jueves, 31 de marzo de 2011

Noctuarios

31/Marzo/2011
Milenio
Jorge F. Hernández

De noche amanecen las sombras que de día se disfrazan con la luz. De noche la conversación de silencios resucita a los difuntos con palabras sin habla, trazos de sílabas que se dibujan como luciérnagas sobre el terciopelo de los desvelados: nadie nos oye la memoria en voz alta y a nadie parece molestar la callada imaginación desatada en duermevela. De noche, hay alguien al otro lado del mundo que ya amaneció el día que nos hereda y uno vive la madrugada como víspera de un recuerdo intacto. De noche asumen su eternidad los escritores entrañables.

Se cumplen cinco años de la muerte de Salvador Elizondo, pero aquí no ha dejado de habitar la madrugada que alarga sus párrafos, la trastocada vigilia —como tela de un tweed inglés— donde su caligrafía perfecta se desenreda como enredadera por las páginas de sus libros, inundando las paredes y recorriendo los estantes donde reposan callados todos los libros que él mismo condensa en su prosa, pintados como acuarelas en sus cuadernos ya eternos. Elizondo el escritor incansable que más allá de la muerte sigue escribiendo las raras etimologías de las sílabas que se escuchan como música callada, significados en cada vocal de la imagen en blanco y negro como gelatina fotográfica de un universo que se lee cada vez como si fuese la primera vez en el tiempo en que un solo instante se vuelve interminable, sin dejar de ser el fugaz momento en que alguien lo murmuró sin aprehenderlo. Elizondo, el grafógrafo que estilográfica en ristre acometía los idiomas del alma; pintor de paisajes de palabras; catedrático hasta en la sobremesa y figura del toreo en medio de una conversación donde era capaz de atajar una metáfora con el requiebro tajante de una larga cordobesa y salir andando de la suerte hacia el burladero del humo para brindar con hielos el líquido amniótico de la malta añejada en la saliva como un recuerdo pronunciado en alemán. Elizondo, el de la carcajada enmarcada bajo unos quevedos que lo ven todo y el que sostiene un gruesa pluma fuente que ha de trazar sobre la página en blanco los hilos en tinta de la imaginación. El escritor, supuestamente desaparecido hoy hace cinco años, cuyo más reciente libro El mar de iguanas (Atalanta, 2010) aparece en la mesa de novedades de librerías en México y España sin que haya ni un solo libro o autor supuestamente vivos que le lleguen a los talones de su inapelable calidad literaria.

En un acierto más, de los que acostumbra el editor Jacobo Siruela, su sello Atalanta publica El mar de iguanas con atinado prólogo de Adolfo Castañón y lúcida guía de Paulina Lavista, la maravillosa fotógrafa que compartió con Elizondo el decurso de la azorada aventura de su mente. Los devotos y deudores de la alta literatura de Elizondo ya conocíamos la “Autobiografía precoz”, el magistral relato “Ein Heldenleben” y la breve obra maestra “Elsinore” (considerada por una amplia encuesta entre escritores mexicanos supuestamente vivos como la más importante novela publicada en México durante los pasados años), mas lo que no conocíamos eran los párrafos inéditos hasta ahora del primero de cuatro cuadernos que Elizondo escribió como Noctuarios y que se perfilaban para convertirse en un libro —misceláneo, inasible, raro y desafiante como toda feliz pesadilla de sus madrugadas— que titularía “Mar de iguanas” y que ahora, convertido en su destino de libro no más que imaginario, da título a este bella antología indispensable.

Se sabía que Salvador Elizondo escribía incluso cuando no estaba escribiendo, que redactaba cada hálito de su respiración y cada rendija de lo visto se volvía prosa o por lo menos, cita o referencia de algún verso leído, trama memorizada o guión cinematográfico. Se sabía que Elizondo habitaba la noche en mares de tinta y que incluso sus pequeñas acuarelas son historias cuyos trazos denotan personajes y palabras. Se sabía de sus Diarios: ochenta y tres cuadernos de anchas hojas, tapas negras y en octavo mayor que son biombo de su vida y pensamientos… una enciclopedia autobiográfica de casi novecientas páginas que inició a los doce años de edad y dejó abierta a las madrugadas tres días antes de su muerte. Lo que no se sabía a ciencia cierta es de la existencia de esos Otros cuadernos, ajenos a lo diario, palabra de insomne, imaginación instantánea del sueño que el propio Elizondo tituló Noctuarios.

Bien explica Paulina Lavista que entre agosto de 1986 y diciembre de 1997, Elizondo emprendió la navegación de las madrugadas en esos Noctuarios, “a manera de lo que se entiende como pintura à la prima, es decir, lo que le viene a la mente durante el desvelo, como un esbozo o apunte (que) sin embargo, al penetrar en su lectura el libro consigue una unidad y una novedad en su propuesta”. En el útil y lúcido prólogo a la ahora edición de El mar de iguanas, Castañón apuntala que “Noctuario es una voz que no se encuentra en el Diccionario de la Real Academia pero que sirve para designar o bien una suerte de reloj marítimo, o bien el espacio donde se encuentran cautivos en el zoológico ciertos animales y aves de vida nocturna. Si el ‘diario’ recoge las anotaciones realizadas a la luz del día, el ‘noctuario’ registrará los sueños, imaginaciones y percepciones sostenidos durante la noche”.

Aquí entonces, Elizondo: el ave que sigue en vuelo entre las sombras de las madrugadas, pleno de imaginaciones inmediatas y palpables, cazadas al vuelo como plumas que ondulan entre las sombras recién renacidas en medio del bullicio del silencio. Aquí y ahora: Elizondo que deambula por las calles de Londres y evoca el recuerdo más remoto, un grabado de Durero donde la melancolía parece anunciar un futuro que parecía prefigurarse desde el vientre materno y sale como murmullo en medio de la noche, donde el escritor escribe sabiéndose leído, años después, en el mismo instante en que escribe que alguien lo lee para que no le quepa la menor duda de que escribe y es leído; él, el escritor que se lee al releerlo al instante exacto de hace mil años que hoy mismo leo en la madrugada en que se lee por primera vez lo que ya le habíamos leído al momento de saberse escrito… tan lleno de vida.

sábado, 26 de marzo de 2011

Escribir sobre esta catástrofe

26/Marzo/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

Hace unos días, Japón sufrió un potente terremoto, un tsunami avasallador y, de nuevo, la amenaza radioactiva. Esto nos hace preguntarnos como periodistas, historiadores o escritores: ¿es posible describir las catástrofes?

La prosa desarrolla lo lineal; el desastre, en cambio, lo destruye.

La prosa no puede describir lo desastroso. La prosa ordena. La catástrofe todo lo vuelve caos.

Y la poesía asemeja estructuralmente al desorden, la dispersión y el despedazamiento que producen los desastres y las guerras, pero si la poesía imita a la destrucción deja de narrar historia, la esencia de lo catastrófico: experiencia tremenda.

El desastre y la guerra son discontinuidad del orden normal pero continuidad de la fragmentación. Este doble cariz hace que ni la prosa ni la poesía puedan asemejárseles.

La escritura se declara impotente para describir siniestros.

Transcribo del ensayo “America’s Hiroshima, Hiroshima’s America” de P. Schwenger y J.W. Treat, incluido en el libro Asia/Pacific as space of cultural production, editado por Rob Wilson y Arif Dirlik:

“…el poeta Hara Tamiki, se preguntaba si el significado de la bomba atómica podía ser capturado por alguien cuya propia piel no hubiese sido quemada. Al afirmar que quienes no son hibakusha [sobrevivientes] permanecen por siempre externos a su experiencia, él situaba a Hiroshima más allá de una posible asimilación incluso a través de las herramientas culturales más avanzadas. La escritora Takenishi Hiroko especulaba sobre el potencial del lenguaje mismo después del 6 de agosto, cuando escribió: ‘¿Qué palabras podemos usar ahora? Y, ¿para qué fines? Y aun: ¿qué son las palabras?’”.

Algunas escrituras se desarticulan para parecerse a la catástrofe. Al hacerlo, mutilan, asimismo, la experiencia catastrófica.

Entonces, ¿se puede escribir la catástrofe? ¿O está la catástrofe condenada a no poder ser escrita?

Ante guerras y cataclismos, el periodismo se hace esta pregunta. La solución que suele adoptar en sus géneros escritos o audiovisuales es mostrar un pedazo de historia de sobrevivientes —mostrar ruinas—; dar voz al testimonio de aquellos que vivieron el desastre.

Mediante el testimonio-del-sobreviviente, la catástrofe se humaniza.

El testimonio-del-sobreviviente vuelve la catástrofe narrable. Pero al volverla narrable, al humanizarla, la catástrofe es reducida a microhistoria. Toma dimensión biográfica, pequeña; vuelve manejable aquello que es —hecatombe— gigantesca des-historia.

La catástrofe sobrepasa las capacidades de la escritura.

Parecería que la mejor representación de la catástrofe son las películas. Esto humilla a la escritura.

Sismo, maremoto, huracán e invasión también asolan al texto. La catástrofe hiere, descompone, hacen sucumbir a la escritura. El lenguaje no tiene la última palabra.

Por una ética de la lectura

26/Marzo/2011
Laberinto
Juan Domingo Argüelles

Un hombre discreto —escribió Descartes— no tiene la obligación de haber leído todos los libros ni de haber aprendido con esmero todo lo que se enseña en las escuelas; fuera incluso cierto defecto en su educación el haber empleado demasiado tiempo en el ejercicio de las letras. Tiene muchas otras cosas que hacer en su vida”.

Puesto que ha seguido caminos que otros le han marcado y repetido ideas bajo la autoridad de sus preceptores, resulta casi imposible que la mente de cualquier estudiante o graduado no se encuentre “llena de una infinidad de falsos pensamientos” y de conceptos nunca digeridos. Ha seguido instrucciones, ha leído manuales, ha cumplido con preceptivas. Lo que le ha faltado es el sabio ejercicio de pensar por sí mismo.

Este certero juicio del gran pensador francés del siglo XVII sigue vigente, y es más actual hoy que nunca. La sociedad escolarizada hace sentir en todo momento que la única posibilidad de aprender algo que valga la pena está en las aulas y en los libros.

Al igual que Montaigne, Descartes desconfiaba, razonablemente, de esta fe escolástica que no deja nada ni al azar ni a la propia iniciativa. Advierte que, luego de pasar tantos años en la escuela (tantos que, en muchos casos, abarcan toda la vida), una persona escolarizada en sistemas rígidos, esquemáticos y predecibles, necesitaría, para despertar sus capacidades dormidas, “deshacerse de las malas doctrinas que ocupan su espíritu” y que no le permiten comprender que la verdad no está establecida en ningún manual ni en ninguna autoridad irrebatible, sino en la propia experiencia que nos llevará más de una vez al error pero también, más de una vez, al acierto.

Padre del racionalismo, Descartes aconsejaba desconfiar incluso de los libros mismos, y emplear la duda y el razonamiento para conseguir algo más que simples definiciones eruditas, tan rígidas como cualquier fe religiosa, pues “aunque en los libros estuviese contenida toda la ciencia que deseáramos, lo que de bueno tienen está mezclado con tantas cosas inútiles y desperdigado confusamente en un montón de volúmenes tan gruesos, que fuera menester más tiempo para leerlos del que tenemos que permanecer en esta vida, y mayor ingenio para escoger las cosas útiles que para encontrarlas nosotros mismos”.

Más tarde, en el siglo XIX, Schopenhauer llegaría a la misma conclusión: “Hay que leer sólo cuando se seca la fuente de los propios pensamientos”. Más aún: no hay que leer en demasía pues, en este exceso, el espíritu se habitúa al sucedáneo del libro y pierde de vista la realidad. “El mucho leer —sostiene— priva al espíritu de toda elasticidad, ya que es como mantener un muelle bajo la presión continua de un gran peso, y el método más seguro para no tener pensamientos propios es coger un libro en la mano en cuanto disponemos de un minuto libre”.

Esta idea es anterior a Cristo. En el Fedro, Platón la atribuye a Sócrates y éste al rey egipcio Tamus, hasta convertirla en un apotegma impopular: “No hay que confundir la escritura con la verdad”. El libro es sólo una reminiscencia del pensamiento; un medio, nada más, jamás un fin: idea que reactivan y actualizan, a lo largo de los siglos, Montaigne, Descartes, Lichtenberg, Hazlitt, Schopenhauer y Henry Miller, entre algunos de los más ilustres escritores y lectores que aconsejan cultivar con esmero el arte de pensar para no hacer un dogma del hábito de leer.

Descartes nos llama, muy particularmente, a emplear útil y placenteramente el ocio y el estudio, a no confiar demasiado en la memoria (que suele retener muchas cosas inútiles) y a desarrollar del mejor modo nuestras capacidades de reflexión y de sentimiento, más allá de las aulas y más allá de los libros, “pues el fin de los estudios debe ser la dirección del espíritu”.

Desgraciadamente, son muchos los espíritus escolarizados que se oponen a Descartes, y creen, con absoluta fe, que sus grados académicos o sus muchos libros leídos son pruebas irrefutables de inteligencia y equivalen al saber incontestable. Son aquellos, dice Hazlitt, que cuando se les pregunta qué piensan sobre determinado asunto, no dicen lo que ellos piensan (porque no suelen pensar nada) sino lo que han leído, y si no tienen los libros a la mano, para certificar sus dichos, se sienten abandonados.

Es bueno leer libros, con tal de que los libros agucen nuestros sentidos y nuestro pensamiento, activen y reactiven nuestro cerebro, para pensar en lo que estamos leyendo o en lo que ya hemos leído, y enriquecer esa experiencia de la lectura con nuestra propia reflexión autónoma. De otro modo, leer es sólo un buen pasatiempo que, en su peor extremo, puede hacernos creer que somos sabios. Los libros deberían enseñarnos a dudar, incluso de los libros, pues nada se compara con la experiencia propia de hallar respuestas, no necesariamente escritas, a lo que nos inquieta, nos perturba o simplemente nos interesa. Hay que dudar incluso de la duda, es decir del propio pensamiento.

Deberíamos tener muy claro que sin el pensamiento propio los grandes escritores sólo hubieran escrito comentarios de libros. Por ello, las bibliotecas antiguas están llenas de lápidas más que de pensamiento vivo. En coincidencia con otros espíritus doctos, Alfonso Reyes concluyó que la paulatina destrucción de la Biblioteca de Alejandría no fue, como suele afirmarse, una terrible desgracia para la humanidad, pues “si llega a conservarse íntegro el acervo de los antiguos, ni la Antigüedad nos parecería tan estimable, ni acaso nos dejaría pensar por nuestra cuenta”.

Dice Descartes: “Es preciso saber lo que sea la duda, el pensamiento y la existencia, antes de quedar plenamente persuadidos de la verdad de este razonamiento: dudo luego existo, o, lo que es lo mismo, pienso luego existo”. En otras palabras, a pensar se aprende pensando, y a dudar se aprende dudando. Tal es el principio no sólo de toda filosofía, sino de todo pensamiento. Los libros nos enseñan muchas cosas, pero lo mejor que tienen los libros está sin duda fuera de los libros: es la realidad viva y avasallante de la que están hechos precisamente los libros.

Los libros pueden reforzar nuestra conciencia de ser, pero es la experiencia de cada quien, con libros o sin libros, la que le enseña el sentido común y la noción de lo que es valioso y grato. Por ello, se puede llegar a ser feliz sin libros, y por ello, también, sin que esto sea una fatalidad, se puede llegar a ser muy infeliz a pesar de los libros, el mucho saber y la más amplia erudición.

La cultura escrita no nos promete jamás la felicidad que no seamos capaces nosotros mismos de procurarnos en la realidad. Los libros tendrían que ser buenos reactores, pero somos nosotros, y no ellos, quienes los dotamos de vida. Las palabras no pueden nunca sustituir a los actos; la teoría no es experiencia.

Descartes escribe: “No puedo creer que existiera nunca nadie tan estúpido que, antes de que le hayan enseñado lo que sea la existencia, no pueda concluir y afirmar que existe. Lo mismo sucede con la duda y el pensamiento. Digo más: es imposible que alguien aprenda esas cosas por otra razón que por sí mismo y que esté persuadido de ellas de otro modo que por experiencia propia y por esa conciencia o testimonio interno que cualquiera experimenta en sí cuando examina las cosas. Así como en vano definiríamos el color blanco para que llegara a comprenderlo alguien que no viera nada, y así como bastaría abrir los ojos y ver el color blanco para conocerlo, así también para conocer lo que sean la duda y el pensamiento basta con dudar o pensar. Eso nos enseña todo lo que podemos saber al respecto y nos muestra mucho más que las más exactas definiciones”.

La escuela se ha arrogado el derecho ya no sólo de vender el conocimiento como una mercancía, sino también de certificarlo y, en no pocas ocasiones, de deslegitimar todo aquel saber autónomo que haya sido adquirido fuera de las aulas. Ha convertido en fe lo que en un principio era duda: la fe universitaria como moderna religión laica. Asimismo, en el caso de la lectura, la sociedad culturalista ha venido confundiendo el medio con el fin, el instrumento con el valor final. Del mismo modo que alguien con un título académico se torna dogmático porque “sabe”, la cultura ilustrada está autoconvencida de que sabe porque lee, y de que todo el saber que importa está contenido únicamente en dos recipientes: el aula y el libro. Confunde, obviamente, la erudición con la inteligencia, la memoria con el saber, y la destreza con el conocimiento. La duda, en cambio, es el principio de la filosofía. Será quizá por esto que la educación tecnocrática la ha desterrado de su república escolar perfecta.

Vivimos en una sociedad ávida de diplomas y de grados, sin que importen demasiado el sentido común y la sensatez. Asimismo, vivimos en permanente angustia de acumulación de lecturas (el famoso índice lector), sin importar casi nada la asimilación e integración al espíritu de lo leído. Bajo este supuesto, quien lee más es mejor. Sin embargo, como lo ha señalado atinadamente Jaime Smith Semprún, en La cara oculta de la inteligencia, lo importante no es almacenar información ni coleccionar destrezas, sino saber qué hacer con ellas y con un propósito benéfico. En otras palabras, “la cultura no es exhibir, es asimilar que nuestra alma e inteligencia absorban y digieran una serie de conocimientos, experiencias y facultades que le permitan ejercitarlas”.

No por leer más libros se comprende mejor o se es más inteligente. La inteligencia implica muchas cosas más allá de leer. La inteligencia también involucra las emociones y, muy especialmente la ética de nuestros actos. Mientras más torpe y dañosamente se comporte un experto en algo, mientras menos respetuoso sea del pensamiento y la libertad de los demás, menos inteligente es, aunque haya alcanzado todos los grados académicos y se haya leído toda una biblioteca.

Smith Semprún tiene una caracterización del ser inteligente que va más allá de las definiciones: “Ser inteligente es armonizar todas las facultades, dosificarlas, desarrollarlas, utilizarlas, comprenderlas, saber para qué sirve cada una. Por ejemplo, la razón para razonar, para pensar lógicamente, pero también para saber que, a veces, más importante que tener razón es ser razonable”.

Esta última observación la hubieran podido firmar Montaigne y Descartes, lejos siempre de todo fanatismo, y siempre dispuestos a encontrarles el mejor servicio a las paradojas. Ser razonable siempre es por supuesto mejor que tener siempre la razón, porque el que tiene siempre la razón, o desea tenerla siempre, es alguien que no admite otra razón que no sea la suya.

Para comenzar a desarrollar una ética de la lectura y, más todavía, una ética de la cultura, hay que comenzar por ir desterrando los fundamentalismos culturalistas y las viejas creencias insostenibles, desde el determinismo del coeficiente intelectual —el famoso IQ de Stern y Binet— hasta el valor absoluto que se concede a los instrumentos de persuasión, como la cátedra y el libro. Hay que comprender mejor para distinguir bien, y para aceptar con humildad y con inteligencia que, como ha escrito Smith Semprún, “no es inteligente saberse la guía de teléfonos de memoria; no es inteligente ganar a todos al ajedrez; no es inteligente saberse todos los teoremas y ecuaciones matemáticas, ni ser el primero de la clase y tener un coeficiente intelectual de más de 120”.

Lo realmente inteligente es saber que nada de eso nos salva de cometer estupideces y dañar a los demás y a nosotros mismos. Lo realmente inteligente es poseer imaginación para saber utilizar la inteligencia, y saber que de poco sirve absorber, aprender y adquirir conocimientos si lo único que hacemos con ellos es almacenarlos en un confuso depósito, sin darles jamás la armonía y la integración en nuestro espíritu. Hoy hasta los criminales pueden ser calificados de inteligentes, como si la inteligencia no estuviera en contradicción con la maldad; y muchos hombres públicos (políticos, funcionarios, empresarios, especuladores, etcétera), reputados de inteligentes, han sido responsables de la ruina del mundo, lo cual es suficiente para probar que no eran muy inteligentes.

En su calidad de fetiche de la Cultura Culta, desde sus orígenes le hemos concedido al objeto libro connotaciones mágico-religiosas que llegan a nuestros días con un místico y dogmático manto pedagógico y un inocultable tufo demagógico-redentorista más cercanos al mesmerismo que a la lógica. Pensamos que el libro por sí mismo posee poderes magnéticos y nos olvidamos que la fuerza del libro no reside en el libro en sí, sino en el pensamiento, las ideas y las emociones que podemos activar al leer libros. Más allá de misticismos, incluso lo más importante de los libros no es lo que contienen, sino lo que suscitan.

El día que comprendamos y admitamos, razonablemente, que muchos de nuestros supuestos culturales y librescos requieren de un buen análisis, una amplia reflexión y la prueba de fuego de la razón ética, ese día comenzaremos a entender algo más valioso que únicamente leer libros y acumular lecturas.

Cioran o la lucidez

26/Marzo/2011
Milenio
Ariel González Jiménez


Empecemos por las correcciones, si es que se acostumbran en estos casos: no recuerdo quién —pero seguro sabía de qué hablaba– me dijo que Cioran no se pronunciaba tal como lo hacemos casi siempre (literalmente), sino Chioran, lo mismo que el nombre de su paisano Mircea (Eliade), que viene a ser algo así como Mirchea. Bueno, pues desde entonces los pronuncio a ambos de esta manera causando no poco desconcierto entre algunos.

Ahora que estamos en la antesala del centenario del primero, me da igual, sin embargo, cómo habré de pronunciar en lo sucesivo su nombre, porque de seguro a él —que escribió: “Todo el secreto de la vida se reduce a esto: no tiene sentido, pero todos y cada uno de nosotros le encontramos uno”— no le habría importado. ¿O sí?

Dígase como sea, estamos hablando de un pesimista cuya lucidez nos hacía pensar en términos optimistas cuando menos acerca del futuro de la literatura de la desazón. La nombro así deliberadamente, porque aunque todas las evocaciones que se hacen por estos días del rumano hablan sobre todo del filósofo, yo prefiero hablar del escritor, porque no encuentro un sistema que permita suponer una filosofía como tal (a menos que se entienda por filosofía lo que popular y ampliamente se entiende: una forma de ver la vida). Cuando él dice: “Toda lucidez es la consecuencia de una pérdida”, creo que es claro que está observando el pensamiento no desde el pensamiento mismo, esto es, desde sus reglas, tendencias y estructuras lógicas y argumentales, sino desde ese universo insondable que a veces llamamos alma.

Nacemos solos y morimos solos, pero casi siempre lleva toda la vida entender esta perogrullada. Y es que algunas gentes tienen la suerte de no pensar demasiado, entonces se la pasan ignorando la evidencia de que enfrentamos un destino único, irremediable, decididamente nuestro, muy personal y demasiado simple, pero siempre parcial o totalmente absurdo (desde el mirador de Sastre, quien escribió “es absurdo que hayamos nacido, es absurdo que tengamos que morir”).

Ese también es el gran tema de Cioran, si bien en su obra el sentido que tiene ese recorrido (la vida) que persistimos en completar como si en ello nos fuera algo trascendental, adquiere destellos antes que existenciales, nihilistas; antes que teóricos, vivenciales; antes que filosóficos, literarios.

Saber pesa, es una carga con la que no todos pueden marchar por ahí. “La lucidez —dice el autor de El ocaso del pensamiento— es el resultado de una mengua de vitalidad, como cualquier falta de ilusión. Darse cuenta de algo va en contra de la vida; tenerlo claro, todavía más. Se es mientras no se sabe que se es. Ser significa engañarse”.

Paradójicamente, el examen de la desesperación que hace Cioran enseña que ésta puede no ser tan lacerante cuando es entendida como inherente a la condición humana; y revelado su secreto queda desmontada también su maquinaria más cortante y destructiva. Si no supiéramos de dónde viene (y viene de la esperanza, por ejemplo; viene de las ilusiones en el porvenir) sería una desesperación absoluta, de una irracionalidad tan triste que sólo podría movernos al suicidio (“La muerte es lo sublime al alcance cualquiera”).

Y qué decir del sufrimiento, ese inesperado compañero que llega muchas veces para quedarse con su equipaje de horrendas y crueles verdades. “Eres hombre hasta el momento en que los huesos empiezan a chirriar de tristeza… Después se te abren todos los caminos”. Pero aun ahí surge la certeza de que sólo podemos enfrentar los acontecimientos más adversos y terribles con dura y clara reflexión: sólo así nos liberamos y se abren todos los caminos. Lo demás es una patraña para quienes sólo saben sonreír por temor de aprender a llorar y no parar ya nunca.

En su prólogo para la edición italiana (Adelphi) de La tentación de existir, Roberto Calasso describe con precisión el talante de este singular escritor:

“Pertenece por vocación al pelotón de los condenados a la lucidez. Nadie ha sabido mostrarnos con tanta precisión y con tanta inventiva —casi camuflándose en novelista— que la lucidez es una condena, además de un don. Se trata de una lucidez madurada en el tiempo, en la herencia de toda nuestra cultura. Si «existe un ‘olor’ del tiempo» y hasta «de la historia», Cioran es, entre los animales metafísicos, el mejor adiestrado para reconocerlo, para buscarlo, incluso allí donde, donde con frecuencia, quien hace profesión de historiador no advierte las huellas de esta «agresión del hombre contra sí mismo». No hay observador más perspicaz de ese «lado nocturno» de la historia que hoy envuelve al mundo con su manto oscuro”.

El centenario de Cioran es un buen pretexto para reconsiderar toda esta lucidez, indispensable, quién lo dijera, para no quedar atrapados en el vacío de nuestras tristes existencias.

domingo, 20 de marzo de 2011

Contemporáneos: los poetas con revista

20/Marzo/2011
Jornada Semanal
Ricardo Venegas

La revista Contemporáneos (1929-1931) fue resultado de una serie de conversaciones y reuniones amistosas a bordo de un barco en que regresaban a Veracruz, después de un viaje a La Habana, Jaime Torres Bodet, Enrique González Rojo, Xavier Villaurrutia y Bernardo Ortiz de Montellano. El nombre, según Ermilio Abreu, “lo inventó [José] Gorostiza. Sutil invento, pues ni supone compromiso social, ni político, ni estético de los socios”. Su principal objetivo, después de la Revolución, fue que se advirtiera lo sucedido en el mundo hasta 1910.

La generación fundadora de la modernidad intelectual mexicana que trabajó en la búsqueda de nuevos modos de escribir literatura fue, al igual que la revista, la de los Contemporáneos (1929-1932), un grupo de pensamiento complejo y sólido. Son los poetas que impiden el deterioro de la literatura mexicana; por ello y con toda razón Octavio Paz afirmó que “casi todo lo que se está haciendo ahora en México les debe algo a los Contemporáneos, a su ejemplo, a su rigor, a su afán de perfección”. Se trata, en palabras de Guillermo Sheridan, de un “lugar imaginario en el que coincidieron diversos discursos y maneras de ejercer el quehacer literario”, al que Jorge Cuesta señaló como una “coincidencia del destino”. Convergían con la idea de T. S.

Eliot sobre la importancia de ostentar una conciencia del pasado, de la tradición; era importante conocer lo que iban a modificar. No tuvieron ningún manifiesto –como los Estridentistas– he ahí el mole de guajolote más que el de su obra. Tal como Xavier Villaurrutia lo describió, era un “grupo sin grupo”; “un archipiélago de soledades”, en palabras de Jaime Torres Bodet. Ellos son, según las antologías y testimonios recabados por Luis Mario Schneider: Carlos Pellicer, Bernardo Ortiz de Montellano, Enrique González Rojo, José Gorostiza, Jaime Torres Bodet, Elías Nandino, Jorge Cuesta, Celestino Gorostiza, Gilberto Owen, Salvador Novo, Xavier Villaurrutia y Rubén Salazar Mallén.

Durante la Revolución la idea de la ortodoxia defendió los valores viriles, a saber: el nopal, el sombrero y la pistola fueron los paradigmas a seguir. En este sentido, los Contemporáneos vivieron en una sociedad machista que no toleró a sus escritores: vieron a un México con forma chata, un país en el que más de un setenta por ciento de sus habitantes eran analfabetas (y hoy debemos preguntarnos sobre la efectividad del actual fomento de la lectura). Ello nos dice que prácticamente fueron incomprendidos. Buscaron temáticas que regresaran al nacionalismo, pero que también lo rebasaran, trataron de incorporar imágenes distintas al rostro de la patria.

Es cierto lo que asegura Vicente Quirarte en sus cátedras de la UNAM: en los Contemporáneos se advierte una profunda enseñanza moral y educativa (tan evidente como el esfuerzo que abanderó José Vasconcelos con la memorable campaña de alfabetización en 1920).

A la distancia, sabemos que la de Contemporáneos es una generación que “no morirá del todo”

lunes, 14 de marzo de 2011

Introspección y enojo en la poética de Flores

14/Marzo/2011
Milenio
Mary Carmen

Desde el poema o el ensayo dialoga Malva Flores con el pasado literario. La autora de El ocaso de los poetas intelectuales publica Luz de la materia (Era/Conaculta, 2010).

Para Malva Flores (Ciudad de México, 1961), la poesía es un libro móvil de respuestas íntimas. “Tú las encuentras cuando las escribes y si se publican en forma de libro puedes tal vez compartirlas. Es, para el que escribe, una explicación del mundo como experiencia de algo invisible: la tensión entre tu necesidad y tu deseo”.

En Luz de la materia se construye un poemario de nostalgia y melancolía. ¿Cuál es la historia de este libro?
La mayor parte la escribí cuando vivía en México, en un momento que entonces percibí difícil en mi vida. Tenía necesidad de recordar el sitio de mi infancia como un asidero de paraíso y así reconstruirlo desde la memoria. Eso ocurre en “Dominio”, la primera parte, y en “Mudanza del árbol”, la última. Pero quería también burlarme de mí misma, de la que era en ese momento y de la que yo hubiera querido ser entonces: eso es “Malparaíso”, la segunda sección del libro.

Los poetas enmudecieron

¿Tu obra ensayística o tus investigaciones literarias tienen eco en los poemas?
Ya había escrito la mayor parte de ese libro cuando un día desperté y me di cuenta de que ya no estaba triste, ya no me cuestionaba a mí, es decir, ya no escribía poemas: estaba enojada. El arribo de la tan deseada transición democrática a manos de un partido que no tenía interés real en la cultura mostró muy pronto lo vano de los afanes que habían dividido el mundo cultural pocos años atrás. Entonces, te digo, ya había pasado de la introspección del poema al enojo. No con el gobierno, que es lo más sencillo, sino con quienes habían dejado de criticarlo.

En esa época, dice Malva, no entendía por qué los poetas habían olvidado expresarse críticamente sobre los asuntos públicos.

¿Cómo sientes la crítica literaria sobre poesía?
No creo que los poetas escriban pensando en los lectores profesionales, pero es triste que no existan una o varias publicaciones que de forma sistemática, no como una dádiva mensual, se ocupen de la poesía.

Hubo un tiempo en que la crítica de poesía, incluso las reseñas, la hacían grandes poetas. Eso no existe más y es una lástima porque de algún modo se cercena la conversación que con el mundo establecen los poetas.

Hoy nuestros “orientadores” son “líderes de opinión”, “especialistas”, payasos o astrólogos: comunicadores, no interlocutores. Pero no hay que llorar por eso. La poesía ha sido, también, una forma de crítica. Y pocas veces la crítica ha tenido adeptos, mas no por eso ha dejado de existir.

sábado, 12 de marzo de 2011

Žižek, el intelectual contraataca

12/Marzo/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

Poco después de que Foucault había decretado que la época de los intelectuales había acabado, apareció Slavoj Žižek.

No es accidente que Žižek buscase la presidencia de Eslovenia. Žižek quiere el poder. Lo tiene. Ningún otro filósofo obtiene tanta atención en los medios, la academia e internet.

Un célebre documental sobre Derrida captó cierta desazón ante la cámara y alguna incapacidad para improvisar “filosofía”. Eso jamás será un problema para Žižek, filósofo hecho para YouTube.

Žižek es famoso no sólo por sus ideas punzantes sino por su cuerpo un tanto grotesco, su eterna comezón de la nariz —oh conflicto fálico—, su pronunciación ruda del inglés, despeinarse al hablar, un repertorio político de chistes vulgares, en suma, su voracidad al pensar en voz alta, muy alta.

¿Es original? No. Žižek es un marca marxista (stand up estaliniano) y un psicoanalista lacaniano: verborrágico, neurótico y grandilocuente. (Lacan es el Marcel Marceau del psicoanálisis).

Su relación con el capitalismo se parece a la de Baudrillard: un crítico acérrimo del mercado que, sin embargo, está fascinado por el cine, de donde Žižek extrae toda suerte de implicaciones teoréticas. Žižek es un intérprete certero del inconsciente político de Hollywood.

Opositor del relativismo cultural y totalitario ocasional, Žižek se clona en sus artículos, charlas, conferencias y libros.

Es un filósofo del cual se puede hablar sin referirse esencialmente a sus obras. Sus intervenciones mediáticas lo definen. Uno lee sus libros y, en realidad, son siempre el mismo, desde El sublime objeto de la ideología hasta Visión de paralaje.

¿Cuál es la clave de su éxito mundial?

Žižek es un personaje. Cómico. Alimenta el cliché de que un filósofo es un loco, un maníaco, un idéatico. Žižek cumple estereotipos.

Además, es un comentarista de la cultura popular. Aplica teorías psicomarxistas; las hace accesibles. La Escuela de Frankfurt convertida en entrevista.

Y, sobre todo, Žižek —¿y qué occidental no?— es un gringo de clóset. Es Marx des-cubriendo la ideología detrás de Matrix con la boca de llena de palomitas.

Es el retorno del intelectual que puede explicarlo todo y que contraataca al imperio; he ahí su peligro.

Su legado será ambivalente. Por una parte divulga ideas de izquierda en países del Primer Mundo en plena crisis capitalista. Por otra, banaliza la crítica.

En Žižek, filosofar se convierte en un espectáculo exótico: stand up digerible y políticamente incorrecto. Teoría-reality Žižek no es la teoría sino su performance. Una prueba fachosa de que la filosofía postmoderna ya se ha mezclado con la cultura global. Y eso a Žižek y al mundo le provoca tics.

Si usted no ha leído a Žižek, no se preocupe. Žižek ya lo ha leído a usted.

martes, 8 de marzo de 2011

El boxeo como una de las Bellas Artes

6/Marzo/2011
El Universal
Alejandro Toledo

Los duelos entre la experiencia artística y el boxeo están aquí y allá, van del pasado al presente y viceversa. Son peleas a diez o doce rounds con combatientes de peso y estilo tan diversos como Salvador Novo y Miles Davis, Jack Johnson y Arthur Cravan, John Jackson y Lord Byron, en las que adquiere este deporte proporciones estéticas al ser visto como la férrea coreografía, construida a golpes de sudor y sangre, de dos que buscan eliminarse o eternizarse.

Hacia 1925, en uno de sus primeros trabajos ensayísticos, atreve el joven Salvador Novo “Algunas sugestiones al boxeo” para que este oficio, dice, pueda pasar a la categoría de arte que tanto ha ambicionado. Inmune en un principio a los encantos del pugilismo, cuyas reglas modernas se deben a John G. Chambers y el marqués de Queensberry, unas pocas visitas a la arena (a razón de dos pesos la entrada en ring general) convencen al cronista, entre otras cosas, de que se trata del más completo de los espectáculos descubiertos porque “hace un actor de cada espectador”:

“Todos nuestros muslos siguen el dinamismo de los contrincantes, nos sentimos capaces de aconsejarlos, de competir con ellos y, ebrios de fuerza, de retar al vencedor. No pueden leerse sentados estos pentateucos de rounds. Arrancan de la luneta como los libros esenciales, y he ahí lo auténtico de su calidad. Pienso que, de seguir asistiendo, seré pronto un atleta, tanta es la gimnasia sueca que se hace con los brazos, que ‘al imán de sus golpes atractivo sirven los pobres de obediente acero’”. (Los versos finales parodian a sor Juana: “Si al imán de tus gracias, atractivo / sirve mi pecho de obediente acero”.)

Sin embargo, cree Novo que el arte del boxeo precisa de algunas ligeras adiciones para merecer esa categoría, entre ellas el acompañamiento musical. Anhela un Wagner que componga La hora del ring; y sugiere además en el foro una orquesta oculta que toque un tempo di valse a cada clinch.

Tan arriesgada propuesta tendrá sus ecos décadas más tarde. No serán el vals ni la música de concierto los que den la armonía adecuada a un encuentro boxístico, sino el jazz; y el Wagner de este deporte es Miles Davis, cuyo álbum A tribute to Jack Johnson (1970) imita los ritmos o respiraciones adecuados a la danza del cuadrilátero. Como informa Ian Carr en su extensa biografía de Miles Davis, éste recibió el encargo de hacer la música de fondo para un extenso documental sobre el gran peso pesado, el primer negro en conquistar ese título en los Estados Unidos. Davis se identificaba con el personaje por ser él mismo asiduo a los gimnasios, a los amores furtivos con las damas y también alguien que navegaba a contracorriente en ríos aún hostiles a la raza negra. Al final del disco se escucha al actor Brocks Peters decir estas palabras: “Soy Jack Johnson, campeón del mundo en peso completo. Soy negro, nunca me dejaron olvidarlo. Soy negro, nunca dejaré que lo olviden”.

Música en el cuerpo

Jack Johnson visitó la ciudad de México, como recuerda Novo en su ensayo, pero también otras urbes, en su huida de la justicia estadounidense que lo condenó a cárcel y multa por el doble crimen de sostener relaciones con una mujer blanca de 19 años de edad. Con esta dama se instala en Europa (casorio incluido), lo que propicia el encuentro de Johnson en Barcelona con el extravagante Arthur Cravan, poeta y boxeador, quien llegó a ostentar el campeonato semipesado de Francia. El combate se realiza el 23 de abril de 1916 en la plaza de toros Monumental con no muy buena entrada.

Refiere Jérôme Gauchet que ese domingo de Pascua el poeta Cravan no dio la talla: “Se niega a combatir, huye de la gran masa negra, lo que irrita a Johnson, que lo deja k.o. en el sexto asalto bajo los abucheos de los cinco mil espectadores”.

Se afirma que la mejor arma de Arthur Cravan era el uppercut irónico, del que se sirve profusamente en la revista unipersonal Maintenant (con seis números publicados entre 1912 y 1915) y que aplica a André Gide en una visita inesperada, cuando al presentarse en el hogar del autor de Los monederos falsos le espeta de buenas a primeras: “Creo mi deber declararle que prefiero, con mucho, por ejemplo, el boxeo a la literatura”, un golpe del que André Gide ese día no se repondrá.

Para Cravan era el boxeo una forma de poner música a su cuerpo. Algo similar habrá sentido, más de un siglo atrás, George Gordon Byron cuando entrenaba no con Jack Johnson sino con un casi homónimo de éste, John Jackson (“de cabellos ralos traídos hacia delante, de gran nariz rota, de ojos muy separados y cejas pronunciadas y caídas”, describe Eduardo Arroyo), que fuera campeón británico. Lord Byron escuchaba en el gimnasio por parte de su instructor esta letanía: “Golpea a derecha, golpea a la izquierda, quien no está contigo está contra ti”.

El esfuerzo físico era para Byron un umbral hacia la epifanía. “Ayer por la mañana he boxeado de nuevo con Jackson y mañana voy a repetir la sesión de ayer”, escribió. “Mis hombros y mis brazos están cansados, pero después del ejercicio estoy mejor dispuesto para el trabajo intelectual. Cuando el esfuerzo es frecuente, más fresco está mi espíritu el resto del día. No soy mal boxeador, cuando puedo controlar mi sangre fría, y la práctica del pugilato me permite resaltar la parte etérea de mi persona. He boxeado una hora y he escrito una oda a Napoleón y la he copiado.”

Según el pintor español Eduardo Arroyo, posee Byron un carácter forjado en los golpes, dados y recibidos, un carácter de boxeador; por su cojera se llamaba a sí mismo el “Tullido transformado”, por lo que habría que ubicarlo en la estirpe de los boxeadores cojos que tuvo entre nosotros al Macetón Cabrera como estandarte. El epitafio de John Jackson reza que tenía “el corazón de un león y la fuerza de un gigante”. De su casi homónimo y fulgor futuro, Jack Johnson, dijo Arthur Cravan: “En la estela de Poe, Whitman y Emerson, es la mayor gloria de América. Si hubiera de darse aquí una revolución, lucharía para que se le entronizara rey de los Estados Unidos”. Lo entroniza Miles Davis, de algún modo, en un tributo musical en donde boxeo y armonía se funden, como quería Salvador Novo, cual si un Richard Wagner hubiera compuesto, en efecto, La hora del ring.

Suena en el cuadrilátero la campana del arte señalando el fin de la batalla, y en la arena retumba, como colofón de la gimnasia sueca que por diez rounds no dejaron de practicar los espectadores, un gran alarido.

Las mujeres también le hacen al cuento

8/Marzo/2011
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

No es fácil ser cuentista en el siglo XXI. Aunque tienen detrás una larga tradición en la literatura breve, las escritoras jóvenes que practican el cuento en México saben que en ocasiones es remar a contra corriente. Las editoriales comerciales no se interesan por publicar cuento; es un género que accede cada vez menos a los diarios y revistas y son pocas las mujeres, comparadas con el número de hombres, que han obtenido premios, becas o apoyos.

A cambio, ese género literario que debe cumplir tres axiomas: precisión, habilidad para fabular y un universo propio, goza de excelente salud en este país de cuentistas y en el que las mujeres también tienen mucho que contar. Ocho cuentistas jóvenes mexicanas, nacidas entre la década de los años 70, reflexionan de su quehacer literario y sobre las problemáticas que enfrentan en el día a día.

Liliana Pedroza, Daniela Bojórquez, Cristina Rascón, Glafira Rocha, Nadia Villafuerte, Maritza Buendía, Paulette Jonguitud y Socorro Venegas comparten varias cuestiones, una de ellas es su perseverancia, pero más allá de ella, su formación. Ninguna de estas mujeres es autodidacta, a todas las respalda una sólida formación académica, que incluso llega a maestrías y doctorados dentro y fuera del país.

Todas ellas han obtenido premios y becas como la de Jóvenes Creadores, todas tienen más de un libro publicado y un blog en crecimiento, todas ven al Internet como un gran aliado y aseguran que la red ha cambiado “la manera de relacionarnos con el lenguaje y las estructuras tradicionales del texto”, como afirma Daniela Bojórquez; pero al mismo tiempo están en “la búsqueda de los géneros híbridos”, según comenta Liliana Pedroza.

Los datos de la desigualdad

Curioseando en las páginas de Internet del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca) y del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), Cristina Rascón (Sonora, 1976) pudo determinar que en los 30 años de existencia del Premio San Luis Potosí, sólo tres mujeres lo han recibido, ellas son: Cristina Rivera-Garza, Beatriz Espejo y Alejandra Bernal; que de los 16 escritores que entraron al Sistema Nacional de Creadores en 2009, hay sólo tres mujeres: Ana Clavel, Ana García Bergua y Carmen Boullosa; que de los 36 escritores eméritos del FONCA, hay únicamente tres mujeres: Margarita Michelena, Elena Poniatowska y Margo Glantz.

El dato más parejo es que de los 15 escritores que recibieron la beca Jóvenes Creadores del Fonca en 20092010, siete son mujeres: Diana Gutiérrez, Luisa Iglesias, Maritza Manríquez, Nubia Yazmín Montes de Oca, Gabriela Damián, María José Gómez y Lilián del Carmen López.

“Creo que las mujeres escritoras nacidas en los 70, 80 y 90 están explorando aún más el género del cuento. Sobre todo en los estilos híbridos donde se combinan poesía, prosa poética, cuento, microrrelato y novela. También en los textos con apoyo visual o en interacción con otras disciplinas artísticas como pintura o música”, dice Rascón.

Maritza Buendía (Zacatecas, 1974), asegura que desde hace tiempo el cuento clama a gritos la atención de los lectores y de las casas editoriales en su pugna por sobrevivir, pues sea por mercadotecnia o por asuntos extraliterarios se suele preferir la publicación de la novela al cuento. “A pesar de ello, creo que estamos en un momento propicio para dotar al cuento de un nuevo impulso y una nueva energía”.

¿Una mirada femenina?

Liliana Pedroza (Chihuahua, 1976) afirma que en la cuentística hecha por mujeres hay una exploración intensa en lenguaje narrativo, en la forma de presentar una historia y, claro, será interesante ver cómo ser mujer puede influir en tema y forma en la escritura.

“Somos una generación con temáticas y búsquedas diversas, lo cual es bueno porque lo vuelve muy enriquecedor; tenemos motivaciones e influencias literarias distintas, de allí la diversidad. Quizá nos distinga en su conjunto el no abanderamiento sobre lo feminista, ese énfasis sobre la búsqueda de lo femenino y el papel de la mujer en la sociedad que no está resuelto del todo en nuestra cotidianidad yo creo que sí en lo narrativo. Somos una generación con más libertad de temas”, comenta Liliana Pedroza.

Hay las que creen en las coincidencias. Daniela Bojórquez (ciudad de México, 1979) destaca las coincidencia a partir del surgimiento de Internet, que lo concibe como un fenómeno que ha cambiado “la manera de relacionarnos con el lenguaje y las estructuras tradicionales del texto. La red como tema o escenario, el autodescubrimiento, la explicación, expiación sobre el lugar de origen y el viaje interior son algunos de los temas que tenemos en común”.

Nadia Villafuerte (Chiapas, 1978) asegura que la violencia es fuerte vínculo temático entre las cuentistas de su generación, que exploran desde diferentes propuestas formales y niveles discursivos. “Hay narradoras que recrean la violencia a partir de un referente realista; otras recurren al humor; hay quien lo hace desde el punto de vista de la psique alterada por un entorno agresivo; hay quienes diseccionan la violencia desde el lenguaje o desde el cuerpo; y también habrá quienes indaguen sobre otras temáticas, otros entornos que no guardan ninguna relación con la violencia”, comenta Villafuerte.

Pero hay algo que comparten las cuentistas jóvenes: la búsqueda. Paulette Jonguitud (ciudad de México, 1978) asegura que toda joven cuentista busca su propia voz. “Hay que escribir muchos cuentos para ir desnudando la piel de cada una, para quitarle las vestimentas heredadas, las aprendidas, y dar al fin con esa mezcla de herencia y experimentación que tiene olor y humores propios. Esta búsqueda quizá tome muchos años, e incluso podría decirse que siendo cuentista joven, la búsqueda apenas está en sus primeras etapas”.

Por el contrario, Glafira Rocha (Sinaloa, 1974) no encuentra muchas semejanzas; para ella, el cuento escrito por mujeres tiene diferencias muy marcadas en cuanto a estilos narrativos, tiende a temáticas cada vez más diversas, incluso se ha enfocado a una multiplicidad de géneros literarios y de temáticas. “Pertenezco a una generación de escritores que se dirigen hacia una exploración individual mas que generacional. Mi búsqueda está enfocada en el eclecticismo de temas, formas y géneros que van desde el cine, el teatro, el cuento, la novela”.

No importa el sexo

Contrario a escritoras como Inés Arredondo, Amparo Dávila, Rosario Castellanos, Guadalupe Dueñas y Elena Garro, quienes hablaban en su obra de la condición femenina, en la actualidad no importa si un cuento fue escrito por un hombre o una mujer.

En las escritoras de esta generación, esa línea entre escritores femeninos o masculinos se ha ido borrando.

Socorro Venegas (San Luis Potosí, 1972) reconoce que el cuento es un género que exige mucho trabajo del autor y que tal vez tome más tiempo terminar de escribir un buen libro de cuentos que una buena novela; además, todo va más allá de si se trata de una pluma masculina o femenina la que está en juego, el cuento en México tiene grandes exponentes. “Me gusta pensar que hay buenos o malos escritores, a secas, sin género”, dice Venegas.

lunes, 7 de marzo de 2011

¿Cuáles ideas?

7/Marzo/2011
El Universal
Guillermo Fadanelli

“Se me ha ocurrido una idea”, escuchamos decir a un iluminado. Y lo más sano es no creerle. De cuantas ideas pasan por nuestra mente sería arrogante creer que alguna nos pertenece o que somos dueños en sentido estricto de su origen (nunca poseemos una idea). Lo que nos da la ilusión de poseerla no es sólo el hecho de que aceptamos su verdad o la consideramos cierta, sino sobre todo de que la decantamos o damos vida en el momento de expresarla por medio de palabras. Las ideas son nebulosas por constitución, son nubes en movimiento cuyo contorno cambia en cuanto ellas avanzan empujadas por el viento. Solamente Funes el Memorioso, en el célebre relato de Borges, podría atrapar por un instante la forma de una nube en su mente y recordarla muchos años después sin variaciones. La memoria de este hombre, que nunca aprendió a pensar, podía contener la forma de las nubes australes sucedidas en cierto momento y compararlas, en el recuerdo, con las vetas de un libro o con otros objetos disecados en su memoria. El orden en su mente se producía cuando Funes comparaba imágenes entre sí, de manera que las nubes de un otoño lejano le hacían recordar las líneas de la espuma que un remo producía en las aguas de un río en una mañana de marzo. Pero, a diferencia de Funes, las personas comunes no somos simples observadores que guardan imágenes en su memoria, sino seres que piensan y que se equivocan constantemente en sus apreciaciones. Y así como las nubes se desplazan en el tiempo las ideas cambian de rumbo o se disipan formando nuevas variaciones.

¿Cómo entonces apresar una idea sin que ésta se desvanezca en las manos? Es inútil porque las ideas no son cosas, sino horizontes hacia los que se avanza un tanto a ciegas sin más certeza que el movimiento mismo que provoca su aparición en lontananza. Lo que sí es posible es que las ideas tomen un nuevo rostro cada vez que abandonan su estado nebuloso para ser sentidas, reflexionadas y expresadas por una persona que posee una vida que le es propia e inédita (entonces hacemos nuestra la idea). Por eso la literatura es importante en una época en que la imaginación tiende a convertirse en un ejercicio visual o en una mera hoja de cálculo (esa vieja premisa de Hobbes la cual afirma que pensar es igual a calcular). Lo que provoca que una idea —e incluso una imagen— posea sustancia y peso es el hecho de que ha sido narrada o expuesta por una sensibilidad humana y que, de ese modo, nos muestra un mundo que nos pertenece y no es nuestro al mismo tiempo: decir “tengo una idea pero no puedo expresarla” significa en realidad no tener la idea porque se carece de un lenguaje que le dé vida.

Que una novela, una poesía o un relato puedan transformar una vida no se debe a que contengan un mensaje preciso, sino exactamente a lo contrario: los textos han sido escritos palabra por palabra y eso quiere decir que el escritor, a través del lenguaje, expresa un mundo que nos concierne y que no puede resumirse en una anécdota o en una moraleja (formas robóticas de la imaginación). Hay que leer de principio a fin la obra renunciando a las interpretaciones sencillas o al resumen, porque de lo contrario se pierde lo esencial en la literatura: vivir una historia en palabras que no son nuestras e incluirnos y conmovernos con ellas. Ha escrito Iris Murdoch que “el desarrollo de la conciencia de los seres humanos está inseparablemente relacionado con el uso de la metáfora” y por lo tanto relacionada con la literatura y las artes que si bien no nos dan consejos morales o económicos a manera de recetas elementales, nos ofrecen ideas acerca de la ética o la economía desde la perspectiva del drama o de la pasión humana. ¿Para qué más?

domingo, 6 de marzo de 2011

Educación y lectura en México: una década perdida

6/Marzo/2011
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

En los programas educativos y culturales de los últimos diez años en México (todo lo que va del siglo XXI; el período, hasta hoy, de las administraciones del Partido Acción Nacional), el “problema de la lectura” ha sido, al igual que en los gobiernos emanados del Partido Revolucionario Institucional, más una bandera política que una verdadera preocupación social y cultural.

Pero, en el caso de los gobiernos panistas, de lo que hablamos es de una década perdida para el cambio educativo y el desarrollo cultural de México. La alternancia en el poder creó expectativas ilusorias: expectativas que no debieron ser tales –o, al menos, no tan optimistas– si se hubiera partido de un análisis real de lo que han significado, y significan, en todo el mundo los gobiernos de derechas.

A final de cuentas, el PRI y el PAN han sido protagonistas de una rediviva, y recargada, película tragicómica: Uno miente, el otro engaña, y todo acaba en una disparatada confusión de identidades.

Pero hay algo más obvio. La derecha nunca ha apreciado la cultura escrita e impresa como un medio de emancipación. Antes por el contrario, le preocupa que esta cultura propicie esa emancipación que va siempre aparejada al cuestionamiento del autoritarismo y a la crítica del poder. La derecha ha estado siempre más cerca del dogma y de la censura que del conocimiento y la libertad.

En el tema de la cultura escrita (ya sea impresa o digital), los gobiernos, en general, pero especialmente los dos últimos en México, asumen que la lectura de libros tiene como fin básico “estudiar” y “pasar exámenes” para sacar carreras y hacer currículos que conduzcan al “éxito” (cualquier cosa que se quiera decir con esto). Creen que la lectura es un asunto exclusivamente instrumental y escolarizado, y no la ven como un bien intangible que desarrolla el humanismo y favorece la autonomía, el espíritu crítico y la recreación de sentido a partir de las ideas que encierran los libros.

Si bien los gobiernos del PRI tuvieron la misma concepción utilitaria de la lectura, la verdad es que sus programas dejaban escapar, en su laxo ejercicio del control cultural (puesto que la cultura les importaba un bledo), esa posibilidad de la lectura gratuita o de la gratuidad de la lectura y, en general, de la cultura, todo eso que la visión y la misión autoritarias de la derecha (ya sea seglar o clerical) obstaculizan o, por lo menos, no favorecen ni fomentan porque contradice sus dogmas ideológicos.

La lectura como un acto no utilitario, soberano y al margen de las evaluaciones escolares, más bien le preocupa a este tipo de gobiernos, y la lectura como un ejercicio formativo de autonomía ciudadana le alarma especialmente.

Para los gobiernos, en general, pero en particular para los gobiernos de derechas, el valor de la lectura está asociado siempre al currículo escolar y al prestigio profesional. La lectura sin recompensa curricular se torna sospechosa: cosa de vagos y hedonistas, probablemente de contestatarios y seguramente de inconformes.

Si comparamos cómo estábamos hace diez años y cómo estamos hoy en la cultura nacional, veremos que algo también puede ser nada, puesto que algo se ha hecho. En la comparación, los panistas ni siquiera pintan, pues –con mucho– fue más lo que, sin entusiasmo ni propósito, los gobiernos priístas “dejaron pasar”, que lo que los panistas hicieron, o quisieron hacer, para convencernos de que la cultura formaba parte importante de sus preocupaciones.

Y no porque los priístas hayan sido más cultos, sino porque eran más políticos y sabían de este oficio un principio elemental: el político gana más cuando pierde (o cuando cede al ciudadano) un poco de su poder, que cuando todo lo constriñe al despotismo de su ideología. No pierde gran cosa y sí gana, en cambio, fama de liberal y hasta cierta popularidad. Una cosa es que fueran calculadores, y hasta cínicos, y otra muy distinta es que hayan sido tontos.

Los gobiernos del PAN, en cambio, no acostumbrados a gobernar, creen que su “ideolatría” debe asumirse, e imponerse, como religión, y en ello se empeñan, a grado tal que hasta se enorgullecen de su analfabetismo no ya sólo funcional sino también ético, educativo, cultural, artístico, etcétera.

El ex presidente Vicente Fox, por ejemplo, se vanagloriaba no de leer libros, sino de leer nubes: seguramente no más de 2.9 nubes al año. Todo un récord para un lector de nubes que siempre estuvo apoltronado en los nimbos, cirros y cúmulos y que jamás bajó a la realidad de este país en ruinas. Se fue como llegó. Sólo una cosa cumplió: seis años.

Como la leyenda urbana decía que en México se leía medio libro al año por persona y luego se supo que el índice de lectura es de 2.9 libros per capita anual –según la Encuesta Nacional de Lectura que encargó el Conaculta y que publicó en 2006–, tanto el gobierno de Vicente Fox como el de Felipe Calderón se abocaron, a través de la Secretaría de Educación Pública, a componer y, por supuesto, “mejorar” las estadísticas.

De “Hacia un país de lectores” se pasó a “México lee”: dos programas que se diferencian muy poco entre sí, porque están diseñados con el mismo propósito de atacar lo cuantitativo. La derecha no entiende que la lectura no es sólo un asunto de números. Pero, si de números habláramos, es obvio que el índice de lectura no puede estar mejor que el salario mínimo o los niveles de inseguridad, desempleo y criminalidad.

Lo más reciente que se les ha ocurrido es trasladar la obligación de leer a los hogares y que los padres lleven la cuenta de las palabras que sus hijos leen por minuto, según la tipología establecida en un documento sin pies ni cabeza (Estándares Nacionales de Habilidad Lectora) que, desde sus primeras líneas, revela que fue redactado por alguien que escribe mal porque lee mal: “Mamás y papás, fomentar la lectura en casa mejora la educación de sus hijos.” ¿Qué tipo de oración es ésta? ¿Puede alguien que redacta así ayudar a comprender la lectura?

Hace más de medio siglo, A. S. Neill (autor del clásico de la pedagogía Summerhill) afirmó que la lectura “temprana” y “rápida” es un fetichismo “educativo” de quienes no tienen mucha idea del desarrollo normal de los niños: ni se pueden adelantar etapas, ni se puede ir más rápido nada más porque así convenga al sistema educativo.

Es la misma opinión de Michael Duane, en Educación por la democracia (1970). Más aún, Duane sostiene lo contrario de lo que, por décadas, ha venido alentando el Estado mexicano como políticas educativas y culturales: “La solución, para que el alfabetismo sea universal, no son mejores técnicas para enseñar a leer ni mejorar los métodos de adiestramiento de los maestros, sino los cambios sociales que causarán el efecto de hacer que la lectura sea tan esencial para la vida normal de toda la gente como lo es en la actualidad para las clases medias.”

En otras palabras, no es la lectura la que conduce, casi abstractamente, a la mejoría social, sino ésta (en todas sus vertientes: económica, productiva, educativa, artística, etcétera) la que conduce a la necesidad de la lectura como uno de los elementos esenciales que fortalecen precisamente esa mejoría social.

El 12 de diciembre de 2010, en Proceso, Marta Lamas señaló lo pertinente: “La capacidad para leer no se mide por la rapidez con que enunciamos las palabras, sino que se adquiere a medida que se ejercitan las habilidades de percepción y cognición. Como la lectura es una actividad de producción de sentido, y no un concurso de carreras, lo importante no es la velocidad, sino usar la cabeza.”

Pero “usar la cabeza” no es cosa que se les dé muy seguido a quienes preparan y diseñan estos programas que están hechos únicamente con lo que Dios les da a entender. En el asunto de la lectura, el sistema educativo mexicano está más cerca de los charlatanes que venden humo y velocidad (¡cien páginas en ocho minutos!) que de los pensadores y científicos (Neill, Bettelheim, Piaget, Vigotsky, Chomsky, etcétera) que recomiendan un ejercicio formativo, intelectual y espiritual que no se reduzca a la creación de hábitos.

La cultura exprés, memorística, cuantitativa y epidérmica, es lo que caracteriza a una ideología educativa que no enseña a pensar ni mucho menos a cuestionar, sino a memorizar y a repetir, para competir, en la arena del egoísmo, y del egotismo, por falsas y ridículas supremacías, incluido, por supuesto, el “oprobioso” índice de lectura.

sábado, 5 de marzo de 2011

Nadie

Marzo/2011
Nexos
Eduardo Antonio Parra

Los pies en movimiento: un paso, otro, luego otro más. La vista inmóvil en los bloques de la banqueta. Las manos aferradas al carrito del súper donde lleva sus pertenencias: un jorongo, un plato y una cuchara de peltre, dos cobijas deshilachadas, un vaso de plástico, la foto de una mujer y un niño decolorada por el sol, un suéter, una bolsa de papel con colillas y tres cigarros enteros, unos tenis casi nuevos, una botella con restos de alcohol, cartones y cajas vacías. Su vida: la que le queda. Empuja. Sigue avanzando sin ver los rostros de quienes vienen en sentido inverso. No veo. Nunca me fijo. No he visto nada, mi jefe, se lo juro. Por esta. Ni siquiera miro las casas o los edificios, nomás los letreros de las calles para saber por dónde ando. Camina sin escuchar el rugido de los motores, ni el estruendo de claxonazos que se anuda en torno a la glorieta, ni las voces, ni los rechinidos de llanta. No soy nadie. No. Tampoco oí nada. Nunca oigo nada. Estaba chachalaco, usted sabe. Sin notar el olor de las fritangas que sin embargo algo le alborota allá abajo, en el fondo del estómago. Sin sentir la lluvia, el calor o el frío mientras avanza. Sólo camina midiendo la banqueta a través de la cuadrícula de alambrón del carrito, sorteando con las ruedas bordos y baches. Como todos los días durante todo el día.

Sí, camina sin oír, sin ver. Siempre igual. Desde que llegan los vigilantes uniformados de gris de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes y abren el portón de los estacionamientos, antes de apostarse tras los cristales de la cabina. Si le toca el turno de día al viejo de bigote blanco, le pica las costillas con el garrote ese que trae colgando de la cintura. Pero si es el gordo de la cara colorada, le da un puntapié en las costillas, suave, sin intención de hacer daño.
—Ora, pinche Vikingo. Ya amaneció. Ahuécale.

Y él, aún entre sueños, se pregunta quién será ese Vikingo al que se refieren, hasta que, en medio de los retortijones, los calambres y las brumas de la mente le llega la imagen lejana de una cabellera y una barba hirsutas de color rojo apagado que recuerda haber visto en algún espejo o en el reflejo de un aparador. El Vikingo soy yo. Pero antes no. Antes no tenía barba. Pos sí: el Vikingo. Nadie. Y con torpeza hace el esfuerzo de ponerse de pie mientras su lengua entumecida logra desprenderse del paladar para pedir una, dos, mil disculpas.
—Perdone, mi jefe, no lo oí llegar. Le juro...
—No me jures nada. Mira nomás qué puerco andas hoy. Seguro rompiste una botella y te cortaste, pendejo. ¿No?
—Yo no soy nadie. No. No oí nada.
—Mira, agarra tu carro y lárgate. No tarda en venir la gente a trabajar. Si te llega a ver algún director o el señor secretario capaz que me corren a mí también por dejar dormir en el portón a huevones como tú.

Por eso desde muy temprano comienza a mover los pies y a empujar su carrito. Primero despacio, tratando de ignorar la hinchazón de las articulaciones, los violentos latidos de las sienes, el asco. Cruza la avenida indiferente a los frenazos y las mentadas de madre de los automovilistas que se dirigen al Eje Central, y aspirando el esmog matutino aborda la glorieta donde pasea su humanidad entre oficinistas apresurados, ancianas que regresan de la misa de ocho en la iglesia de Romero de Terreros y hombres y mujeres con ropa deportiva que no tuvieron tiempo de ir a trotar hasta el Parque de los Venados.

Algunas con asco, otras con temor, todas las miradas se desvían al toparse con su enorme figura cubierta de pantalones de varios colores, camisetas, sudaderas, suéter, saco y un abrigo claro lleno de lamparones que arrastra por el suelo. El Vikingo alza la vista en busca del sol y se cubre los ojos con una mano, como si el resplandor le trajera malos recuerdos. Luego con ritmo lento rodea la circunferencia de la glorieta una y otra vez, esperando que al final de cualquier vuelta la negrura ya se haya instalado de nuevo en todos los cielos de la ciudad. No reposa en ninguna de las bancas de piedra, no se acerca a la fuente, no pasea por el jardín, ni se interna entre los troncos de los árboles. Nunca abandona la banqueta que ahí es de color ladrillo. Camina por horas para agotarse, para no pensar. Para deshacerse de las imágenes de una vida que vivió hace muchos años. Para dar tiempo a los vecinos del barrio de tirar en los basureros algo de comida o bebida útil. Para olvidarse de lo que sucede en las calles por la noche: de lo que sucedió anoche.

Algo que no tiene que ver con su entorno lo hace detenerse en seco. Dirige la vista hacia las copas de los árboles y el graznido de un zanate le trae a la mente el recuerdo de un hombre huyendo entre las sombras. El hombre gritaba, como el ave ahora. Se oían insultos. Sí. ¿Fue ayer? ¿O fue otra noche? Su memoria herrumbrosa se esfuerza por atrapar el dato, pero hay demasiada niebla en ella. Reanuda la marcha en tanto niega con la cabeza. No, no he visto nada. Se lo juro, mi jefe. Yo nomás camino. No sé hacer otra cosa. Doy vueltas por aquí. Me gusta la Narvarte porque es una colonia con muchos árboles y pájaros. La gente no se mete con uno. Recorro el barrio sin ver, sin oír. No soy nadie. Ni nombre tengo. El graznido del ave se repite en lo alto y lo distrae. El Vikingo escudriña el entramado de las ramas hasta que distingue un aleteo pardo entre el follaje. Sonríe y camina otra vez. Nunca veo nada ni oigo nada. Nomás los pájaros. Un paso. Otro. Luego otro más. Sólo eso, mi jefe. Sí sabe, ¿verdad?

Las ruedas del carrito rechinan como si quisieran llamar su atención. Él revisa su carga y la reacomoda sin disminuir la marcha. Antes traía más cosas: un portafolios con papeles de trabajo, una cartera sin dinero pero con documentos, un manojo de llaves, un peine, un reloj, una corbata. Eso fue en otra época, antes de vivir en las inmediaciones del Parque Delta que se llenaban de gente cuando había partido de beisbol y de que lo llamaran el Vikingo, porque según otro teporocho se parecía mucho a uno de los peloteros de los Diablos Rojos. Cuando demolieron el parque para construir el centro comercial tuvo que buscar otro sitio para vivir y perdió sus pertenencias. ¿O fue una de las veces que lo levantó la patrulla? Prefiere no acordarse. Esquiva a dos mujeres jóvenes vestidas con faldas y sacos idénticos que llevan bolsas de papel estraza manchadas de grasa. Después a un hombre de corbata que escarba sus dientes con un palillo. A un anciano que parece buscar una banca para reposar al sol. A un grupo de adolescentes con camisas y pantalones blancos que regresan a sus casas haciendo escándalo. Lleva muchas vueltas. Comienzan a arderle las plantas de los pies. Un paso. Otro.

Ni nombre tengo, mi jefe. Vikingo, sí. ¿Eso es un nombre? Aunque antes sí tenía. Fernando, creo. Como el niño de la foto. Ése que está con su mamá. Cuando vivía.
Ahora no soy nadie. Una mujer con casco, uniforme azul y una macana en la mano atraviesa la glorieta unos metros más adelante y el corazón del Vikingo se cimbra con fuerza. Aminora el ritmo de sus pasos. La imagen del hombre que huía aparece de nuevo en su memoria. No, yo no soy Fernando. Fernando era ése. Se iba cayendo.
Chocó conmigo y los otros gritaban su nombre. No vi nada. No soy nadie. Vuelve a detenerse. Su respiración es agitada. ¿Ya había pasado por aquí?, se pregunta.

Una muchacha está de pie cerca de él, contemplándolo con ojos muy abiertos. Lo recorre desde la roja cabellera revuelta hasta los tobillos llenos de costras. Clava una mirada sorprendida en las manos del Vikingo y se aleja con un gesto de repulsión. Sí, niña, no me las he lavado, piensa él, pero de inmediato la olvida para mirar la calle que se le abre al frente con un camellón central lleno de palmeras secas y las anchas banquetas pobladas de gente que se arremolina en puestos de tacos, tamales, tortas, jugos. El aire se ha cargado de olores densos, dulzones, pegajosos. Él impulsa el carrito hacia el arroyo y esta vez sí escucha con claridad el chirriar de llantas y los insultos. Uno de los conductores incluso abre la portezuela de su vehículo y baja furioso, pero en cuanto ve bien al vagabundo vuelve a subir sin decirle palabra.

El Vikingo llega a la acera contraria y se detiene al pie de un poste donde hay un letrero: Cumbres de Maltrata. Al pasar a su lado, hombres y mujeres lo observan con insistencia. Repasan su indumentaria con curiosidad, como si no pudieran creer que un hombre pueda llevar tanta ropa encima. Luego ven las mangas manchadas de su abrigo, sus manos, y se alejan de él con premura. Él levanta la cara y aspira el aire de la ciudad: entre los efluvios destacan el de la mierda y la sangre. ¿Se trata de su propio olor? Un paso. Otro. Luego otro más. Caminar. Empujar. Como empujó al hombre anoche. Era Fernando. Sí. ¿Fernando qué? No soy nadie. No vi nada, mi jefe, se lo juro. Por esta.

Oficinistas, amas de casa, estudiantes mastican y beben con dedicación, sus rostros reflejan placer y prisa. Platican entre ellos sin cesar, hacen bromas, ríen. Sus carcajadas retumban en los tímpanos del Vikingo. Algunos han terminado de comer y fuman, arrojando el humo al cielo, donde va a reunirse con las emanaciones de los coches. Ellos sí tienen una vida, se dice el Vikingo sin atreverse a mirarlos demasiado. Tienen nombre. Fernando o Juan o Lupe. Son alguien. Yo no. Ni nombre tengo. El borroso recuerdo de la noche anterior le provoca unas intensas ganas de sentir el humo del tabaco raspando su garganta, llenando sus pulmones. Con la cabeza gacha, se acerca a un tipo que acaba de prender un cigarro, y antes de que pueda hablarle el otro lo mira y retrocede. Entonces el Vikingo baja aún más la cabeza y continúa su camino intentando pasar desapercibido. Hurga en el interior de la bolsa de papel. Quiere ubicar con el tacto la colilla más pequeña, pero en cambio saca uno de los cigarros enteros. Está manchado, pegajoso, lo mismo que sus manos. Se lo lleva a la nariz para aspirar el aroma del tabaco y la boca se le inunda de una saliva con sabor a cobre. Un paso. Otro. Luego otro más. No tengo cerillos. Se dirige a uno de los puestos donde varios trozos de carne, racimos de tripas y largas tiras de longaniza chisporrotean en su baño de manteca hirviendo. La gente que come en torno a él se queda en silencio al verlo aparecer. El Vikingo titubea, está a punto de alejarse, pero se da cuenta de que en uno de los costados del puesto no hay nadie comiendo. La tabla que hace las veces de barra está llena de platos con sobras, salsas verdes y rojas, cebolla picada, hierbas y saleros. Cuelgan del techo algunos tubos de longaniza en forma de flor, como si alguien los hubiera manipulado para convertirlos en adorno del local. Adentro un tipo con gorro blanco y mandil sucio de sangre golpea un tronco de árbol con un cuchillo, arrancándole un tamborileo rítmico, casi musical. Los olores grasos y picantes son más intensos que nunca, pero el Vikingo no huele nada de eso, sino sólo el tabaco que aún inunda sus fosas nasales.
Estaciona el carrito junto a un tambo de basura y se acerca al hombre del mandil, quien sonríe al verlo.
—Quiúbole, mi Vikingo. ¿Ya comiste? ¿Quieres un taco?
—Fernando iba corriendo... —el vagabundo niega con un movimiento de cabeza y adelanta la mano que sostiene el cigarro—. Quiero fuego. Perdón, mi jefe. No vi nada. No soy nadie.
—Sí, carnal. Lo que tú digas. Pérame tantito.
Ante la mirada incómoda de los demás comensales, el hombre del mandil coloca frente al Vikingo dos tacos. Enseguida toma una cajetilla de su mesa de trabajo, saca un cerillo, lo enciende y levanta la flama. El Vikingo ni siquiera mira los tacos. Se coloca el cigarro entre los labios y se arrima para encenderlo. Aspira. Tose.
—Oye, ¿qué traes en las manos, güey?
El Vikingo recorre con la mirada las manchas sanguinolentas del mandil del taquero. La mano que sostiene el cigarro comienza a temblarle. También las rodillas. Tiene prisa de alejarse de ahí, pero responde:
—Chocó conmigo. Lo empujé con las manos. Yo no sé nada. Nomás camino. Un paso. Otro. No soy nadie.
—¿Quién chocó contigo?
—Se iba cayendo...
—¿Quién?
—No vi nada, mi jefe. No entiendo. Por esta. Tampoco oí. Ni nombre tengo, aunque sí tenía. Gracias por la lumbre. Un paso. Luego otro más.
—Pinche Vikingo, cada día estás peor, cabrón. Órale, ai te ves.

Ahora el corazón le late con ritmo veloz. Aspira el humo a grandes bocanadas, sin saborearlo, mientras los jugos gástricos reverberan y gruñen en su estómago. Tengo sed y no vi nada. Sed. Lleva la vista fija en la botella donde sabe que aún resta un trago, pero quiere dejarlo para después, porque algo en su interior le dice que lo va a necesitar. Trata de contar cada una de sus zancadas, cada metro ganado a la distancia, porque la imagen del hombre que corría, de Fernando, se le ha adherido a la memoria y no consigue deshacerse de ella. La gente y los puestos callejeros se multiplican en la banqueta y debe caminar más despacio para no golpear a nadie con el carrito. Más adelante se encuentra una de las salidas del metro, donde los que van y los que vienen se aprietan. No le gustan las multitudes. Prefiere la soledad. Pero en la ciudad las calles sólo están solas por las noches. El Vikingo mira el cielo: el sol aún no termina su recorrido. Falta mucho para que anochezca. Da vuelta en la esquina para huir de la gente.

Él venía hacia mí. No vi nada, mi jefe. No tuve tiempo de hacerme a un lado. No. Nomás pude quitar mi carro. Fernando, sí. Pero no lo vi. Tampoco lo oí. No. Nada. Yo camino y camino. Venía cayéndose. Agachado. Agarrándose la panza. Me alcanzó de lleno y lo empujé para que no me tumbara. Por eso traigo las manos sucias. Detrás venían los otros. Cuando la brasa de su cigarro llega casi hasta el filtro, mete otra vez la mano en la bolsa de papel. Ahora sí saca una colilla. La enciende con la lumbre moribunda del cigarro y chupa el humo con desesperación.

En esa cuadra hay menos gente y los que pasan a su lado no reparan en su presencia. Un bolero lo saluda, aunque él no se da por enterado. Dentro de los comercios, tras los mostradores, atisba rostros familiares. Conoce el barrio, las personas también lo conocen a él, y eso lo tranquiliza. Cruza una calle, da vuelta en otra esquina. Cada vez hay menos gente. Por fin se detiene frente a la iglesia. Ahí está el jefe, el mero jefe, se dice mientras contempla la cruz del campanario, las escaleras que conducen al interior. Siente el impulso de meterse al templo y sentarse en una de las bancas, con las ancianas que rezan el rosario de la tarde. Quizás ahí encuentre sosiego. Sí, sentarse en una banca en medio del silencio. Años atrás lo hacía. Cuando pasaba las noches alrededor del Parque Delta junto con otros como él. Y antes de eso. En la época en que tenía nombre y vivía en una casa con una mujer y un niño.

Pero en cuanto lo piensa, los recuerdos se le fugan del cerebro. Saca de la bolsa otra colilla que prende con la anterior. Sí. Fernando se tropezó conmigo. Yo no lo vi. Tampoco a los que venían atrás. No, mi jefe, se lo juro. No vi sus placas. Ni sus uniformes. No vi nada. Ni oí nada. No soy nadie. Ni siquiera los disparos que le entraron todos en la barriga porque estaba caído y no podía moverse el tal Fernando. Adiós, jefazo. Otro día lo visito con más calma. Echa otra mirada al campanario, a las puertas de la iglesia, y empuja el carrito. Un paso. Otro. Luego otro más.

Una nube negra que tapa el sol por unos instantes lo engaña haciéndolo creer que la oscuridad está por llegar. El Vikingo tiene un acceso de alegría, suspira. Alarga la mano hacia la botella, la acaricia con ternura. No la destapa; lo hará al regresar al portón de la Secretaría para pasar la noche. Sólo la levanta para verla bien. No es de alcohol del noventa y seis, sino de aguardiente. ¿Cómo llegó a sus manos? Se rasca la cabeza y sus uñas se topan con una mata de pelo apelmazado, pegajoso. Se huele los dedos: mugre y sangre. La botella fue un regalo, ahora lo recuerda. Un regalo de Fernando. Pobre Fernando. Chocó conmigo y se cayó. Ya venía cayéndose. Sí. La sangre es de él. Pobre.

Cuando la nube libera los rayos solares una inquietud mordiente vuelve a apoderarse del Vikingo. Acelera el paso. Camina. Empuja. Tengo que llegar al portón. No vi nada. El aguardiente. No. No me lo dio el muerto, sino ellos. Los que venían atrás, persiguiéndolo. No soy nadie. No sé nada. La calle desemboca en otra avenida. El Vikingo busca un letrero en las esquinas hasta que da con él: Universidad. A la izquierda queda la glorieta. Un poco más allá su portón. Pero aún es de día. Debe seguir caminando. Como cuando vivía en los alrededores del Parque Delta. Caminar siempre. ¿Por qué? Porque si no te levantan los azules, los tecolotes, le decían. ¿Y por qué te levantan? Porque así es. Porque son la ley. Y si te llevan te ponen una madriza nomás pa divertirse. Mejor camínale. Un paso. Otro. Otro más.

Una mujer se atraviesa en su camino. Lo observa. Al Vikingo su rostro le parece familiar. Cree recordarla regañándolo por andar tan sucio y oler tan mal, corriéndolo de su banqueta, amenazándolo con llamar a la patrulla si no se va. Quiere sacarle la vuelta, pero la mujer se mueve para taparle la ruta. Piensa en ir hacia atrás, pero ha olvidado cómo hacerlo; sólo sabe dar pasos para adelante. La mujer es desagradable. Avanza hacia él y sujeta el carrito por el lado de la cuadrícula de alambrón.
—Ya sabía que tenías que pasar por aquí, apestoso. Ora sí no te me escapas. Ya supe lo que hiciste anoche. A ver, enséñame qué mugres traes en tu basurero.

Anoche. Yo no fui. No soy nadie. El Vikingo se paraliza. Las piernas se le deshacen en temblores. Su corazón ha enloquecido. La imagen del tal Fernando tirado en un charco de sangre se multiplica en su memoria. Fernando. Así lo llamaron quienes lo perseguían. ¡Fernando! ¡Párate ai, cabrón! ¿Quieres protección y no la pagas? ¡Venimos a cobrarte, hijo de la chingada! Eso gritaban los uniformados. Luego los balazos. ¡Y tú quítate de aquí, pinche teporocho! ¡Y si abres el hocico ya sabes lo que te pasa! Las imágenes saltan a la mente del Vikingo sin ningún orden, como si las desencadenara el gesto regañón de la mujer. Fernando corriendo. Su panza chorreando sangre. Lo empujo y me embarra. Fernando en el suelo. La sangre en mis manos. Y la botella... Ellos me dieron la botella. No has visto nada, teporocho. No, mi jefe. Yo no vi nada. Nunca veo nada. No oigo nada. No soy nadie. Así me gusta, cabrón. Mira, ten este pomo. Te va a ayudar a olvidar. Sí, mi jefe. Pero nosotros sí nos vamos a acordar de ti siempre. Y nosotros somos la ley. Te podemos levantar cuando nos dé la gana. ¿Entiendes? Sí, mi jefe. ¿Cómo te llamas? No tengo nombre, mi jefe. No soy nadie. Muy bien, así me gusta, lárgate y calladito.
—¿Cómo te llamas?
—No tengo nombre, mi jefe. No soy nadie.
—No me digas mi jefe. Soy la señora Chávez, jefa de vecinos de esta cuadra.
—Sí, mi jefe.
—La gente se ha quejado mucho de los borrachos y drogadictos que andan por aquí. Te acabo de reportar. Tú eres al que le dicen el Vikingo, ¿no?
—No soy nadie.
Trata de soltar su carrito de la mano de la mujer, que se afianza a la cuadrícula como una garra. Hace otro intento pero tampoco consigue hacerlo. Todos los huesos del Vikingo han perdido firmeza, parecen de hule, aguados, sin energía. Quiere suplicar a la mujer que lo deje ir, decirle que debe continuar caminando, pero de su boca sólo salen las mismas palabras de siempre.
—No vi nada. Tampoco oí nada. No soy nadie...
—¿Me vas a decir que no sabes del muerto que apareció en la madrugada a una cuadra de la Secretaría? Dicen que vieron por ahí un vagabundo con un carrito del súper. Y por aquí el único que arrastra un carro de estos eres tú. ¿Y ya te viste? Por lo menos deberías haberte lavado la sangre después de matar a ese pobre hombre.
—Fernando...
La mujer sonríe triunfante y su rostro se contrae en un gesto maligno.
—Sí, Fernando Aranda. ¿Ya ves cómo sí sabes? Ora le vas a contar todo a la policía.
—No sé nada. Yo nomás...
La desesperación le da algo de fuerza y mueve el carro, pero no logra arrebatárselo a la mujer.
—¡Tú no te mueves de aquí, criminal!
—Se lo juro. Por esta.

Varias personas comienzan a acercarse para presenciar la discusión. Algunos son vecinos del barrio, conocen a la mujer y lo conocen a él. Otros sólo vienen de paso. Se levantan algunos murmullos. El Vikingo reconoce palabras como cadáver, homicidio, asesino. Recuerda entonces cómo, cada vez que aparecía un muertito, los uniformados venían por él y por sus compañeros a los alrededores del Parque Delta para interrogarlos en los separos de la delegación. Recuerda las toallas mojadas estallando contra su piel, los toques eléctricos, los chorros de agua mineral entrando hasta su cerebro. Sus gritos de dolor. Las preguntas burlonas y sus respuestas repetidas hasta el cansancio. Las respuestas que terminaron por ser las únicas palabras que habitan su cerebro. Recuerda también, como entre nieblas, que antes de esos interrogatorios aún sabía quién era. Su nombre. Su pasado. Una oleada de furia y pánico lo atraviesa al distinguir en un cristal cercano los reflejos azules y rojos de la torreta de una patrulla. Los murmullos a su alrededor crecen. El muerto, dicen. Él lo mató. Jala el carrito hacia sí con ímpetu y la mujer lo suelta con un grito.
—¡Ay! ¡Animal! ¡Me rompiste una uña!
Los mirones le abren paso cuando lo ven caminar hacia ellos, mientras la mujer corre en dirección de la patrulla. No sé nada, mi jefe. No vi nada. No soy nadie. Dos uniformados descienden del vehículo. El Vikingo los mira de reojo y reconoce a los que perseguían a Fernando. Sin detenerse, toma la botella de aguardiente, la destapa y se bebe el chisguete que le queda. El alcohol le sacude el estómago, luego se desparrama por su cuerpo una agradable sensación de calor. Fernando, se llamaba. Ellos gritaron su nombre. Yo no vi nada.
—¡Eh, tú, cabrón! ¡Alto ahí!

Ahora es una voz idéntica a la que gritaba anoche. Incluso ha dicho palabras parecidas. Sólo le faltó gritar el nombre de Fernando. Fernando. Sí. Pero a diferencia del otro, el Vikingo no corre: nomás camina. No sé nada, mi jefe. Nunca veo nada. No soy nadie. Recita su letanía mientras escucha las pisadas que se acercan. Piensa que su historia se repite, que de ahí lo llevarán a los separos de la delegación o a cualquier sótano para sacarle la verdad, que van a querer cargarle un muerto al que ni conocía, como ya lo han hecho otras veces, y que después de unas semanas o un par de años en el penal lo volverán a echar a la calle donde tendrá que buscar un portón y un carrito de súper para seguir caminando. Qué ganas de fumarme otro cigarro. Pero no hay cerillos. Se lo juro, mi jefe. Por esta. Cuando las pisadas comienzan a detenerse a su espalda, ya muy cerca de él, en la memoria del Vikingo se dibuja el rostro del cadáver de la noche anterior. Yo no sé nada. No soy nadie. Nomás camino. Un paso. Otro. Luego otro más.

La última carcajada de Carlos Monsiváis

Marzo/2011
Nexos
Juan Carlos Bautista

Ya sé que esto no le interesa a nadie. Que me puedo meter mi admiración por el culo. Mi admiración que no es ejemplar, ni carece de ponzoña ni es proclive al lloriqueo. Mi admiración que es exigente y díscola y no se la doy a cualquiera. Y sé que Monsiváis ha muerto y pude haberme callado, porque si algo me hace vomitar es el espectáculo servil e hipócrita de escritores que erigen túmulos hueros y ejercen canonizaciones instantáneas de colegas a los que despreciaban y que de pronto tuvieron la impaciencia de morirse. Yo sé que admirar es más laberinto, y que hacerlo con tenacidad, a solas, es un ejercicio fatigoso. Yo me cansé muchas veces de amar, de odiar, de leer, de aburrirme, de entusiasmarme de nuevo con Carlos Monsiváis. Me cansé de llevar a cuestas esa admiración que rayaba en el fanatismo. Y como todo el que admira, esperaba también secretamente su caída, y había un extraño gozo en decir: “Monsiváis está acabado”, “Monsiváis está repitiéndose”, “Me perdí en el último chiste de Carlos Monsiváis”. Todos somos así. Perdónenme el improperio de borracho a la mitad del velorio. Todos los admiradores somos amantes despechados, envidiosos e impacientes; todos somos Chapman con una pistola en la mano. El que admira es cruel como quien tiene una balanza en el puño, y en un plato hay un cerdo y en el otro un dios.

Y yo sé que suena a cursilería contar que lloré el día que murió Monsiváis. Estaba bañándome y mi compañero fue a decirme que se había muerto. Que había tenido el mal gusto de morirse en el peor momento. Que nos dejaba solos a una hora en que el país da miedo. Y creo que no dije nada. Tal vez, solamente: “Ah”. Y casi por inercia me puse a cantar los boleros y las rancheras que yo sabía que le gustaban. “Amor perdido”, “Tú me acostumbraste”, “Cuenta perdida”, “La diferencia”. Y entonces pasó que me puse a llorar. Yo, que no lloré ni por Rulfo, ni por Sabines ni por el maldito de Paz. Y miren si quise a los primeros y odié al último, y al cabo todos me marcaron como a una mula. Luego, a lo largo de la tarde, cosa curiosa, me comenzaron a llegar mensajes de amigos que me daban las condolencias como si yo fuera la viuda. Una Marie-Jo súbita, una María Kodama improvisada y advenediza. Yo. Pienso que ellos se daban cuenta de lo retorcidamente importante que fue siempre el cabrón ese para mí. Monsiváis se me había muerto como alguien absolutamente mío, y esto es muy complejo de explicar.

Nunca fue exactamente mi amigo. Lo veía a veces, le consultaba alguna cosa, quería entretenerlo con algún chisme que se me fastidiaba a la mitad. De pronto nos quedábamos callados; de pronto sentía que le estaba quitando el tiempo al genio. Siempre me despedía de él con un poco de despecho. Recuerdo que yo tenía diecisiete años cuando me acerqué a solicitarle un autógrafo, algo que nunca después le pedí a nadie. En esos días lo leía con devoción y voracidad porque él encarnaba todo lo que quise (y debo decir, no pude) ser. Monsi concitaba todas las cosas que a mí —muchachito ávido, homosexual, militante de izquierda, aspirante a escritor— me importaban. Monsiváis era toda la ciudad de México y era su imposible explicación. Era el gusto desordenado por la cultura popular, la crónica como ejercicio omnívoro, la literatura como puro placer, el cine, los movimientos sociales, los personajes arquetípicos, lo subterráneo y lo nocturno. Claro que empecé a escribir poesía antes de conocerlo porque ya era adolescente antes de eso, y la poesía, nomás para empezar, es cosa de fluidos; pero él me enseñó a ser un lector de poesía, algo más arduo y menos autocomplaciente. Me hizo ver que todo es interesantísimo y delirante. Todo. Claro que después, también de su mano, me fui decepcionando (no sé si él se “decepcionó”, pero a mí me indujo a ello) de algunas cosas: de Cuba, por ejemplo, de la misma ciudad de México, de la poesía mexicana (¿se fijó alguien que en algún momento Monsiváis dejó de escribir en serio acerca de la poesía que se escribió en este país a partir de los setenta?). Sabía de memoria cientos de poemas y gozaba indescriptiblemente impresionando a sus escuchas. Nos preguntaba qué nos parecía tal o cual verso sólo para constatar que nadie entendía nada. Uno de mis libros más manoseados es su Antología de la poesía mexicana. Ahí conocí y aprendí a leer de manera definitiva a muchos de mis poetas esenciales. Leer poesía y leerla bien, con su insistencia en el arte de leer en voz alta, algo que ya nadie sabe hacer.

Ahora quiero llegar a otra cosa —y que me perdonen los puros, los que andan loando las dotes angélicas de Carlos Monsiváis—: yo admiraba en él a la última gran perra que nos fue dado conocer. Todas las locas sabrán de lo que hablo, pero para los bugas y los desprevenidos —pobrecitos— traigo a cuento un fragmento de Daniel Harris que Monsiváis cita en su prólogo a La estatua de sal, la autobiografía desaforada de Salvador Novo:

A los homosexuales les atrajo la imagen de la Perra (The bitch) en parte por su lengua malvada, su habilidad para alcanzar a través del diálogo, a través de su ayuda verbal, sus respuestas velocísimas, ese control sobre otros que con frecuencia los gays no obtienen sobre sus propias vidas. La fantasía de la vagina dentada malévola, rebosante de puñaladas traperas, siempre alerta, siempre dispuesta a demoler a su oponente con una frase pasmosa, es la fantasía de una minoría sin poder que se afirma a través de lenguaje, no de la violencia física […] La ironía se convirtió en el arma mortífera por excelencia en el arsenal gay antes de la revuelta de Stonewall en 1969…

El último que ejerció ese gran arte, ahora extinto, fue Monsiváis. Parece que la cita, que él le aplica a Novo, estaba escrita para él. La capacidad irónica que el público le celebró era poca comparada con su talento privado para el perreo, para el arte de machacar a amigos y enemigos con mecanismos verbales de ingenio fulminante. Era un arte que cultivaron los homosexuales de su generación y que los de generaciones posteriores fueron dejando morir, porque ya no lo entendían, porque ya no tenía lugar en el mundo. Paz reprochó a Novo que hubiera escrito sus epigramas con caca y sangre. Qué hallazgo deslumbrante del que no entiende. Caca y Sangre. De eso se nutría la sagacidad verbal de las perras. De un veneno delicioso y sucio. Con Monsiváis muere ese arte secreto que casi nadie se encargó de registrar.
Yo le temí toda la vida a Carlos Monsiváis. Cuando escribía pensaba siempre en lo que él pensaría. Sé que esto es un asunto para el psiquiatra, pero debo decir que este temor de su mirada y de su risa era lo más paralizante que he conocido. Dejé de escribir muchas cosas por miedo al juicio de Carlos Monsiváis. Se convirtió en mi policía introyectado. Y me costó muchos años sacarlo de mí, burlar su vigilancia imaginaria. Borrar de mi horizonte su risa colgando del aire.

Ahora está muerto. Y según me cuentan, sus funerales se convirtieron en un desfile de preciosas ridículas, de viudos literatos que entre pucheros y sigilo se proclamaban sus herederos legítimos, de funcionarios ávidos de salir en la foto, en fin, en materia ideal para la más despiadada crónica de Carlos Monsiváis. Hasta en su muerte lo rodeamos para que pudiera reírse, ya no con esa sonrisita socarrona y mula, sino a mandíbula batiente.

Yo soy una novela

Marzo/2011
Nexos
Jorge Volpi

En su discurso tras recibir un importante premio literario, un célebre escritor estadunidense confesó que adoraba las novelas porque, a diferencia de casi cualquier otra cosa, éstas no sirven para nada. No sé si la memoria me engaña —y, como habrá de verse más adelante, a fin de cuentas tampoco importa demasiado. Para el escritor neoyorquino real, o para el que ahora dibujo en mi mente (¿o debería decir en mi cerebro?), la ficción literaria, y acaso toda manifestación artística, se distingue por carecer de un fin práctico fuera de lo que suele llamarse, con cierta pedantería, el goce estético: no es ni el primero ni el último en suscribir esta tesis. Una tesis de incierto origen romántico que, como trataré de demostrar en estas páginas, es esencialmente falsa.

Sólo en las sociedades que han llegado a ser lo suficientemente prósperas o lo suficientemente descreídas, las obras de arte han sido apreciadas como tales: objetos valiosos, susceptibles de ser comprados o vendidos, pero cuyo valor no depende de su utilidad, sino de la vanidad de sus dueños o la codicia de sus admiradores. Durante buena parte de la Antigüedad, con excepción quizás de la Atenas de Platón o la Roma imperial, mientras se prolongaron las esquivas sombras del Medioevo e incluso en otros momentos puntuales de la historia, un artista o un artesano jamás hubiese suscrito una idea semejante: a sus oídos no sólo hubiese sonado herética, sino absurda. Su trabajo era tan práctico, aun si se trataba de una praxis simbólica, como el de un herrero, un talabartero o un sastre. El arte era o bien decorativo o bien religioso, y nadie se hubiese ofendido al reconocerlo.

Sostener esto hoy, en una época en apariencia tan laica como la nuestra —en el fondo más indiferente que escéptica—, resulta casi blasfemo: sólo un artista menor o descarriado, o un provocador, se atreverían a sugerir que su trabajo sirve efectivamente para algo, o para mucho. Todavía hoy son mayoría quienes piensan que sus obras —otro concepto rimbombante— son productos absolutamente individuales, resultado de su originalidad y de su genio (es decir, de su arrogancia), sin otro fin práctico que permitirles ganarse la vida con ello.

Se equivocan: en su calidad de herramienta evolutiva, el arte no puede sino perseguir una meta más ambiciosa. ¿Cuál? La obvia: ayudarnos a sobrevivir y, más aún, hacernos auténticamente humanos. (Adviertes en mis palabras cierto menosprecio hacia el arte. No es tal. Creo, más bien, que quienes sacralizan el arte y lo colocan en un pedestal inalcanzable, producto de la inspiración divina o, en nuestra época, del talento o el trabajo, se pierden el bosque por contemplar un solo árbol, por magnífico que sea.)

Que el arte exista en todas partes —las distintas sociedades humanas han conocido y desarrollado sus distintos géneros de maneras básicamente similares— debería prevenirnos sobre su carácter de adaptación por selección natural. Una adaptación sorprendente, qué duda cabe, pero a fin de cuentas tan útil como el tallado de hachas de sílice, la organización en clanes o la invención de la escritura. Porque, como habremos de ver más adelante, el arte, y en especial el arte de la ficción, nos ayuda a adivinar los comportamientos de los otros, y a conocernos a nosotros mismos, lo cual supone una gran ventaja frente a especies menos autoconscientes.

En contra de la opinión del novelista neoyorquino, resulta difícil pensar que el arte haya surgido de manera casual, como un inesperado subproducto del neocórtex, una errata benéfica o un premio inesperado. Su origen hemos de perseguirlo, más bien, en el pausado y deslumbrante camino que nos transformó en materia capaz de pensar en la materia, en animales capaces de cuestionarse a sí mismos. El arte no sólo es una prueba de nuestra humanidad: somos humanos gracias al arte.

Otro tanto ocurre con la ficción. Al considerarla una especie de don inapreciable, de toque de genio, los románticos asumían que debió aparecer de forma tardía en nuestra especie. Si ello fuera cierto, deberíamos aceptar que durante miles de años la ficción no fue parte de nuestras vidas hasta que, un buen día, nuestros ancestros la descubrieron por casualidad, sumergida bajo el limo de un pantano primordial o en el amenazante fondo de una cueva, como si se tratase de un hallazgo semejante a la regularidad de las estaciones o a la domesticación del fuego. Me niego a creerlo. Prefiero pensar que la ficción ha existido desde el mismo instante en que pisó la Tierra el Homo sapiens. Porque los mecanismos cerebrales por medio de los cuales nos acercamos a la realidad son básicamente idénticos a los que empleamos a la hora de crear o apreciar una ficción. Su suma nos han convertido en lo que somos: organismos autoconscientes, bucles animados.

Verdad de Perogrullo confirmada por las ciencias cognitivas: todo el tiempo, a todas horas, no sólo percibimos nuestro entorno, sino que lo recreamos, lo manipulamos y lo reordenamos en el oscuro interior de nuestros cerebros —no sólo somos testigos, sino artífices de la realidad. Como espero detallar más adelante, reconocer el mundo e inventarlo son mecanismos paralelos que apenas se distinguen entre sí.

No podría ser de otra manera: si nuestro cerebro evolucionó y se ensanchó a grados monstruosos —al amparo de deformes cabezotas, nacimientos prematuros y atroces dolores de parto—, fue para hacernos capaces de reaccionar mejor y más rápido frente a las amenazas externas. De otro modo: nos hizo expertos en generar futuros más o menos confiables. (Dices no estar de acuerdo; en tu opinión, casi siempre erramos al predecir el futuro. Tal vez tengas razón cuando te refieres a las sutilezas de lo humano —nuestra civilización es demasiado reciente—, pero en cambio fíjate cómo atrapas esta pelota, cómo huyes de este tigre o cómo esquivas esta bofetada sin necesidad apenas de pensarlo.)

Más tarde, este mecanismo dio un insólito salto hacia adelante y, de una manera que ninguna otra especie ha alcanzado con la misma intensidad, de pronto nos permitió mirarnos a nosotros mismos y convencernos de que, en alguna parte de nuestro interior, existe un centro, un yo que nos estructura, nos controla, nos vuelve quienes somos. El yo habría surgido, en tal caso, como una especie de controlador de vuelo, de capitán de barco.

Si, como afirma Francis Crick, en el fondo no somos otra cosa que nuestro cerebro —“sorprendente hipótesis”, tan previsible como escalofriante—, deberíamos concluir que eso que llamamos la Realidad, con todo cuanto contiene, se halla inscrita en los millones de neuronas de nuestra corteza cerebral. El universo entero, con sus serpenteantes galaxias y sus constelaciones fugitivas, con sus humeantes planetas y sus esquivos satélites, con su sobrecogedora profusión de plantas y animales, cabe todo allí adentro —aquí adentro. Todo, repito, y eso incluye, irremediablemente, a los demás. A mis semejantes —a mi familia, mis amigos, incluso a mis enemigos— y, sí, también a ustedes, queridos lectores. (Espero que, no por ello, abandonen estas páginas.)

¡Menuda invención evolutiva! Yo no soy sino una ficción de mi cerebro. O, expresado de manera más precisa, mi yo es una fantasía de mi cerebro. Eso sí, la mayor y más poderosa de las fantasías, pues se concibe capaz de generar y controlar a todas las demás. El yo me da orden y coherencia, estructura mi vida, me confiere una identidad más o menos clara —pero no existe ningún lugar preciso en el cerebro donde sea posible localizar a ese esquivo fantasma, a ese omnipresente y omnipotente animalillo que es el yo.

El escenario resulta inquietante y sin embargo, conforme uno medita sobre sus consecuencias, el horror se desvanece. Frente a esta hipótesis, primero comparece el vértigo: ¿ello significa que la Realidad no existe? ¿Que Yo no existo? No exactamente: la única realidad que conoceremos —y que, en el mejor de los casos, está levemente emparentada con la Realidad— es la realidad de nuestra mente, la realidad que percibimos y luego recreamos sin medida. No es este el lugar para empantanarnos en discusiones filosóficas de mayor calado: nuestro sentido práctico, esa facultad que nos ha permitido sobrevivir y dominar el planeta, nos indica de modo natural que debemos hacer como si la realidad de nuestra mente en efecto se correspondiera con esa Realidad inaprensible que nos es sustraída a cada instante.

La idea de la ficción, como puede verse, yace completa en ese pedestre y desconcertante como si. El como si que nuestro cerebro aplica a diario para que nuestro cuerpo se mueva razonablemente por el mundo, para que descubra nuevas fuentes de energía y consiga salvaguardarse de depredadores y enemigos. El como si que nos impide tropezar a cada instante, que nos mantiene en equilibrio y que nos impide estrellarnos contra una ventana o caer de una escalera.

El como si que nos permite tolerar el universo imaginario de una novela es idéntico, pues, al como si que nos lleva a asumir que la realidad es tan sólida y vigorosa como la presenciamos. Si la ficción se parece a la vida cotidiana es porque la vida cotidiana también es —ya lo suponíamos— una ficción. Una ficción sui géneris, matizada por una ficción secundaria —la idea de que la Realidad es real—, pero una ficción al fin y al cabo.

No llegaré al extremo de insinuar que todo lo demás, incluidos ustedes, mis lectores, mis hermanos, sólo son invenciones mías, tan predecibles o caprichosas como los personajes de mis libros —un tema recurrente en tantas novelas y películas—, y que acaso yo estoy loco o que sólo yo existo, como en La amante de Wittgenstein, de David Markson. El solipsismo extremo es, también, una invención literaria.

Sí me gustaría subrayar, por ahora, que el proceso mental que me anima a poseer una idea de ustedes, lectores míos, mis semejantes, es paralelo al mecanismo por medio del cual soy capaz de concebir a alguien inexistente y de darle vida por medio de palabras —de ideas, con las que a fin de cuentas todos hemos sido modelados. Podemos afirmar, con el bardo, que estamos hechos de la misma materia de los sueños, siempre y cuando no olvidemos que los sueños también están hechos de retazos —a veces significativos, a veces inconexos— de ideas.

El teatro, la ópera, el cine, la televisión, los videojuegos y, por supuesto, la literatura —los diversos soportes de la ficción—, son todos simulacros verosímiles de la realidad: los críticos más sagaces no se han cansado de proclamarlo. Pero la acuciante necesidad que tenemos de sumergirnos en ellos, desde sus ejemplos más elevados hasta los más vulgares, no se origina en un capricho infantil y pasajero, en el ansia de evasión o en el puro y calamitoso tedio, como sugiere el novelista neoyorquino. En cada una de estas manifestaciones, el creador y el espectador no sólo invierten largas horas de esfuerzo —aun la peor ficción, como veremos, resulta siempre demandante—, sino que parecen no cansarse nunca de sus trampas y sus engaños, aun a sabiendas de que lo son.

¿Don Quijote y Pedro Páramo, Ham-let y Lulú, Darth Vader y Dumbo, Mario y Luigi existen sólo para transcurrir horas aciagas, para apresurar la noche y el sueño, para impedir que —pobres de nosotros— nos vayamos a aburrir? Sonaría inverosímil: una especie no gasta tanta energía, tanto dinero y tantos anhelos en una actividad que sirve nada más que para colmar las horas muertas.

Los humanos somos rehenes de la ficción. Ni los más severos iconoclastas han logrado combatir nuestra debilidad y nuestra dependencia por las mentiras literarias, teatrales, audiovisuales, cibernéticas. Pero ellas no nos deleitan, no abducen, no nos atormentan de forma adictiva por el hecho de ser mentiras, sino porque, pese a que reconozcamos su condición hechiza y chapucera, las vivimos con la misma pasión con la cual nos enfrentamos a lo real. Porque esas mentiras también pertenecen al dominio de lo real.

Cuando leo las aventuras de un caballero andante o la desgracia de una mujer adúltera, cuando presencio la indecisión de un príncipe o la agonía de un rey anciano, cuando contemplo la avaricia de un magnate de la prensa o la caída de un imperio galáctico o cuando lucho por sobrevivir a un ataque de invasores alienígenas, mi mente sabe que me encuentro frente a un escenario irreal y al mismo tiempo se esfuerza por olvidar o sepultar esta certeza mientras dura la novela, la pieza teatral, la película o el juego de video. En resumen: la conciencia humana aborrece la falsedad y, al menos durante el tiempo precioso que dura la ficción, prefiere considerarla una suma de verdades parciales, de escenarios alternativos, de existencias paralelas, de aventuras potenciales.

La evolución convirtió a nuestro cerebro en una máquina de futuro y éste reacciona con el mismo ahínco frente a la realidad y frente a la ficción. Las cuitas y fracasos de un personaje de novela no pueden dejar de conmovernos, igual que no resistimos simpatizar con ciertos héroes o despreciar a ciertos villanos: nos enfadamos, nos sorprendemos, sufrimos y tememos con la misma intensidad que en la vida diaria —y a veces más.

Hasta hace poco, la empatía era vista con cierto recelo, una especie de campo magnético involuntario, una emoción deslavada y algo cursi. Hoy sabemos, gracias a los estudios de Giacomo Rizzolatti y sus colegas, que la empatía es un fenómeno omnipresente en los humanos —al igual que en ciertos simios, elefantes y delfines—, originada en un tipo especial de neuronas, las ya célebres “neuronas espejo”, localizadas, para sorpresa de propios y extraños, en las áreas motoras del cerebro.
Desde allí estas sorprendentes células nos hacen imitar los movimientos animales que se atraviesan en nuestro camino como si fuéramos nosotros quienes los llevamos a cabo. Al hacerlo no sólo reconocemos a los agentes que nos rodean, sino que tratamos de predecir su comportamiento, en primera instancia para protegernos de ellos y, a la larga, para comprenderlos a partir de sus actos. (En efecto: si miras por televisión a un contorsionista o a un lanzador de bala olímpico, en tu interior tú también te descoyuntas y también lanzas la maldita bola de metal lo más lejos posible.)

Desde esta perspectiva, la ficción cumple una tarea indispensable para nuestra supervivencia: no sólo nos ayuda a predecir nuestras reacciones en situaciones hipotéticas, sino que nos obliga a representarlas en nuestra mente —a repetirlas y reconstruirlas— y, a partir de allí, a entrever qué sentiríamos si las experimentáramos de verdad. Una vez hecho esto, no tardamos en reconocernos en los demás, porque en alguna medida en ese momento ya somos los demás.

Repito: no leemos una novela o asistimos a una sala de cine o una función de teatro o nos abismamos en un video-juego sólo para entretenernos, aunque nos entretenga, ni sólo para divertirnos, aunque nos divierta, sino para probarnos en otros ambientes y en especial para ser, vicaria pero efectivamente, al menos durante algunas horas o algunos minutos, otros. “Madame Bovary, c’est moi”, afirmó Flaubert, pero lo mismo podría ser expresado por cualquiera de sus lectores.

Vivir otras vidas no es sólo un juego —aunque sea primordialmente un juego—, sino una conducta provista con sólidas ganancias evolutivas, capaz de transportar, de una mente a otra, ideas que acentúan la interacción social. La empatía. La solidaridad. Qué lejos queda la idea de la ficción como un pasatiempo inútil, destinado a la admiración embelesada, al onanista placer estético. Sin duda la naturaleza del arte contempla también la idea de lo bello —un conjunto de patrones fijados en cada sociedad y en cada época, y reforzados obsesivamente hasta su desgaste—, pero la belleza no sería entonces sino una suerte de anzuelo evolutivo, un cebo para atraernos hacia la información que se esconde detrás de su fachada. Así como el gozo sexual es una adaptación que refuerza la necesidad de los genes de perdurar y reproducirse —y nos condena a la desasosegante persecución de otros cuerpos—, la belleza es el tirabuzón que nos encamina hacia conjuntos de ideas que nos alientan a comprender mejor el mundo, a nuestros semejantes y, por supuesto, a nosotros mismos.

Si en verdad sólo somos nuestro cerebro, como sugería Crick, en otro nivel es válido decir que sólo somos un gigantesco conjunto de ideas producidas y ancladas en ese cerebro: la idea del yo, ese incómodo testigo que al presenciar los hechos nos separa de ellos, es, ya lo apunté, la más compleja y la más frágil. Porque el yo siempre se halla solo. Irremediablemente solo. Su única escapatoria consiste en identificarse con ese otro conjunto de ideas complejas que son los demás, sean éstos reales o imaginarios. Y, paradójicamente, ese contacto virtual es nuestro único escape del autismo o la demencia. Los humanos somos “símbolos mentales” obsesionados con relacionarnos con otros “símbolos mentales”. (Sé, amada mía, que no te toleras que te llame “símbolo mental”, pero, desde esta perspectiva, decirte por tu nombre sería un encubrimiento.)

Leer una novela o un cuento no es una actividad inocua: desde el momento en que nuestras neuronas nos hacen reconocernos en los personajes de ficción —y apoderarnos así de sus conflictos, sus problemas, sus decisiones, su felicidad o su desgracia—, comenzamos a ser otros. Conforme más contagiosas —más aptas— sean las ideas que contiene una narración, sus secuelas quedarán más tiempo incrustadas en nuestra mente, como si fuesen las secuelas de una enfermedad viral o de una fiebre terciaria. La única cura es, por supuesto, el olvido. Y la lectura de otras novelas.

Si Alonso Quijano nos fascina es porque se trata de la proyección extrema de lo que suele ocurrirle a cualquier lector empedernido: a fuerza de representarse una y otra vez ciertas escenas de la ficción, termina por considerarlas reales. (Piénsalo: ¿acaso no es tan real Natasha Rostova, en quien has pensado en cientos o miles de ocasiones, como aquel amor de juventud que no has vuelto a ver y sin embargo cambió tu vida para siempre?)

Dada nuestra naturaleza de animales sociales, la ficción literaria tampoco podría ser entendida, sin embargo, como un mero instrumento para la supervivencia individual. Una novela me permite experimentar vidas y situaciones ajenas pero, como decía antes, también me transmite información social relevante —la literatura es una porción esencial de nuestra memoria compartida. Y se convierte, por tanto, en uno de los medios más contundentes para asentar nuestra idea de humanidad.
Frente a las diferencias que nos separan —del color de la piel al lugar de nacimiento, obsesiones equivalentemente perniciosas—, la literatura siempre anunció una verdad que hace apenas unos años corroboró la secuenciación del genoma humano: todos somos básicamente idénticos. Al menos en teoría, cualquiera podría ponerse en el sitio de cualquiera.

Nuestro tiempo desconfía, creo que con razón, del papel social de la literatura: baste recordar los estragos provocados por el compromiso político, el realismo socialista o el frenesí revolucionario. La literatura, es cierto, parece degradarse cuando persigue un fin concreto, cuando soporta una ideología explícita. Porque cualquier ideología es, de entrada, una forma excluyente de otras variedades de pensamiento. En cambio, en su expresión más amplia, más libre, la ficción nos permite ensanchar nuestra idea de lo humano. Con ella no sólo conocemos otras voces y otras experiencias, sino que las sentimos tan vivas como si nos pertenecieran.

No importa el lugar o la época, las diferencias sociales o las costumbres: nuestro cerebro siempre nos impulsa a colocarnos en el lugar de los personajes de un cuento o una novela. Todos somos capaces de ser Aquiles o Hanuman, Emma Bovary o Aureliano Buendía, Hitler o Adriano, o un incluso un perro o un alienígena, siempre y cuando sus actos nos permitan deducir en su interior algo similar a una conciencia.

No quiero exagerar: leer cuentos y novelas no nos hace por fuerza mejores personas, pero estoy convencido de que quien no lee cuentos y novelas —y quien no persigue las distintas variedades de la ficción— tiene menos posibilidades de comprender el mundo, de comprender a los demás y de comprenderse a sí mismo. Leer ficciones complejas, habitadas por personajes profundos y contradictorios, como tú y como yo, como cada uno de nosotros, impregnadas de emoción y desconcierto, imprevisibles y desafiantes, se convierte en una de las mejores formas de aprender a ser humano.

Desconfío, pues, de quienes se solazan al despojar a la ficción literaria de su carácter de adaptación evolutiva. De su esencia práctica. Escribimos cuentos y novelas no sólo porque no podemos dejar de hacerlo, no sólo porque nos hagan disfrutar con la perfección de sus frases o la fuerza de sus historias, sino porque los cuentos y las novelas nos han hecho quienes somos. En los relatos del mundo se encuentra lo mejor de nuestra especie: nuestra conciencia, nuestras emociones y sentimientos, nuestra memoria, nuestra inteligencia, nuestras dudas y prejuicios, acaso también la medida de nuestro albedrío. (Ello no excluye que también puedan almacenar lo peor: la maldad gratuita, el odio, la intolerancia, la sevicia.)

Si la ficción es una herramienta tan poderosa para explorar la naturaleza —y en especial la naturaleza humana—, es porque la ficción también es la realidad. Una vez que las percepciones arriban al cerebro, este órgano húmedo y tenebroso codifica, procesa y a la postre reinventa el mundo tal como un escritor concibe una novela o un lector la descifra. Aun si en la mayor parte de los casos somos capaces de diferenciar lo cierto de lo inventado, su sustancia se mantiene idéntica. A causa de ello, la ficción resulta capital para nuestra especie. La literatura no sirve para entretenernos ni para embelesarnos —la literatura nos hace humanos.