Es por eso que, como dice Severo Sarduy (de quien el Fondo de Cultura Económica acaba de publicar el tomo III de sus Obras), “Rayuela es una novela sobre el sujeto. La búsqueda de Oliveira (la de la totalidad gnoseológica) es la de la unidad del sujeto. Pero tratar del sujeto es tratar del lenguaje, es decir, pensar la relación o coincidencia de ambos, saber que el espacio de uno es el del otro, que en nada el lenguaje es un puro práctico-inerte (como creía Sartre) del cual el sujeto se sirve para expresarse, sino al contrario, que éste lo constituye, o si se quiere, que ambos son ilusorios”.
Ni el español, ni el glíglico (esa lengua que inventó la Maga para poderse entender con Oliveira) son meros instrumentos de los personajes de la novela, sino su textura y esencia mismas.
“Cuántas palabras —dice Oliveira—, cuántas nomenclaturas para un mismo desconcierto. A veces me convenzo de que la estupidez se llama triángulo, de que ocho por ocho es la locura o un perro. Abrazado a la Maga, esa concreción de nebulosa, pienso que tanto sentido tiene hacer un muñequito con miga de pan como escribir la novela que nunca escribiré o defender con la vida las ideas que redimen a los pueblos”.
Ya desde El perseguidor, ese relato de ruptura con su patrimonio cuentístico, Cortázar anunciaba a Oliveira. Allá era Johnny, el músico brillante que se autodestruye a cada paso, el que descree del mundo y sus más conspicuos representantes, el que despotrica contra la seguridad que éstos sienten (“seguros de qué, dime un poco, cuando yo, un pobre diablo con más pestes que el demonio debajo de la piel, tenía bastante para sentir que todo era como una jalea, que todo temblaba alrededor, que no había más que fijarse un poco, sentirse un poco, callarse un poco, para descubrir los agujeros. En la mano, en el diario, en el tiempo, en el aire: todo lleno de agujeros, todo esponja, todo como un colador colándose a sí mismo…”). En Rayuela es Oliveira el que se burla de los que todo lo sienten bien, porque él tiene todo el tiempo “la sospecha física de que algo no andaba bien, de que casi nunca había andado bien. No era ni siquiera un problema, sino haberse negado desde temprano a las mentiras colectivas o a la soledad rencorosa del que se pone a estudiar los isótopos radiactivos o la presidencia de Bartolomé Mitre”.
Oliveira anda por la vida buscando sin buscar. Por eso encuentra a la Maga (“Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”), con la que compartirá más de un desfiladero y no pocos abismos. Es por las preguntas de ella que el intenta todas las respuestas. “La Maga —escribe Sarduy— lo ignora todo, su vida es una constante pregunta, su emblema novelístico es el signo de interrogación. Pero esta querencia, como si preguntar fuera la respuesta por excelencia, opera una inversión en su ignorancia. La magia de la Maga, es decir su esencia, es su sabiduría. En el fondo, todo lo sabe, no intelectual sino mánticamente, no por información sino por intuición”.
Las preguntas de la Maga son la única comodidad de la que dispone plenamente Oliveira, porque responda o no, siempre sabe lo duro que es saber. Una de las tantas enseñanzas que, como en un juego, aprende uno en Rayuela: “Felices los que eligen, los que aceptan ser elegidos, los hermosos héroes, los hermosos santos, los escapistas perfectos”.

miércoles, 19 de junio de 2013

Medio siglo de Rayuela: el juego que no termina

19/Junio/2013
La Jornada
Javier Aranda Luna

Desde 1954 Julio Cortázar se sentía muy a disgusto por los textos que se publicaban. ¿Ha visto usted lo que se publica habitualmente en las revistas?, le preguntaba en una carta a Juan José Arreola. Los cuentos publicados, decía, eran producto de la haraganería o la incapacidad de los escritores porque eran difusos tratamientos de cualquier tema.
Se publicaban cuentos con el mismo lenguaje más o menos discursivo de la novela y ahí está la burrada: un cuento es siempre el vellocino de oro, y la novela es la historia de la búsqueda de ese vellocino.
Para él, el cuento era una especie de parapoesía. Una actividad misteriosamente marginal en relación con la poesía y sin embargo unida a ella por lazos que faltan a la novela, una verdadera lástima.
Cuatro años después escribía algo similar sobre la novela, pues cada vez más me aburren profundamente. Los escritores se quedaban en la sicología exterior, le escribía a Jean Barnabé, aunque crean ir muy al fondo. La realidad cotidiana en que creían vivir es apenas el borde de una fabulosa realidad reconquistable. Algo que la novela no hacía y que debía hacer.
En este ambiente de crítica a dos géneros literarios petrificados nació Rayuela, la antinovela por excelencia que no ha perdido su vitalidad en medio siglo.
Sigue sacudiendo a sus lectores quizá porque el alud de las novelas que cada año se publican siguen padeciendo de los mismos defectos.
Desde 1958 Cortázar quería escribir otra novela, una especie de resumen de muchos deseos, de muchas nociones, de muchas esperanzas y también, por qué no, de muchos fracasos. La crónica de una locura.
Estaba convencido de que nada ocurre de una cierta manera, sino que cada cosa es a la vez muchísimas cosas. Por eso quería construir una narración hecha desde múltiples ángulos.
La primer versión de Rayuela que originalmente se iba a llamar Mandala estaba llena de materia explosiva una especie de bomba atómica en el escenario de la literatura latinoamericana. Y no exageraba.
Si uno revisa la correspondencia de Cortázar resulta claro que la crítica profesional ninguneó a Rayuela, la bomba de Cortázar. O no la leyó o la leyó tan mal que no se atrevió a arriesgar siquiera razones ni sinrazones para descalificarla, probablemente por el ya ganado prestigio de Cortázar como escritor. Criticar al cuentista reconocido por Borges no era una empresa precisamente cómoda para ese mundo amante del confort y del menor esfuerzo.
Cortázar le escribe a su editor, Paco Porrúa, que le llama la atención que ni siquiera las rarezas formales del libro saquen a esos tipos de su actitud habitual que es la de leer emborregadamente el libro, con una falta total de pasión. Rayuela, escribió entonces, buscaba la pelea; la va encontrando pero a mí me hubiera gustado una pelea más alta y más digna de todos.
Lo que la crítica profesional no vio, lo miró muy bien el escritor Mario Vargas Llosa: que el meollo de Rayuela era el juego y la libertad. La gana de que el lector fuera el personaje central del libro.
Cortázar quería exasperar al lector y convertirlo, como le escribe a Jean Barnabé, en una especie de frère ennemi, un cómplice, un colaborador de la obra: “Estoy harto de eso que un personaje de mi libro llama ‘el lector-hembra’, ese señor o señora que compra libros con la misma actitud con que contrata a un sirviente o se sienta en la platea de un teatro: para que lo diviertan o para que lo sirvan”.
Quiso que Rayuela se pudiera leer de dos maneras: como le gusta al lector-hembra, y como me gusta a mí, lápiz en mano, peleándome con el autor.
Rayuela es una crítica contundente a la sociedad occidental que oculta su verdadero rostro en una máscara; una crítica al mundo intelectual atado por las formas, cada vez más lejos de la vida y la poesía, el juego y la libertad.
Yo creo que se escribe y se lee porque la vida no basta. Por eso ceñirla a fórmulas huecas resulta absurdo. Jugar a la rayuela nos lleva al cielo. Hay que saltar y divertirse para ello.
¿Qué pensaría ahora Julio Cortázar cuando ya se han hecho incluso estudios lingüísticos del glíglico –ese lenguaje inventado por él en el que los amantes cifran su mundo privado– con el que escribe el capítulo 68 de Rayuela? ¿Qué de las tesis sobre los adjetivos que usó? ¿Qué de las ondas expansivas de la explosión sorda con que Rayuela cimbró las letras hispanoamericans y que aún siguen sacudiendo a nuevos lectores?
Pocas novelas, contranovelas o antinovelas siguen tan vivas como Rayuela. ¿Será porque su personaje principal sigue siendo el lector? ¿Porque al tocar la vida tocó también la poesía, esa memoria oculta que nos permite vislumbrar la otra orilla?

domingo, 16 de junio de 2013

Releer Rayuela

16/Junio/2013
Jornada Semanal
Xabier F. Coronado

Pocas novelas contemporáneas mantienen el impacto y la fortaleza que parece tener Rayuela al cumplir cincuenta años de su publicación. La novela más difundida de Julio Cortázar (1914-1984) fue publicada en el lejano verano de 1963, época que fue preámbulo de cambios determinantes, sobre todo para la literatura latinoamericana. Después de medio siglo, el laberíntico texto de Rayuela resurge del ligero aletargamiento de los años gracias a la oleada de notas de actualidad que se abrazan en felicitación unánime por su cincuenta cumpleaños.
Si trascendemos esa corriente generalizada y, después del tiempo transcurrido, releemos la novela, la primera pregunta que surge es acerca de su vigencia tanto a nivel literario como existencial. No cabe duda que Rayuela fue un texto innovador que contribuyó a la transformación de la narrativa en español. Cortázar, desde una ubicación y un planteamiento híbrido de autor euro-americano, encontró la fórmula en una simbiosis efectiva que se consolidó, durante las décadas siguientes, a través de un exilio literario que escapaba de las dictaduras americanas rumbo a Europa. Muchos de esos escritores buscaron las huellas de Oliveira y de la Maga en las calles de la rive gauche, una referencia indispensable.
Quizás el ambiente del París actual y de la Europa presente se asemeja, salvadas las distancias, al de aquellos años previos al estallido del ’68, cuando no sólo la juventud, sino casi toda una sociedad, reclamaba algo diferente. Las consecuencias de las guerras, que habían destruido la vida cotidiana europea durante dos tercios de siglo, habían hecho mella en muchos individuos. Algunos tomaron conciencia de que la opresión surgía al consentir la repetición de modelos sociales impuestos; entonces unieron fuerzas para intentar un cambio…, otros optaron por una lucha individual que casi siempre los arrojaba a callejones introspectivos oscuros y sin salida.
Las voces que nos hablan en Rayuela están en esa búsqueda colectiva o individual por encontrar un sentido a la existencia. Los miembros del Club de la Serpiente, cada uno desde su posición personal, participan en el juego de Rayuela, desde Oliveira o Morelli hasta la Maga, que es el contrapunto anhelado para fluir en el vértigo del instinto y liberarse del estancamiento de la razón. Así reflexiona Horacio ante la evidencia de la dualidad personificada en su complemento femenino: “Hay ríos metafísicos, ella los nada como esa golondrina está nadando en el aire, girando alucinada en torno al campanario, dejándose caer para levantarse mejor con el impulso. Yo describo y defino y deseo esos ríos, ella los nada. Yo los busco, los encuentro, los miro desde el puente, ella los nada.”
Si releer Rayuela contesta la pregunta inicial sobre su vigencia, también puede aclarar otras cuestiones trascendentales que siguen sin respuesta en nuestra mente. En sus páginas están las cicatrices de heridas abiertas en la lucha por superar la angustia vital que nos invade. Si nos decidimos a releer sus páginas, el autor nos obliga a tomar una decisión, la misma que hay que enfrentar siempre que abrimos este libro: elegir entre una lectura parcial, que abarca la mitad del texto; o total, con los capítulos prescindibles que el propio escritor nos da licencia de no leer –como ya proponía Pérez de Ayala a sus lectores en varias novelas.
Hay quienes abren las páginas de Rayuela y toman la decisión de la lectura integral, algunos eligen la opción lineal y otros, a pesar de que no concluyen ningún camino propuesto, realizan su propia lectura. Porque Rayuela es una novela esférica de plurales lecturas, un planeta de espejos que refleja ideales literarios y filosóficos, un experimento que se puede interpretar desde diversas perspectivas: “…pretendía hacer de su libro una bola de cristal donde el micro y el macrocosmos se unieran en una visión aniquilante”.
Para seguir hablando de Rayuela es indispensable realizar el ejercicio de la relectura en cualquiera de sus posibilidades. Debemos atrevernos a releer las páginas que Cortázar nos deja escritas en este fragmentado libro, o a leerlas por primera vez. Rayuela es un texto difícil porque no es literatura de consumo sino filosofía literaria en su estado más sincero, un clásico en temas existenciales que requiere, además de voluntad, oficio e inquietud, toda la atención en cada página.
Rayuela es un camino ascendente desde lo terrenal, un juego de búsqueda a saltos, a través de 155 capítulos que se convierten en modelos para armar la estructura que lleva al objetivo final: alcanzar el cielo; “…un mundo donde te movías como un caballo de ajedrez que se moviera como una torre que se moviera como un alfil”.
Cortázar plantea su versión del juego: una búsqueda de la visión de casilla en casilla, de París a Buenos Aires detrás de la Maga, de Horacio, de Morelli… Una senda personal, un mapa donde se marca la ruta que explora un nuevo modelo de literatura. La genialidad del autor está en dejarnos las fichas del juego para obtener nuestro propio modelo.
En la opción integral, entre los capítulos 34 y 35, hay una secuencia que Cortázar nos propone leer [87, 105, 96, 94, 91, 82, 99] y que sugerimos releer. Este intervalo de fuga es una muestra de lo que se puede encontrar en la novela: un grupo de personas que sobrevive en un marco urbano, que divaga o debate sobre la vida y el sentido final de la literatura, individuos que desde sus propias peculiaridades muestran las diferentes vertientes de la historia.
Rayuela es un viaje circular, hacia fuera y hacia dentro, de forma y fondo, de lenguaje y realidad. Un texto articulado que se retuerce en espiral movido por corrientes vitales de energía. Para terminar, sólo resta decir que Cortázar, como Morelli, “no se complicaba la vida por gusto, y además su libro es una provocación desvergonzada como todas las cosas que valen la pena”.